miércoles, 15 de mayo de 2013

La duda de Cézanne - Merleau-Ponty

La duda de Cézanne -Extractos-

 M. Merleau-Ponty


 
Paul Cézanne - Autorretrato con paleta (1890)


En lugar de aplicar a su obra ciertas dicotomías, que por otra parte pertenecen más a las tradiciones de escuela que a los fundadores –filósofos o pintores– de estas tradiciones, más valdría ser dócil al sentido propio de su pintura que no es otro que el de ponerlas en cuestión. Cézanne no creyó tener que escoger entre sensación y pensamiento, ni tampoco entre caos y orden. No ha querido separar las cosas fijas que aparecen ante nuestra mirada y su manera fugaz de mostrársenos, ha querido pintar la materia dándose forma a sí misma, el orden que nace de una organización espontánea. No ha marcado ninguna ruptura entre «los sentidos» y «la inteligencia», sino entre el orden espontáneo de las cosas percibidas y el orden humano de las ideas y las ciencias. Percibimos cosas, nos entendemos acerca de ellas, estamos anclados en ellas y es sobre esta piedra angular de «naturaleza» que construimos ciencias. Este mundo primordial es lo que Cézanne ha querido pintar, y he aquí por qué sus cuadros dan la impresión de la naturaleza en sus orígenes, mientras que las fotografías de los mismos paisajes sugieren los trabajos de los hombres, sus comodidades, su presencia inmediata. Cézanne nunca ha querido «pintar como un primario», sino volver a poner en contacto la inteligencia, las ideas, las ciencias, la perspectiva, la tradición en contacto con este mundo natural que ellas están destinadas a comprender, ha querido confrontar con la naturaleza, como él ha dicho, las ciencias «que de ella han salido».
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Vemos la profundidad, lo aterciopelado, la suavidad, la dureza de los objetos; Cézanne decía incluso: su olor. Si el pintor quiere expresar el mundo, es necesario que la disposición de los colores lleve en sí misma este Todo indivisible; si no su pintura será una alusión a las cosas y no las reflejará en esta unidad imperiosa, con la presencia, con la plenitud insuperable que constituye para todos nosotros la definición de lo real.
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Vivimos sumergidos en un medio de objetos construidos por los hombres, entre utensilios, dentro de casas, en calles y ciudades, y la mayoría de las veces no los vemos más que a través de las acciones humanas de las cuales pueden ser puntos de aplicación. Nos hemos habituado a pensar que esto es así necesariamente y que es inconmovible. La pintura de Cézanne pone en suspenso estos hábitos y revela el fondo de naturaleza inhumana en que el hombre se instala. Por esto sus personajes son extraños y como vistos por un ser de otra especie. La naturaleza en estado puro está despojada de los atributos que la preparan para ciertas comuniones animistas: el paisaje carece de viento, el agua del lago de Annecy de movimiento, los objetos son gélidos y balbuceantes como en los orígenes de la tierra. Se trata de un mundo sin familiaridad, inconfortable, que paraliza toda efusión humana. Si vamos a ver cuadros de otros pintores después de los de Cézanne, se produce una distensión, de la misma manera que después de un luto las conversaciones renovadas enmascaran la absoluta novedad y devuelven su solidez a los vivos. Pero solamente un hombre puede ser capaz de esta visión que va hasta las raíces, más allá de la humanidad constituida. Todo enseña que los animales no saben mirar, hundirse en las cosas sin sacar de ellas más que la verdad. Al decir que el pintor de las realidades es un simio, Émile Bernard dice exactamente lo contrario de lo que es verdad, y comprendemos cómo Cézanne podía hacer suya la definición clásica del arte: el hombre añadido a la naturaleza.
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Paul Cézanne - Mont Sainte Victoire (Barnes) - 1895

