viernes, 11 de noviembre de 2011

Merleau-Ponty: La filosofía de la existencia.





LA FILOSOFÍA DE LA EXISTENCIA

Maurice Merleau-Ponty








Preferiría hablarles de la filosofía de la existencia, antes que del existencialismo, por una razón que ustedes probablemente adivinarán. El término ‘existencialismo’ ha terminado por designar casi exclusivamente el movimiento filosófico que se ha producido en Francia después de 1945 principalmente bajo el impulso de  Sartre. Ahora bien, este movimiento filosófico, en realidad, tiene antecedentes; está ligado a toda una tradición de pensamiento filosófico, tradición que es complicada, que es larga, ya que se trata en realidad primero que todo de la filosofía de Kierkegaard, se trata a continuación, en Alemania, de filosofías como las de Husserl y Heidegger, se trata, en Francia, incluso antes de Sartre, de una filosofía como la de Gabriel Marcel. Si bien es extremadamente difícil aislar la tentativa de Sartre en relación con las otras tentativas bastante conocidas que acabo de mencionar, me ha parecido que Sartre, teniendo una originalidad indiscutible –pero señalando Sartre toda una corriente de pensamiento- era verdaderamente imposible tomar su tentativa filosófica, filosófico-política en ella misma y separarla del resto. De suerte que me propongo darles primero una visión sobre lo que ha sido el inicio en Francia del pensamiento existencial.

Dicho inicio se dio en los años 1930-1939 (en los diez años que han precedido a la guerra) y es, ustedes lo saben, sobre todo a partir de 1944-1945 cuando el existencialismo en el sentido sartriano se ha manifestado y se ha realizado, si bien yo me remontaré un poco antes del nacimiento de este existencialismo. Y, como sería largo, difícil y fastidioso examinar cada uno de los autores que intervienen en aquel momento, les propondré una manera más simple de proceder. Examinaré primero en pocas palabras lo que era el paisaje filosófico francés en los años en los que Sartre y yo mismo, ya que somos casi de la misma edad, hicimos nuestros estudios, digamos hacia 1930. A continuación, como lo dije hace un instante, intentaré indicar cómo ese paisaje filosófico ha sido trastornado, profundamente modificado por la intervención de los autores que uno puede agrupar bajo el título de «filosofía de la existencia», lo que nos dará la medida para llegar a la tentativa sartriana y de ver exactamente en qué se emparenta con las otras tentativas y en qué, por el contrario, está ligada a lo que hay más personal, más original en el talento de Sartre. He aquí el programa que me propongo llevar a cabo, bien entendido, de manera simple y en el tiempo necesariamente limitado que me han dado.




Hacia 1930, cuando yo terminaba mis estudios de filosofía, ¿cómo se presentaban las cosas desde el punto de vista de las ideas filosóficas en Francia? Puede decirse que dos influencias y sólo dos eran dominantes, y aún la primera de las dos era mucho más importante. El más importante de los pensamientos filosóficos de la época en Francia era el de Léon Brunschvicg. Yo no sé si Léon Brunschvicg es hoy suficientemente conocido por quienes hacen filosofía fuera de Francia. Él era, entre nosotros como estudiantes, absolutamente célebre y con razón, tal vez no tanto por la filosofía que defendía y que nos enseñaba, sino a causa de su valor personal que era extraordinario. Era un filósofo que tenía acceso a la poesía, a la literatura, era un pensador extraordinariamente cultivado. Su conocimiento de la historia de la filosofía era también muy profundo. Era un hombre de primer orden, no solamente, una vez más, por las conclusiones de su doctrina sino por su conocimiento personal y su talento, que eran considerables. Pero ¿qué doctrina nos proponía Brunschvicg?, a grandes trazos, ¿cómo nos orientaba? Sin hacer la filosofía técnica, es necesario decirlo –se puede exponer en pocas palabras- Brunschvicg nos transmitía la herencia del idealismo tal como Kant la había comprendido. Este idealismo era flexibilizado por él, pero en fin era el idealismo kantiano a grandes rasgos. Fue, a través de Brunschvicg, con Kant y con Descartes que llegamos al conocimiento, es decir, para poner las cosas en pocas palabras, que supimos que esta filosofía consistía principalmente en un esfuerzo de reflexión, de regreso sobre sí. Ya se tratara de nuestra percepción de los objetos que nos rodean o se tratara de la actividad de los sabios, en todo caso, su filosofía buscaba atrapar sea la percepción exterior, sea la construcción de la ciencia como el hecho de una actividad del espíritu, una actividad creadora y constructora del espíritu. Este era el tema verdaderamente constante en el pensamiento de Brunschvicg y para él en el fondo la filosofía consistía precisamente en eso: La mirada que en los sabios está dirigida hacia el objeto retorna hacia el espíritu que construye sus objetos de creencia. He aquí lo que era en pocas palabras el aspecto de esta filosofía. Y por tanto, es necesario decirlo, el contenido de esta filosofía era bastante insipiente. 

Brunschvicg tenía un conocimiento admirable de las ciencias, de la historia de las ciencias y de la historia de la filosofía. Pero lo que él tenía para enseñarnos como filósofo consistía casi siempre en esta reflexión cartesiana por la cual volvía de las cosas al sujeto que construía la imagen de las cosas. En materia de filosofía pura, en suma, su contribución esencial consistía precisamente en advertirnos que debemos volvernos hacia el espíritu, volvernos hacia el sujeto que construye la ciencia y que construye la percepción del mundo, pero que este espíritu, este sujeto no son cualquier cosa de la que se pueda hacer una larga descripción filosófica, de la cual se pueda dar la explicación filosófica. Brunschvicg decía –era una fórmula que empleaba habitualmente- que los hombres participan de lo «uno», que lo «uno» es el espíritu. Quería decir, diciendo qué es lo «uno», que ese espíritu es el mismo en todos, que es la razón universal, pero describiéndola así él quería oponerla a toda especie de ser. No hay su espíritu y el mío y el de los otros hombres. No, hay un valor del pensamiento del cual participamos todos y la filosofía comienza y se acaba en suma con el regreso a este principio único de todos nuestros pensamientos. A través de toda la historia de la filosofía, lo que Brunschvicg perseguía era la toma de conciencia de esta espiritualidad. Según él las filosofías valían en la medida en que triunfaban en tanto que conciencia, y él las juzgaba de acuerdo con este canon, de acuerdo con esta regla. 



Al mismo tiempo que la influencia de Brunschvicg, había otra influencia filosófica, pero estaba en un segundo plano por diversas razones. Era la influencia de Bergson. En 1930, consideren que Bergson había dejado de enseñar. Había tomado su jubilación por anticipado bastante temprano para consagrarse enteramente a su obra y en 1930 no enseñaba más. De otra parte él no había enseñado en la universidad; desde 1900 siempre había sido profesor en el Colegio de Francia. Nunca había estado en la Sorbonne, nunca había hecho parte de la universidad. Y, es necesario decirlo, desde hacía mucho tiempo –estaba un poco desaparecido en el momento de mis estudios-, había cierta hostilidad de la parte de la Sorbonne que era más racionalista –al menos era así como se razonaba en aquel momento-, cierta hostilidad con respecto al bergsonismo. ¿Fue por estas razones, fue también porque Bergson era para nosotros alguien ya instituido, alguien ya establecido cuando comenzamos nuestros estudios de filosofía, que nuestra tendencia fue –como sucede siempre entre los estudiantes- buscar otra cosa? Total es que la influencia de Bergson no era en absoluto importante hacia 1930.