Lo que motiva un gesto del pintor jamás puede ser la sola geometría o la sola perspectiva o las leyes de la descomposición del color o cualquier conocimiento, sea el que sea. Para todos los gestos que poco a poco construyen un cuadro no hay más que un sólo motivo, y éste es el paisaje en su plenitud absoluta –cosa que justamente Cézanne llamaba un «motivo». Comenzaba por descubrir las bases geológicas. Después dejaba de inquietarse y miraba, con los ojos muy abiertos, dice Mme. Cézanne. «Germinaba junto con el paisaje. Se trataba, olvidada ya toda ciencia, de alcanzar, por medio de estas ciencias, la constitución del paisaje como organismo naciente. Era necesario soldar unas con otras todas las vistas parciales que la mirada iba tomando, reunir lo que se dispersa a causa de la versatilidad de los ojos, «juntar las manos errantes de la naturaleza», dice Gasquet. «Existe un minuto del mundo que pasa, es preciso pintarlo en su realidad.»
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El paisaje, decía, se piensa dentro de mí y yo soy su conciencia. Nada hay más alejado del naturalismo que esta ciencia intuitiva. El arte no es ni una imitación ni tampoco una fabricación siguiendo los deseos del instinto o del buen gusto. Es una operación de expresión.
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El pintor toma y convierte justamente en objeto visible aquello que sin él quedaría encerrado en la vida aislada de cada conciencia: la vibración de las apariencias que constituye el origen de las cosas. Para este tipo de pintor, una sola emoción es posible: la sensación de extrañeza; un sólo lirismo: el de la existencia siempre recomenzada.
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El artista, según Balzac o según Cézanne, no se contenta con ser un animal cultivado; asume la cultura desde su principio y la fundamenta de nuevo, habla como habló el primer hombre y pinta como si jamás se hubiera pintado. La expresión no puede ser entonces la traducción de un pensamiento ya claro, puesto que los pensamientos claros son aquellos que ya han sido dichos por nosotros mismos o por los demás. La «concepción» no puede preceder a la «ejecución». Antes de la expresión no existe otra cosa que una vaga fiebre, y sólo la obra realizada y comprendida demostrará que podía encontrarse alguna cosa en vez de nada. Por estar dirigido a tomar conciencia en el fondo de una experiencia muda y solitaria sobre el cual se cimentan la cultura y el intercambio de ideas, el artista lanza su obra de la misma manera como un hombre ha lanzado la primera palabra, sin saber si esta palabra será otra cosa que un grito, si podrá desprenderse del flujo de vida individual donde nace y presentar, ya sea a esta misma vida en su porvenir, ya sea a las mónadas que coexisten con ella, ya sea a la comunidad abierta de las mónadas futuras, la existencia independiente de un sentido identificable. El sentido de lo que va a decir el artista no está en ninguna parte, ni en las cosas, que todavía no tienen sentido, ni en sí mismo, en su vida informulada. El artista, desde la razón ya constituida, en la que se encierran los «hombres cultivados», intenta comunicar con una razón que abrazaría sus propios orígenes. Al Bernard que quería conducirle a la inteligencia humana, Cézanne responde: «Yo me inclino hacia la inteligencia del Pater Omnipotens». Se inclina, en todo caso, hacia la idea o el proyecto de un Logos infinito. La incertidumbre y la soledad de Cézanne no se explican, en lo fundamental, por su constitución nerviosa, sino por la intención de su obra. La herencia podía haberle dado una gran riqueza de sensaciones, emociones fuertes, un vago sentimiento de angustia o de misterio que desorganizaran su vida voluntaria y le apartaran de los hombres; pero estos dones no constituyen una obra más que por el acto de expresión y nada aportan a las dificultades ni a las virtudes de este acto. Las dificultades de Cézanne son las de la primera palabra. Se creyó impotente porque no era omnipotente, porque no era Dios y en cambio había querido pintar el mundo, convertirlo enteramente en espectáculo, hacer ver de qué manera nos toca.
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Así los «factores hereditarios», las «influencias» –los accidentes de Cézanne–, son el texto que la naturaleza y la historia le han dado para que lo descifre. Ellos no proporcionan más que el sentido literal de su obra. Las creaciones del artista, del mismo modo que, por otra parte, las decisiones libres del hombre, imponen a estos datos un sentido figurado que no existía antes de ellas. Si nos parece que la vida de Cézanne llevaba en germen su obra, es porque antes hemos conocido su obra y porque vemos a través de ésta las circunstancias de su vida, cargándolas de un sentido que tomamos de la obra. Los datos de Cézanne que enumeramos y de los que hablamos como de condiciones apremiantes, si tenían que figurar en el tejido de proyectos que él era, no podían hacerlo más que proponiéndose a él como aquello que tenía que vivir y dejando indeterminada la manera como tenía que vivirlo. Tema obligado en el momento de la partida, no son, situados en la existencia que los abraza, más que el monograma y el emblema de una vida que se interpreta a sí misma libremente.
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