Pero digamos al menos unas cuantas palabras de esta influencia y de la dirección en la cual pudo ejercerse. Si fue ejercida sobre nosotros, lo fue en una dirección bastante diferente del kantismo y del cartesianismo que nos llegaban por Brunschvicg. En efecto, ustedes lo saben bien –casi todo el mundo conocía a Bergson, más o menos-, la filosofía de Bergson no es en absoluto un idealismo. No comienza por un retorno al cogito, en lo que al pensamiento respecta. Comienza por un camino diferente que consiste en volver a lo que Bergson llamaba los datos inmediatos de la conciencia. Es decir, que yo me tomo a mí mismo, para comenzar, a título de primera verdad en filosofía, si, pero yo me tomo no como pensamiento puro, me tomo como duración, como tiempo. Ahora bien, el análisis al cual Bergson se ha entregado en Matière et Mémoire, por ejemplo, muestra que si consideramos el tiempo, es necesario considerar, en el tiempo en particular, la dimensión del presente. Y esta dimensión del presente envuelve en Bergson la consideración del cuerpo y la consideración del mundo exterior. Bergson ha definido el presente como aquello sobre lo cual obramos, y nos obramos evidentemente por nuestro cuerpo. De suerte que vemos inmediatamente que esta duración de la cual Bergson llama la atención desde el primer momento, implicaba una relación con nuestro cuerpo y una relación en alguna medida bastante carnal con el mundo a través del cuerpo. 

Por tanto, si nosotros hubiéramos sido grandes lectores de Bergson y si hubiéramos pensado bastante en Bergson, habríamos sido atraídos por esta filosofía, yo diría mucho más por él hacia una filosofía mucho más concreta, mucho menos reflexiva que aquella hacia la que nos orientaba Brunschvicg. Y bien, como en efecto Bergson no era muy leído por mis contemporáneos, es cierto que una buena parte de lo que habría podido enseñarnos, hemos debido esperar a las filosofías de la existencia para conocerlo. Es cierto –uno se persuade cada vez más de ello hoy- que Bergson, si lo hubiéramos leído antes, nos habría enseñado las cosas que han sido consideradas 10 o 15 años más tarde por nosotros como los descubrimientos de la filosofía de la existencia.

En fin, ya que no es con Bergson con quien tenemos deuda, vayamos precisamente a aquel período de 1930 a 1939, cuando habíamos terminado nuestros estudios y comenzábamos a enseñar en los liceos de provincia, a preparar las tesis de doctorado; el que ha sido para nosotros el gran período de iniciación en la filosofía de la existencia tal como nos llegaba a través de Husserl, a través de Jaspers, a través de Heidegger y, en Francia, a través de Gabriel Marcel y, en particular, también a través de la revista Esprit, revista que existe todavía, que sin duda ustedes conocen, y que, en ese momento, bajo el impulso de Mounier que a su vez era un filósofo, era con frecuencia orientada hacia los temas de la filosofía de la existencia. Aquellos temas a los cuales fuimos atraídos por la revista, quisiera caracterizarlos brevemente. 



Reaccionando contra una filosofía de tipo idealista, kantiana o cartesiana, la filosofía de la existencia traducía como primera medida para nosotros la preponderancia de un tema diferente, el tema de la encarnación. En los primeros escritos de Gabriel Marcel, en su Journal Métaphysique por ejemplo, o incluso en los artículos que había publicado con anterioridad, este tema era puesto de relieve de una manera tal que nos inquietaba a todos. En la filosofía habitualmente el cuerpo, mi cuerpo, es considerado como un objeto, al mismo título que el cuerpo de los otros, al mismo título en fin de cuentas que el cuerpo de un animal, al mismo título que una mesa, que un objeto exterior. Yo soy espíritu, y en frente de mí está sin embargo ese cuerpo que es un objeto. Lo que Gabriel Marcel sostenía, era precisamente que esto no es así y que si considero atentamente mi cuerpo, no puedo fingir que sea simplemente un objeto. En cierto sentido él soy yo, «yo soy mi cuerpo», decía. Y no era solamente el cuerpo el que intervenía, porque con él, lo que era puesto bajo la mirada de nuestro espíritu, era de una manera general el mundo sensible. Gabriel Marcel había publicado anteriormente un artículo que se titulaba: «Existence et Objectivité», artículo en el cual oponía justamente las cosas que existen y los objetos en el sentido que uno puede dar a esta palabra cuando se habla por ejemplo del objeto físico, el objeto construido por los físicos. Las cosas sensibles, tal como caen bajo nuestra mirada, al mismo tiempo que el cuerpo, vienen a ser para el filósofo un tema de análisis. Y estas cosas, como lo había dicho el alemán Husserl, en la percepción que nosotros tenemos, nos son dadas en carne y hueso –carnalmente, leibhaftig, como decía Husserl- y es esta presencia sensible y carnal del mundo para nosotros mismos lo que los filósofos se proponen analizar. Mientras que anteriormente, en particular bajo la influencia del criticismo kantiano, era sobre todo el objeto de la ciencia el que los filósofos buscaban analizar.


Evidentemente, ustedes lo advierten, ¿no es así?, esto recoge en ciertos aspectos los puntos de vista bergsonianos de los cuales he hablado hace un momento. Pero una vez más, no hicimos economía de esta consideración, y nos ha tocado esperar a la lectura de aquellos autores nuevos para comprender la importancia del tema de la encarnación, que hubiéramos podido aprender de Bergson. 

Pero en realidad, no es solamente un tema, no es solamente un asunto o un objeto de reflexión el que nos ha sido propuesto, es una manera de filosofar. Por ejemplo, Gabriel Marcel decía que la filosofía presenta esta particularidad, que a diferencia de cualquier otra disciplina, tiene como asunto los misterios, decía, y no solamente los problemas. La diferencia que él hacía entre los dos era esta. Cuando se trata de un problema, es una cuestión que yo me planteo y esta cuestión yo la resuelvo considerando diferentes datos que me son exteriores. Por ejemplo, quiero saber ¿cómo construir un puente? quiero saber ¿cómo resolver una ecuación? Y bien, considero los datos del problema e intento encontrar lo desconocido. En filosofía se trata de otra cosa, porque en filosofía tenemos relación, decía, con una especie de problema muy singular. Son problemas en los cuales aquel que los plantea, está él mismo comprometido. No es espectador del problema, es involucrado en el asunto y para él esto es lo que define el misterio.

Si ustedes lo piensan, verán que en el fondo lo que se expresaba así de una manera abstracta y general se encontraba sustentado en el análisis del mundo sensible, tal como lo indiqué anteriormente. Porque en el mundo sensible tenemos relación precisamente con un extraño conocimiento. En efecto, considero mi conocimiento sensible del mundo como totalmente paradójico, en el sentido en que me aparece siempre ya hecho en el momento en que yo pongo allí la atención. Cuando reflexiono, cuando pongo atención, mi mirada interior se dirige hacia mi percepción de las cosas. Esta percepción está ya aquí y así, ¿no es así?, puede decirse que, en la percepción efectiva y concreta del mundo, yo soy yo, yo quien habla, yo sujeto, estoy ya en el juego en el momento en que comienzo a intentar comprender lo que pasa. Es por tanto el modelo del mundo sensible el que ha servido aquí. En fin, esta filosofía, por su manera de proceder, sobrepasaba de sobra la simple emergencia de un nuevo tema de análisis, era verdaderamente una nueva manera de pensar, diferente de aquella que nos había sido propuesta cuando nos decían que era necesario considerar la filosofía como misterio y no como problema.

Un tercer tema que esta filosofía hacía aparecer por primera vez ante nosotros y que aún hoy de otra parte tiene una importancia extrema en todo el pensamiento contemporáneo, es el tema de mis relaciones con el otro. Es un hecho extremadamente impactante que este tema no haya aparecido en la filosofía de una manera expresa antes del siglo XIX. Tomen un filósofo como Kant, como Descartes. Este filósofo ¿no es así? razona y, para él, va de suyo que el razonamiento que el filósofo hace, puede ser rehecho idénticamente por cualquier otra persona, por todo lector. Hasta el punto que el filósofo y sus lectores reflexionan paralelamente, y no hay problema de pasar del uno al otro. Cuando Kant escribe la Crítica de la razón pura por ejemplo, habla de la razón de todo el mundo y no solamente de la suya. Lo que la filosofía se dispone a comprender a partir de Hegel en particular, es que, en realidad, hay aquí un asunto mucho menos simple de lo que uno cree. Porque mis relaciones con el otro no son tales que pueda afirmar, postular inmediatamente que lo que es verdadero de mí sea verdadero del otro. Este es un problema. ¿Cómo sé que hay otros seres pensantes enteramente comparables a mí, ya que no los conozco más que por fuera, en tanto que yo me conozco por dentro? He aquí el tercer problema que vimos aparecer.


Y con este problema del otro que vamos a reencontrar a continuación interviene finalmente un tema que tiene cada vez más importancia en el pensamiento francés hasta el día de hoy, que es el tema de la historia y que en el fondo es lo mismo que el tema del otro. Lo que a la vez asombra y escandaliza al filósofo en la historia, cuando él no está solo, cuando se considera en frente a los otros, en esta relación extraordinariamente compleja con ellos, hace que no tengamos más relación con individuos yuxtapuestos, sino una suerte de tejido humano, tejido humano que se llama en ocasiones colectividad. La historia no era un asunto del cual se hablara mucho cuando yo era estudiante. La historia del pensamiento era ante todo la historia de los sistemas filosóficos. A partir del momento en que la filosofía se interesa en la historia humana en general, algo ha cambiado evidentemente. He querido indicar cómo nosotros nos encaminábamos por tanto hacia lo que ha sido la explosión de 1945, y voy ahora a llegar a mi asunto propiamente dicho que es el examen de la tentativa de Sartre en lo que ésta tiene en común con los predecesores y en lo que tiene de original.




Todos los filósofos de los que he hablado hace un momento y que son todos filósofos de la existencia en algún sentido, Sartre los ha conocido, quiero decir, ha conocido sus obras, en particular en el curso de una estadía que hizo en el Institut Français de Berlín en los años que precedieron a la guerra. Me acuerdo bastante bien que a su regreso nos hizo leer a todos a Husserl, Scheler, Heidegger, por ejemplo, que eran ya conocidos en Francia pero cuyas obras no estaban plenamente difundidas en aquel momento. Se trataba aquí por tanto de una formación verdaderamente filosófica que él se había dado y que contribuyó a conducirnos a los puntos de vista de 1945.




Es necesario agregar a esto que la permanencia en Francia durante la guerra en el París de la Ocupación, las circunstancias de la guerra, la manera como habíamos sentido los acontecimientos, todo esto ha contribuido también, no a modificar completamente la manera de pensar de Sartre, sino a llamar su atención sobre los problemas concretos y a orientarlo hacia una filosofía concreta.

Me acuerdo bastante bien que en los años anteriores a la guerra, cuando discutíamos un día, Sartre me hizo este razonamiento que puede tener aire de paradoja, pero que en el fondo no lo es en absoluto desde el punto de vista de determinada filosofía. Me había dicho: «En el fondo entre una catástrofe en la cual mueren diez o quince personas y una catástrofe en la cual mueren 300 o 3000 personas, no hay en absoluto diferencia. Hay diferencia de número, por supuesto, pero cada individuo muerto es en cierto sentido un mundo que muere, y que haya 3000 o que haya 300, el escándalo no es más grande. En cuanto al escándalo, es el mismo». Este pensamiento, que no era un pensamiento al cual Sartre se suscribiera especialmente, me impactó mucho. Y un pensamiento como este muestra hasta qué punto en los años anteriores a la guerra Sartre estaba bastante lejos del punto de vista que yo llamaría político e histórico, del punto de vista de los jefes de gobierno. Desde el punto de vista de alguien que tiene autoridad, cualquiera que sea sobre los hombres, hay una diferencia total entre un accidente en el cual mueren diez personas y un accidente en el cual mueren mil personas. Desde el punto de vista estadístico, que es el de la vida política y social y el de la historia, hay una diferencia enorme. Desde el punto de vista del filósofo, que considera cada conciencia como siendo un todo, no hay diferencia en absoluto entre la muerte de una persona y la muerte de cien personas.


Y bien, cuando se ha vivido, como todos nosotros lo hemos hecho, quiero decir él, yo y todos nuestros amigos en París, con la presencia de los alemanes y todo lo que esto significaba, cundo se han vivido esos años, se comprende cómo esta experiencia tenía la naturaleza de orientarnos poco a poco en lo que pasa, sobre los acontecimientos, sobre el exterior, sobre la vida política y social. Y en consecuencia, el curso de las cosas actuaba en el mismo sentido que la filosofía de la existencia, que también, a su manera, con sus medios abstractos de filosofía, nos orientaba en el mundo.










Es este conjunto de circunstancias, más la maduración de sus propias reflexiones personales, lo que ha llevado a Sartre a escribir su libro principal, l’Être et le Néant, que publicó antes del fin de la guerra, en 1943 si mal no recuerdo. Y son todos sus pensamientos formados en este período los que van a encontrar también su expresión en la revista les Temps Modernes, publicada a partir de octubre de 1945.


Los temas de los cuales va a hablar la filosofía de Sartre son los mismos a los cuales hacía alusión hace un momento, pero transformados con su propia manera de tratarlos. Por ejemplo, el tema de la encarnación, o digamos en términos más generales el tema de la situación. El hombre, tal como Sartre lo presenta en l’Être et le Néant es un ser situado. Este tema existía antes de que Sartre escribiera, pero él lo transforma de la siguiente manera. Sartre se entrega en l’Être et le Néant a un análisis extremadamente riguroso destinado a mostrar que lo que los filósofos han llamado el «yo», el «sujeto», la «conciencia», de cualquier manera como uno lo llame, no puede en realidad ser designado por un término positivo. Si intento ver lo que soy realmente, descubro finalmente que nada puede ser dicho de mí. Descartes había dicho ya algunas cosas en sus Meditaciones cuando decía: yo no soy humo, yo no soy materia sutil, yo soy un pensamiento y un pensamiento no se toca, no se ve, en cierto sentido, no es nada, es decir, no es ninguna cosa visible. La nada de la cual se habla en el famoso libro del que hablo, es esto, es decir, el hecho de que el sujeto, lo que se llamaba habitualmente el sujeto, debe ser considerado como siendo una nada.




Naturalmente una nada no puede reposar sobre ella misma. Una nada, lo que no es ninguna cosa, tiene necesidad de apoyarse sobre las cosas positivas y existentes. Y es así como se puede decir que la nada que somos bebe el ser del mundo como, si ustedes quieren, en las leyendas de la antigüedad, los muertos bebían la sangre de los vivos para revivir. La nada bebe el ser, y es así como llega a asumir un lugar en el mundo, una posición. ¿Por qué es que tengo un cuerpo? Porque ese yo que soy yo y que no es nada tiene necesidad para venir al mundo de un aparato positivo, realmente existente, que es lo que yo llamo mi cuerpo. Y esta descripción del hombre como «nada y ser» a la vez, como una nada que asume una situación en el mundo, es un elemento propiamente sartriano que no debe nada, creo yo, a lo que autores como Gabriel Marcel presentaban anteriormente bajo las mismas nociones de situación o de encarnación.


Ese yo que no es nada, se puede decir también que es una libertad. Porque ¿qué es ser libre sino poder decir sí o no, es decir no ser con anticipación esto o aquello sino ser lo que se quiere? La libertad –digamos lo que acabamos de decir en otros términos-, la libertad consiste no en permanecer en esta especie de no-ser y de indiferencia, sino también en optar, en elegir cualquier cosa que se haga. Y esta libertad que en ella misma es ilusión, noser, no se ejerce verdaderamente más que cuando se toma entre las manos un acto y se cumple. Uno es libre, decía Sartre, en ese momento, por comprometerse, queriendo decir con ello que, incluso lo que tenemos por más libre en nosotros, nuestra independencia total en relación con todo lo que se presenta, eso no viene a ser realmente alguna cosa de la cual se pueda hablar mas que mediando un acto en el cual por el contrario nosotros resolvemos, elegimos y llegamos a ser alguna cosa.


Por tanto, entre aquello que estaba en Gabriel Marcel y aquello que llamaba el misterio del ser, hay algo equivalente con Sartre, pero con un acento un tanto diferente. El acento en Gabriel Marcel era, propiamente hablando, religioso. En tanto que de Sartre, en un sentido amplio del término no se puede decir que sea una filosofía irreligiosa, ya que por el contrario, llegamos aquí a un campo donde algunos cristianos han encontrado los temas que les placen. De todas maneras en Sartre, lo que se llama el misterio del ser se convierte en alguna medida en un misterio límpido. Estoy yo que soy nada, está el mundo hecho de cosas positivas, y la única tarea para mí que no soy nada, para mí que soy libertad, es lograr que este mundo sea. Hay frente a frente, dos entidades –si se pudiera separarlas, puesto que no se puede concretamente hablando decir frente a frente, ya que no son separables- en fin, hay de un lado y del otro dos entidades de las cuales cada una se basta a sí misma. El ser tiene necesidad del hombre como testigo, y el hombre tiene necesidad de entrar en el mundo para ser. El misterio, lo que Gabriel Marcel llamaba el misterio del ser, viene a ser esta especie de extrañamiento de un destino que nos somete a ponernos en relación con un mundo que nos es profundamente extraño. Así, a fin de cuentas no somos nada, y en último análisis, habrá siempre entre yo y lo que veo, entre yo y lo que hago, una suerte de distancia, lo que Sartre llamaba un margen de nada. Por ejemplo, ¿qué hay entre mí y esta jarra que observo? No hay nada, en un sentido mi mirada la atrapa allí donde se encuentra. De alguna manera ella está tan cerca de mí como sea posible. Y sin embargo hay esta impalpable distancia que hace que la jarra sea un objeto y que yo que la percibo, yo no sea un objeto y no haga parte de este objeto.


Entonces, con esta idea de la nada, el problema del otro por ejemplo, que existe también en Sartre y del cual nos ha hecho un análisis extraordinariamente agudo, viene a ser un problema mucho más difícil, un problema de tal naturaleza que nos atormenta más. Porque los otros, evidentemente los veo, veo sus cuerpos, pero no los veo en su interior. No veo el centro porque es una nada que no es por tanto visible. En consecuencia para Sartre, a los otros no los percibo tampoco, y no puedo saber que hay otros hombres más que cuando los otros me observan. Entonces me siento fijado por esa mirada, transformado en objeto por esa mirada exterior. De suerte que la presencia del otro yo la siento en mí bajo la forma de una especie de pérdida de mi substancia, de pérdida de mi libertad, y en el hecho que me convierto en un objeto bajo la mirada del otro. Lo que hace que la relación con el otro sea una relación trágica por definición, ya que no puedo tomar al otro tal como él mismo se siente y tal cual es interiormente como libertad. Yo veo una mirada, y una mirada es fija, una mirada es un destino, en alguna medida, decía Sartre. Asimismo el otro no ve de mí más que algo exterior, y sin embargo esta relación que es por tanto totalmente negativa entre nosotros, es una relación eficaz que nos preocupa a cada instante.


De ahí los dos puntos de vista que en su libro prestan el título a las dos partes y cuyas rúbricas se han hecho célebres, el punto de vista del para sí y el punto de vista del para el otro. El para sí soy yo tal como yo me veo o usted tal como usted se ve. El para el otro, soy yo tal como usted me ve o usted tal como yo lo veo. Entre estas dos perspectivas no hay coincidencia posible. Yo no puedo ser exactamente a los ojos de los otros lo que yo soy a mis propios ojos. Es imposible, e incluso si soy lo más sincero, lo más franco posible, por posición no podemos coincidir. Y sin embargo esta imagen que usted se hace de mí, me importa a mis propios ojos, me atañe, me afecta, me define, me concierne. He aquí cómo el problema del otro, que bien entendido preexistía a la filosofía de Sartre, se acentúa y viene a ser aún más violento en sus manos.


Y finalmente el problema de la historia, al cual haremos ahora una rápida alusión, este problema de la historia que es, digámoslo, el caso límite del problema del otro, también va a revertir un carácter absolutamente dramático a causa de la urgencia de las preguntas mismas desde el punto de vista filosófico, a causa de las circunstancias también. Porque es necesario no olvidar que, en la Francia de 1945, teníamos un país que estaba gobernado por una coalición política de la cual hacía parte el partido comunista francés, lo que quiere decir mucho. Esto significa –la vida política es bastante extraña en ella misma a un filósofo como Sartre o incluso a un director de revista- que no se trataba simplemente del personal político y de las asambleas francesas; se trataba de otra cosa. Se trataba primero de una fraternidad que había existido en el período de la guerra y de la resistencia. Y se trataba de otra parte de lo que se hacía evidente para todos los franceses de la época, incluso para los franceses más a la derecha políticamente, de que no se podía hacer nada sin la ayuda, sin la participación de este partido comunista. Lo que en alguna medida plantea un problema de coexistencia.


Ahora bien, Sartre nunca ha sido marxista, y con lo que les acabo de decir brevemente de sus puntos de vista filosóficos ustedes lo advertirán mejor. Sartre estaba alejado de este movimiento, como ahora y como siempre, de toda especie de materialismo en el sentido que tiene la palabra en el pensamiento marxista. Para Marx hay causas que actúan sobre la conciencia, sobre los hombres. Para Sartre no hay causas que puedan verdaderamente actuar sobre la conciencia. Una conciencia es una libertad absoluta, total. El único punto, que no es exactamente un punto de acuerdo, pero que podría ser un punto de convergencia, sería este: que para Sartre, si en efecto yo soy no-ser, libertad absoluta, y escapo por tanto completamente a toda suerte de determinación del exterior, tengo la responsabilidad de lo que pasa fuera de mí. Por ejemplo, tengo la responsabilidad de la imagen que los otros tienen de mí. Yo la tengo, me importa y la asumo. Pero hay una inmensa diferencia, ustedes la advierten, entre una filosofía que hace depender el sujeto, la conciencia, el hombre de circunstancias exteriores y una filosofía que dice, lo que es otra cosa diferente, que el hombre, sujeto libre en tanto que lo sea, no puede desinteresarse de lo que sucede afuera y debe asumir lo qua pasa adentro. Esta segunda actitud es la de Sartre. Ustedes lo advierten, está separada profundamente del punto de vista filosófico de los marxistas. Indicada en pocas palabras la divergencia expresada en aquel momento en les Temps Modernes de 1945 por un artículo de Sartre sobre la cuestión «Matérialisme et Révolution», he dicho verdaderamente lo esencial de su divergencia.


La tentativa de Sartre va a consistir, sobre el problema de la historia, en intentar llevar a los lectores marxistas o comunistas de su revista a reorientar su pensamiento, su filosofía en el sentido de la suya. Tentativa de la cual no se puede decir que haya triunfado, tentativa que se puede encontrar retrospectivamente bastante ingenua, pero repito que en las circunstancias de la época, se imponía. Tentativa que se acentúa aún más en el período más agudo de la guerra fría, entre 1952 y 1954, justamente en el momento en que por mi parte me ví movido a dejar les Temps Modernes a despecho de la amistad que me ligaba con Sartre y que continúa ligándome con él. En ese momento, en efecto, Sartre había tomado aún posiciones más cercanas a los comunistas. Como era el período en el que el anticomunismo aparecía en algunos como el alfa y la omega de la política, parecía suficiente ser anticomunista para tener una política. Detrás de esto Sartre, que nunca había sido comunista y que nunca los había entendido bien, estimaba que se debía hacer fuerte contra una actitud tal y a este respecto apoyar a los comunistas. No es que él pensara que el régimen ruso fuera lo que se podía hacer mejor, sino que pensaba que los otros no tenían razón en la circunstancia de usar a Rusia como un símbolo del mal.


Este período de extrema proximidad con los comunistas llegó a su fin con los acontecimientos que ustedes conocen, los acontecimientos recientes, y en particular los acontecimientos de Hungría. En este momento, Sartre ha roto completamente. Y en su revista, la que apareció recientemente –les Temps Modernes sale hoy como en 1945– es denunciado el hecho de que la literatura extranjera, de tendencia marxista, en principio podría decirse, de las publicaciones polacas, o de las publicaciones que de manera general reconsideran el estalinismo y el sistema entero.



He aquí lo que ha sido esta aventura de 1945. Naturalmente, uno puede preguntarse qué queda. ¡Aparentemente no gran  cosa! Sartre mismo ha renunciado, tal parece, a tratar asuntos políticos y se consagra a otros muchos trabajos. Entre otros a trabajos de filosofía pura, a una autobiografía que será un examen hecho por él mismo de su propia vida  bajo el ángulo personal, bajo el ángulo histórico, en fin, un trabajo que está bastante alejado de las preocupaciones en las que estaba comprometido en la época. En cuanto al público del existencialismo, como se lo ha llamado, ese público parece, en parte, prestar hoy atención al pensamiento de Heidegger por ejemplo, y a fin de cuentas a un pensamiento muy diferente al de Sartre. Diferente en todo caso, en que Heidegger jamás ha estado a favor del compromiso, es decir, de un pensamiento en contacto con el acontecer cotidiano.

Puede parecer por tanto que quedan pocas cosas de aquella época heroica del existencialismo, en la cual no me retracto de haber participado, a la cual debo mucho, es necesario decirlo. Pero justamente en materia de filosofía, ni en materia de pensamiento puede decirse que una experiencia como aquella haya sido sobrepasada o que no quede nada. Porque la filosofía y también el pensamiento no consisten solamente en alcanzar un determinado lugar, un determinado objetivo, un determinado punto, una determinada conclusión sino en caminar de una manera rigurosa, de una manera fructuosa. Y en consecuencia, si el pensamiento, la filosofía es esto, es necesario decir que esta experiencia continua teniendo interés. Sobre todo cuando, como es el caso con Sartre, éste produce de paso determinado número de textos, de obras que pueden referirse a acontecimientos de la época, que no guardan menos, como todos los grandes y los buenos libros, una significación más o menos permanente.

No digamos, en consecuencia, demasiado rápido, que todo esto pertenece al pasado. Sartre, una vez más, con relación a esta tentativa, ha escrito páginas que son prodigiosas, y cada uno de nosotros en esta tentativa ha ganado mucho. Y lo que ha sido escrito en este período representa asimismo una escuela de pensamiento, incluso si en el momento en que nos encontramos las conclusiones formales a las cuales llegamos en aquella época no son ya las nuestras.






∗ Traducción: Juan Manuel Cuartas R.





∗ El registro sonoro «La Philosophie de l’existence», realizado por Maurice Merleau-Ponty en 1959 en la casa canadiense de la ciudad universitaria de París, y televisado más tarde (el 17 de noviembre de 1959) en la emisión Conférence, de Radio-Canadá, fue publicado siete años después por la revista Dialogue, Vol. V – Nº 3. 1966 – Montreal, pp. 307-322; número consagrado a Merleau-Ponty.










lunes, 31 de octubre de 2011

Hommage à Henri Bergson - M. Merleau-Ponty

    

Hommage à Henri Bergson 
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Homenaje a Henri Bergson 
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 M. Merleau-Ponty










                          Bergson haciéndose (1)






Hay más de una paradoja en la fortuna del bergsonismo. Este filósofo de la libertad, decía Péguy en 1913, tuvo contra él al partido radical y a la Universidad; este enemigo de Kant tuvo contra él al partido de Acción Francesa; este amigo del espíritu tuvo contra él al partido devoto; además de sus enemigos naturales estuvieron contra él los enemigos de sus enemigos. En estos años en los que parece existir una predilección por gente irregular como Péguy y Georges Sorel, se podría casi describir a Bergson como un filósofo maldito, si se olvidara que en las mismas fechas y desde hacía trece años era seguido por un auditorio unánime en el Colegio de Francia, que desde hacía doce años era miembro de una Universidad, y que pronto lo sería de la Academia.

La generación a la que pertenezco no ha conocido más que al segundo Bergson, ya retirado de la enseñanza y casi si­lencioso durante la larga preparación de las Deux Sources, considerado por el catolicismo más ya como una luz que como un peligro, el Bergson que los profesores racionalistas enseñaban ya en sus clases. Entre nuestros predecesores, que él había formado, aunque no existiera jamás una escuela bergsoniana, gozó de un crédito inmenso. Hay que esperar hasta el período reciente para ver aparecer un post-bergsonismo sombrío, exclusivista, como si no se rindiera un home­naje mejor a Bergson admitiendo que pertenece a todos...

¿Cómo pudo convertirse en un autor casi canónico, él que había revolucionado la filosofía y las letras? ¿Fue él quien cambió? Veremos que no ha cambiado demasiado. ¿O, quizás cambió a su público, lo convirtió a su propia osadía? La verdad es que hay dos bergsonismos, el de la audacia, cuando la filosofía de Bergson luchaba, y bien, según dice Péguy, y el de después de la victoria, persuadido de antemano de todo aquello que Bergson tardó mucho tiempo en encontrar, ya pertrechado de conceptos, mientras que Bergson formuló él mismo los suyos. Si se las identifica con la causa vaga del espiritualismo o de alguna otra entidad, las intuiciones bergsonianas pierden su mordiente, se generalizan, se mini­mizan. Este no es más que un bergsonismo retrospectivo o del exterior. Encontró su fórmula cuando el Padre Sertillanges escribió que la Iglesia ya no pondría hoy a Bergson en el índice, no porque se retracte de su juicio de 1913, sino porque ahora sabe cómo debía acabar la obra... Bergson no esperó a saber a donde conducía su camino para tomarlo, o, mejor todavía, para hacerlo. No esperó el Deux Sources para permitirse Matière et Mémoire y la Evolution Créatrice. Aunque el Deux Sources corrigiera las obras condenadas, no tendría sentido sin ellas, no sería célebre sin ellas. Hay que tomarlo o dejarlo. No se puede tener la verdad sin ries­go. Ya no hay filosofía posible si se miran primero las con­clusiones; el filósofo no busca los atajos, anda todo su ca­mino. El bergsonismo establecido deforma a Bergson. Bergson inquietaba, aquél tranquiliza. Bergson era una conquista, el bergsonismo defiende, justifica a Bergson. Bergson era un contacto con las cosas, el bergsonismo es un conjunto de opiniones recibidas. Las conciliaciones, las celebraciones, no tendrían que hacernos olvidar el camino que Bergson, solo, trazó y del cual nunca renegó, esta manera directa, sobria, inmediata, insólita, de rehacer la filosofía, de buscar lo profundo en la apariencia y lo absoluto más allá de nuestros ojos, en fin, con los mejores modos, el espíritu de descubrimiento que es la fuente primera del bergsonismo.

Acababa su curso de 1911 con estas palabras que recogió la revista Les Etudes: "Si el sabio, el artista, el filósofo se aferran a la conquista de la fama, es porque les falta la seguridad absoluta de haber creado algo duradero. Dadles esta seguridad, y veréis en seguida que hacen muy poco caso del ruido que rodea su nombre." A fin de cuentas lo único que deseó es haber escrito libros que vivieran. Por lo tanto no podemos dar testimonio de esto más que diciendo de qué manera está presente en nuestro trabajo, en qué páginas de su obra, según nuestras preferencias y parcialidades, creemos, como su auditorio de 1900, sentirlo en "contacto con la cosa."



Es filósofo en primer lugar por su manera de volver a descubrir toda la filosofía como sin saberlo, examinando uno de los principios de mecánica de los que se servía sin rigor Spencer. Entonces es cuando se da cuenta de que no nos acer­camos al tiempo apretándole, como con unas pinzas, entre los mojones de la medida, que por el contrario es necesario, para tener una idea de él, dejarle que se haga libremente, acompañar el nacimiento continuo que le hace siempre nuevo, y precisamente por esto, siempre el mismo.

Su mirada de filósofo ha encontrado en esto otra cosa y más de lo que buscaba. Pues si el tiempo es esto, no hay nada que yo pueda ver desde fuera. Desde fuera no tendría más que su huella, no asistiría a su empuje generador. El tiempo soy yo, soy la duración que yo capto, hay en mí la duración que se capta a sí misma. Y desde este momento estamos en lo absoluto. Extraño saber absoluto, puesto que no conocemos todos nuestros recuerdos, ni tampoco toda la densidad de nuestro presente, y que mi contacto conmigo mis­mo es "coincidencia parcial", según una frase que Bergson empleará a menudo y que, a decir verdad, presenta un problema. En todo caso, cuando se trata de mí, porque es par­cial es por lo que el contacto es absoluto, porque me tomo en mi duración la conozco como persona, y porque me desborda tengo de ella una experiencia que no se puede concebir ni más estrecha ni más próxima. El saber absoluto no es volar sobre las cosas, es inherencia. Es una gran novedad en 1889, que por lo demás tiene porvenir, dar como principio a la filosofía, no un pienso y sus pensamientos inmanentes, sino un Ser-uno mismo cuya cohesión es también desgarramiento.

Puesto que en esto coincido con una no-coincidencia, la experiencia es susceptible de extenderse más allá del ser-particular que soy. La intuición de mi duración es el aprendizaje de una manera general de ver, el principio de una especie de "reducción" bergsoniana que vuelve a considerar todas las cosas sub specie durationis, y lo que llamamos sujeto, lo que llamamos objeto, e incluso lo que llamamos espacio: porque se ve dibujarse ya un espacio de lo interior, que es el mundo por el que Aquiles anda. Hay seres, estruc­turas, como la melodía (Bergson dice: organizaciones) que no son nada más que una cierta manera de durar. La dura­ción no es sólo cambio, devenir, movilidad, es el ser en el sentido vivo y activo de la palabra. No se coloca el tiempo en el lugar del ser, se le comprende como ser naciente, y hay que abordar ahora todo el ser desde el punto de vista del tiempo.

Se vio muy bien todo esto cuando apareció Matière et Mémoire, o por lo menos se debería haber visto. Pero el libro sorprendió, pareció oscuro; todavía hoy es el menos leído de los grandes libros de Bergson. Es en él sin embargo donde se ensanchan de una manera decisiva el campo de la duración y la práctica de la intuición. Olvidando, como ya dijo, su anterior libro, siguiendo para ella otra línea de hechos, tomando contacto con el compuesto de alma y cuerpo, Bergson se veía conducido de nuevo a la duración, pero ésta recibía en la nueva aproximación nuevas dimensiones, y reprochar a Bergson lo que llamamos un desliz de sentido y que no es más que la misma investigación. Sería ignorar una ley de una filosofía que no pretende ser sistemática, sino llegar a la reflexión plena, y que quiere hacer hablar al ser. Desde ahora la duración es el medio en el que el alma y el cuer­po encuentran su articulación porque el presente y el cuerpo, el pasado y el espíritu, diferentes en naturaleza, se infiltran sin embargo el uno dentro del otro. La intuición no es ya de ninguna manera simple coincidencia o fusión: se extiende a "límites", como la percepción pura y la memoria pura, y también a lo que hay entre las dos, a un ser que, según Bergson, se abre hacia el presente y hacia el espacio en la medida en que apunta a un porvenir y dispone de un pasado. Existe una vida, Maurice Blondel diría después una "hibri­dación" de las intuiciones, una "doble expansión" hacia la materia y hacia la memoria. La intuición ve juntarse los opuestos tomándoles en su diferencia extrema.

Se deformaría mucho a Bergson por ejemplo minimizando la sorprendente descripción del ser percibido en Matière et Mémoire. El no dice en absoluto que las cosas sean imágenes en un sentido restrictivo, de lo "psíquico" o de las almas, dice que su plenitud bajo mi mirada es tal que es como si mi visión se hiciera en ellas y no en mí, como si ser vistas no fuera para ellas más que una degradación de su ser eminente, como si ser "representadas" — aparecer en la "cámara oscura" del sujeto, dice Bergson —, lejos de ser su definición re­sultara de su profusión natural. Nunca se había establecido todavía este circuito entre el ser y yo, que hace que el ser sea "para mí" espectador pero que a su vez el espectador sea "para el ser". Jamás se había descrito así el ser bruto del mundo percibido. Al desvelarlo después de la duración na­ciente, Bergson encuentra de nuevo en el corazón del hombre un sentido presocrático y "prehumano" del mundo.

Durée et Simultanéité, que es, según Bergson repite a menudo, un libro de filosofía, se instalará más resueltamente todavía en el mundo percibido. Hoy como hace treinta años algunos físicos reprochan a Bergson que introduzca al observador en la física relativista, para la cual el tiempo no es relativo, dicen, más que a los instrumentos de medida o al sistema referencial. Pero lo que Bergson quiere mostrar, es precisamente que no hay simultaneidad entre las cosas en sí, que, por muy cercanas que se encuentren, cada una es en sí. Únicamente las cosas percibidas pueden participar en la misma línea de presente, y a la inversa, en cuanto hay percepción, hay en seguida y sin ninguna medida, simultaneidad de simple vista, no sólo entre dos acontecimientos del mismo campo, sino también entre todos los campos perceptivos, to­dos los observadores, todas las duraciones. Si se tomara a todos los observadores a la vez, y no como son vistos por uno de ellos, sino como son para sí mismos y en el absoluto de sus vidas, estas duraciones solitarias, al no poder ya ser aplicadas una sobre la otra, medidas una por otra, dejarían de presentar desplazamientos y por tanto de fragmentar el universo del tiempo. Así pues esta restitución de todas las duraciones juntas, que no es posible en su fuente interna, puesto que cada uno de nosotros no coincide más que con la suya, se hace, decía Bergson, cuando los sujetos encarnados se perciben entre sí, cuando sus campos perceptivos se recortan y se envuelven, cuando se ven el uno al otro percibiendo el mismo mundo. La percepción pone en su orden propio una duración universal, y las fórmulas que permiten pasar de un sistema de referencia a otro son, como toda la física, obje­tivaciones secundarias que no pueden decidir sobre lo que tiene sentido en nuestra experiencia de sujetos encarnados, ni del ser integral. Era esbozar una filosofía que hiciera reposar lo universal sobre el misterio de la percepción y se propusiera, como Bergson dijo, no volar sobre ella sino hun­dirse en ella.

La percepción es en Bergson el conjunto de "aquellas potencias complementarias del entendimiento", las únicas que son a la medida del ser, y que al abrirnos hacia él, "se perciben a sí mismas trabajando en las operaciones de la naturaleza". Si sólo sabemos percibir la vida, habrá que aceptar que el ser de la vida es del mismo tipo que esos seres simples e indivisos de los que las cosas ante nuestros ojos, más viejas que todo lo fabricado, nos ofrecen el modelo, y la operación de la vida se nos aparecerá como una especie de percepción. Cuando se constata que con largos preparativos monta un aparato visual sobre una línea de evolución, y a veces el mismo aparato sobre líneas de evolución divergentes, se cree ver un gesto único, como el de mi mano para conmigo, detrás de los detalles convergentes, y la "marcha hacia la visión" en las especies se hace depender del acto total de visión tal como lo había descrito Matière et Mémoire. Bergson se refiere a ello expresamente. El es quien baja más o menos a los organismos. Esto no quiere decir que el mundo de la vida sea una representación humana, ni tampoco que la per­cepción humana sea producto cósmico: esto quiere decir que la percepción originaria que encontramos en nosotros mis­mos y la que se transparenta en la evolución como su prin­cipio interior, se entrelazan, se comen terreno o se envuelven una con otra. Ya encontremos en nosotros mismos la apertu­ra al mundo, ya captemos la vida desde el interior, siempre hay la misma tensión entre una duración y otra duración que la rodea por fuera.

Se ve pues con toda claridad en el Bergson de 1907 la intuición de las intuiciones, la intuición central, y ésta está muy lejos de ser, como se ha dicho injustamente, "un no sé qué", un hecho de genialidad incontrolable. La fuente en la que bebe y en la que toma el sentido de su filosofía, ¿por qué no ha de ser simplemente la articulación de su paisaje interior, la manera de encontrar con su mirada las cosas o la vida, su vivida relación consigo mismo, la naturaleza y los vivos, su contacto con el ser en nosotros y fuera de nosotros? Y, para esta intuición inagotable, ¿no es el mundo visible y existente, tal como lo describía Matière et Mémoire, la me­jor "imagen mediadora"? 



Incluso cuando pase a la trascendencia por arriba, nunca creerá Bergson poder llegar a ella más que por una especie de "percepción". La vida que, por encima de nosotros, resuelve siempre los problemas diferen­temente de como los hubiéramos resuelto nosotros, se parece menos a un espíritu de hombre que a esta visión inminente o eminente que Bergson entreveía en las cosas. El ser perci­bido es aquel ser espontáneo o natural que los cartesianos no vieron, porque buscaban el ser sobre un fondo de nada, y por­que, según Bergson para "vencer la inexistencia", necesita­ban lo necesario. El describe un ser preconstituido, siempre supuesto en el horizonte de nuestras reflexiones, siempre pre­sente para descargar la angustia y el vértigo cuando está a punto de nacer.

Verdaderamente es un problema saber por qué no pensó la historia desde dentro como hizo con la vida, por qué no em­prendió también en la historia la búsqueda de los actos simples e indivisos que, para cada período o cada acontecimiento, constituyen la disposición de los hechos parcelarios. Supo­niendo que todo período es todo lo que puede ser, un aconte­cimiento entero, todo en un acto, y que el prerromanticismo, por ejemplo, es una ilusión post-romántica, Bergson parece que declina de una vez para siempre esta historia de lo pro­fundo. Sin embargo Péguy había intentado describir la emergencia de un acontecimiento, cuando algunos comienzan y otros responden — y también la realización histórica, la res­puesta de una generación a lo que fue empezado por otra. Veía la esencia de la historia en la unión de los individuos y los tiempos que es difícil, puesto que el acto, la obra, el pasa­do son inaccesibles en su simplicidad a los que los ven desde fuera—, puesto que hacen falta años para hacer la historia de aquella revolución que se llevó a cabo en un día, porque un comentario infinito no agota esta página que se escribió en una hora. Las probabilidades de error, de desviación, de fracaso son enormes. Pero es la ley cruel de los que escriben, actúan, o viven públicamente — es decir de todos los espíritus encarnados—: tienen que esperar de los demás, o de los sucesores, otra realización de lo que hacen — otro y él mismo, dice profundamente Péguy, porque también son hombres, es decir: porque, en esta substitución, se convierten en los seme­jantes del iniciador. En esto hay, decía, una especie de escándalo, pero "escándalo justificado", y por consiguiente "misterio". El sentido se rehace con riesgo de deshacerse, es un sentido voluble, muy de acuerdo con la definición bergsoniana del sentido, que es "más que una cosa pensada un movimiento de pensamiento, más que, un movimiento de di­rección". En esta red de llamadas y respuestas, en la que el comienzo se metamorfosea y se realiza, hay una duración que no es de nadie y que es de todos, una "duración pública", el "ritmo y la velocidad propios del acontecimiento del mun­do" que serían, decía Péguy, el tema de una sociología ver­dadera. Con esto había probado pues que una intuición bergsoniana de la historia es posible.

Pero Bergson, que decía en 1915 que había conocido el "pensamiento esencial" de Péguy, no lo siguió en este punto. No hay en Bergson un valor "propio" de la "inscripción histórica", ni generaciones que llaman y generaciones que res­ponden: no hay más que una llamada heroica del individuo al individuo, una mística sin "cuerpo místico". No hay para él un único tejido en el que el bien y el mal se encuentran juntos; hay sociedades naturales atravesadas por las irrupciones de la mística. Durante los largos años en los que pre­para Deux Sources, no parece que se haya impregnado de historia como se había impregnado de vida, no encontró, trabajando sobre la historia, como había encontrado traba­jando sobre la vida, "potencias complementarias del entendimiento" en inteligencia con nuestra propia duración. Es demasiado optimista en lo que concierne al individuo y su poder de encontrar las fuentes, demasiado pesimista en lo que se refiere a la vida social, para admitir como definición de historia la de un "escándalo justificado". Y quizás este dejar atrás los opuestos se manifiesta en toda su doctrina: el hecho es que el Pensée et le Mouvant, poco más o menos en la época de Deux Sources, rectifica en el sentido de una delimitación total — no sin algunas "usurpaciones"—, las relaciones de implicación que la Introduction a la Métaphysique había establecido entre filosofía y ciencia, intuición e inteligencia, espíritu y materia. Si decididamente no existe para Bergson misterio de la historia, si no ve, como Péguy, que los hombres estén implicados unos en otros, si no es sen­sible a la presencia anunciadora de los símbolos alrededor nuestro y a los intercambios profundos de los que son vehícu­lo — si por ejemplo no descubre en los orígenes de la demo­cracia, más que su "esencia evangélica" y el cristianismo de Kant y de Rousseau—, su manera de cortar por lo sano ciertas posibilidades y de parar el sentido último de su obra, todo esto debe expresar una preferencia fundamental, forma parte de su filosofía, y debemos tratar de comprenderla.

Lo que en él se opone a cualquier filosofía de la mediación y de la historia, es un dato muy antiguo de su pensamiento, la certeza de un estado "semi-divino" en el que el hombre ignorara el vértigo y la angustia. La meditación de la historia ha desplazado esta convicción sin atenuarla. En tiempos de la Evolution Crétrice, la intuición filosófica del ser natural bastaba para reducir los falsos problemas de la nada. En Deux Sources, el "hombre divino" se ha hecho "inaccesible", pero Bergson continúa poniendo en perspectiva sobre él toda la historia humana. El contacto natural con el ser, la ale­gría, la serenidad —el quietismo—, continúan siendo esen­ciales en Bergson, sólo que se ven desplazados, de la expe­riencia de derecho generalizable del filósofo a la experiencia excepcional del místico, que, se abre sobre otra naturaleza, sobre otros posibles, que son ilimitados. Es el desdoblamiento de la naturaleza en una naturaleza naturante y una natura­leza naturada irreconciliadas que lleva a cabo en Deux Sources la distinción de Dios y de su acción sobre el mundo, distin­ción que sólo era virtual en las obras precedentes. Bergson no dice claramente Deus sive Natura pero si no lo dice es que Dios es otra naturaleza. En el momento que separa definitivamente la "causa trascendente" de su "delegación te­rrestre", la palabra naturaleza está todavía en su pluma. En Dios se concentra ahora todo lo que había de verdaderamente activo y creador en el mundo, que no es más que "decisión" o "cosa creada". Pero la relación del hombre con esta Sobre-naturaleza sigue siendo la relación directa que los libros anteriores descubrían entre la intuición y el ser na­tural. Existe el acto simple que ha hecho a la especie huma­na; existe la acción simple y simplificadora de Dios en la mística; pero no existe ningún acto simple que instaure el dominio de la historia y del mal. No es más que el vacío entre los dos. El hombre está formado de dos principios sim­ples, pero no por ello es doble. La historia, oscilando entre naturaleza naturada y naturaleza naturante, no tiene subs­tancia propia. No está maldita, el universo sigue siendo una "máquina de hacer dioses", y después de todo esto no es imposible, puesto que la naturaleza naturada se origina en la naturaleza naturante. Pero si un día la máquina de hacer dioses logra llevar a cabo lo que nunca ha podido hacer, será como si la creación parada se pusiera de nuevo en movimien­to. Nada anuncia esta Gran Primavera. No leemos en nin­guna parte, ni siquiera en clave, ningún signo que reúna nuestras dos naturalezas. El mal y el fracaso no tienen sen­tido. La creación no es un drama que va hacia un futuro. Es más bien un esfuerzo atascado, y la historia humana un ex­pediente para volver a poner en movimiento a la masa.



De ahí viene una filosofía religiosa extraordinaria, muy personal, y desde algunos puntos de vista pre-cristiana. La experiencia mística es lo que queda de la unidad primordial, que se ha roto cuando la cosa creada ha aparecido por "simple decisión" del esfuerzo creador. ¿Cómo franquear este muro de detrás de nosotros que es nuestro origen, cómo en­contrar de nuevo rastro del naturante? No será la inteligencia quien lo haga: no se puede rehacer la creación con lo creado. Incluso la prueba inmediata de nuestra duración no puede anular la fisión que es su origen, para unirse con el naturante mismo. Por esto es por lo que Bergson dice que la experiencia mística no tiene por qué preguntarse si el principio con el que nos pone en contacto es Dios o su dele­gación sobre la tierra. Ella experimenta la invasión consentida de un ser que "puede inmensamente más que ella". No digamos ni siquiera de un ser todopoderoso: la idea del todo, dice Bergson, es tan vacía como la de la nada y lo posible si­gue siendo para él la sombra de lo real. El Dios de Bergson es más que infinito inmenso, o mejor aún es un infinito cuali­tativo. Es el elemento de la alegría o el elemento del amor en el sentido que el agua y el fuego son elementos. Como los seres sensibles y los seres humanos, es una animación y no una esencia. Los atributos metafísicos, que parecen determinarlo, son, según Bergson, como todas las determinaciones, negaciones. Aunque se volvieran visibles, ningún hombre religioso reconocería en ellos al Dios a quien reza. El Dios de Bergson es un ser singular, como el universo, un inmenso esto, y Berg­son mantuvo incluso en teología su promesa de una filosofía hecha para el ser actual, y que no se aplica más que a él. Si entramos en la computación de lo imaginario, hay que reconocer, dice, que "el conjunto hubiera podido ser muy supe­rior de lo que es". Nadie hará que la muerte sea un compo­nente del mejor mundo posible. Pero no se trata sólo de que las soluciones de la teodicea clásica son falsas, sino que sus problemas no tienen sentido en el orden en que Bergson se coloca, y que es el de la contingencia radical. No se trata ahora del mundo concebido o de Dios concebido si no del mundo existente y de Dios existente, y lo que en nosotros conoce este orden está por encima de nuestras opiniones y de nuestros enunciados. Nadie conseguirá que los hombres no amen su vida, por muy miserable que sea. Este juicio vital pone la vida y a Dios al margen de las acusaciones así como de las justificaciones. Y si quisiéramos comprender cómo la naturaleza naturante ha podido producir una naturaleza naturada en la que no se realice plenamente, porque, por lo menos provisionalmente, el esfuerzo creador se ha parado, qué obstáculo ha encontrado y de qué manera un obstáculo podía ser insuperable para él, Bergson estaría de acuerdo en que su filosofía — menos en lo que se refiere a otros planetas en los que la vida se ha desarrollado mejor—, no responde a este género de preguntas pero es porque no tiene por qué ponerlas, puesto que no es una génesis del mundo — ni siquiera, como estuvo a punto de serlo, "integración y diferen­ciación" del ser—, sino la localización deliberadamente parcial, discontinua, casi empírica, de diferentes núcleos de ser.

Resumiendo, hay que dar la razón a Péguy cuando dice que esta filosofía "por primera vez... atrajo la atención sobre lo que tenía de propio el ser mismo y la articulación del presente". El ser naciente, del que no me separa ninguna repre­sentación, que contiene de antemano las imágenes que pode­mos captar de él, incluso discordantes e incomponibles, que está ante nosotros, más joven y más viejo que lo posible y lo necesario, y que una vez nacido, no podrá cesar nunca de haber sido, y continuará siendo en el fondo de los otros pre­sentes, se comprende que a principios de siglo los libros que redescubrían este ser olvidado y sus poderes fueran consi­derados como un renacimiento, una liberación de la filosofía, y su fuerza desde este punto de vista está intacta. Hubiera sido hermoso que la misma mirada de los orígenes se hubiera dirigido en seguida hacia las pasiones, los acontecimientos, las técnicas, el derecho, el lenguaje, la literatura, para en­contrar lo espiritual propio de cada uno de ellos, tomándolos como monumentos y profecías de un hombre hierático, claves de un espíritu interrogativo. Bergson creía en la constatación y en la invención, pero no creía en el pensamiento interroga­tivo. Pero incluso en esta restricción de su campo, es ejem­plar por su fidelidad a lo que ha visto. En las conversaciones religiosas de los últimos años, en los que su filosofía se en­contraba, a título de aportación experimental y de auxiliar benévolo, encuadrada en el conjunto tomista —como si no estuviera claro que algo esencial se pierde cuando se le añade algo—, lo que, por mi parte, me asombra es la tran­quilidad con la que Bergson, en el mismo momento en el que da al catolicismo un asentimiento personal y una adhesión moral, mantiene en filosofía su método. Después de haber conservado su línea en las disensiones, la mantuvo en las reconciliaciones finales. Su esfuerzo y su obra, que volvieron a poner a la filosofía en el presente e hicieron ver lo que puede ser hoy un acercamiento al ser, enseñan también como un hombre de antaño permanecía irreductible, que no hay que decir nada que no se pueda "mostrar", que hay que saber esperar — y hacer esperar, disgustar e incluso complacer, ser uno mismo, ser verdadero—, y que por lo demás entre los hombres esta firmeza no está maldita, puesto que, buscando lo verdadero, encontró además el bergsonismo. (*)











(1) Texto leído en la sesión de homenaje a Bergson que cerraba el Congreso Bergson (17-20 mayo de 1959), publicado por el Bulletin de la Société Françoise de Philosophie. 

 (*) Fuente: Signos, Barcelona, Edit. SEIX BARRAL, 1964.