lunes, 31 de octubre de 2011

Hommage à Henri Bergson - M. Merleau-Ponty

    

Hommage à Henri Bergson 
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Homenaje a Henri Bergson 
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 M. Merleau-Ponty










                          Bergson haciéndose (1)






Hay más de una paradoja en la fortuna del bergsonismo. Este filósofo de la libertad, decía Péguy en 1913, tuvo contra él al partido radical y a la Universidad; este enemigo de Kant tuvo contra él al partido de Acción Francesa; este amigo del espíritu tuvo contra él al partido devoto; además de sus enemigos naturales estuvieron contra él los enemigos de sus enemigos. En estos años en los que parece existir una predilección por gente irregular como Péguy y Georges Sorel, se podría casi describir a Bergson como un filósofo maldito, si se olvidara que en las mismas fechas y desde hacía trece años era seguido por un auditorio unánime en el Colegio de Francia, que desde hacía doce años era miembro de una Universidad, y que pronto lo sería de la Academia.

La generación a la que pertenezco no ha conocido más que al segundo Bergson, ya retirado de la enseñanza y casi si­lencioso durante la larga preparación de las Deux Sources, considerado por el catolicismo más ya como una luz que como un peligro, el Bergson que los profesores racionalistas enseñaban ya en sus clases. Entre nuestros predecesores, que él había formado, aunque no existiera jamás una escuela bergsoniana, gozó de un crédito inmenso. Hay que esperar hasta el período reciente para ver aparecer un post-bergsonismo sombrío, exclusivista, como si no se rindiera un home­naje mejor a Bergson admitiendo que pertenece a todos...

¿Cómo pudo convertirse en un autor casi canónico, él que había revolucionado la filosofía y las letras? ¿Fue él quien cambió? Veremos que no ha cambiado demasiado. ¿O, quizás cambió a su público, lo convirtió a su propia osadía? La verdad es que hay dos bergsonismos, el de la audacia, cuando la filosofía de Bergson luchaba, y bien, según dice Péguy, y el de después de la victoria, persuadido de antemano de todo aquello que Bergson tardó mucho tiempo en encontrar, ya pertrechado de conceptos, mientras que Bergson formuló él mismo los suyos. Si se las identifica con la causa vaga del espiritualismo o de alguna otra entidad, las intuiciones bergsonianas pierden su mordiente, se generalizan, se mini­mizan. Este no es más que un bergsonismo retrospectivo o del exterior. Encontró su fórmula cuando el Padre Sertillanges escribió que la Iglesia ya no pondría hoy a Bergson en el índice, no porque se retracte de su juicio de 1913, sino porque ahora sabe cómo debía acabar la obra... Bergson no esperó a saber a donde conducía su camino para tomarlo, o, mejor todavía, para hacerlo. No esperó el Deux Sources para permitirse Matière et Mémoire y la Evolution Créatrice. Aunque el Deux Sources corrigiera las obras condenadas, no tendría sentido sin ellas, no sería célebre sin ellas. Hay que tomarlo o dejarlo. No se puede tener la verdad sin ries­go. Ya no hay filosofía posible si se miran primero las con­clusiones; el filósofo no busca los atajos, anda todo su ca­mino. El bergsonismo establecido deforma a Bergson. Bergson inquietaba, aquél tranquiliza. Bergson era una conquista, el bergsonismo defiende, justifica a Bergson. Bergson era un contacto con las cosas, el bergsonismo es un conjunto de opiniones recibidas. Las conciliaciones, las celebraciones, no tendrían que hacernos olvidar el camino que Bergson, solo, trazó y del cual nunca renegó, esta manera directa, sobria, inmediata, insólita, de rehacer la filosofía, de buscar lo profundo en la apariencia y lo absoluto más allá de nuestros ojos, en fin, con los mejores modos, el espíritu de descubrimiento que es la fuente primera del bergsonismo.

Acababa su curso de 1911 con estas palabras que recogió la revista Les Etudes: "Si el sabio, el artista, el filósofo se aferran a la conquista de la fama, es porque les falta la seguridad absoluta de haber creado algo duradero. Dadles esta seguridad, y veréis en seguida que hacen muy poco caso del ruido que rodea su nombre." A fin de cuentas lo único que deseó es haber escrito libros que vivieran. Por lo tanto no podemos dar testimonio de esto más que diciendo de qué manera está presente en nuestro trabajo, en qué páginas de su obra, según nuestras preferencias y parcialidades, creemos, como su auditorio de 1900, sentirlo en "contacto con la cosa."



Es filósofo en primer lugar por su manera de volver a descubrir toda la filosofía como sin saberlo, examinando uno de los principios de mecánica de los que se servía sin rigor Spencer. Entonces es cuando se da cuenta de que no nos acer­camos al tiempo apretándole, como con unas pinzas, entre los mojones de la medida, que por el contrario es necesario, para tener una idea de él, dejarle que se haga libremente, acompañar el nacimiento continuo que le hace siempre nuevo, y precisamente por esto, siempre el mismo.

Su mirada de filósofo ha encontrado en esto otra cosa y más de lo que buscaba. Pues si el tiempo es esto, no hay nada que yo pueda ver desde fuera. Desde fuera no tendría más que su huella, no asistiría a su empuje generador. El tiempo soy yo, soy la duración que yo capto, hay en mí la duración que se capta a sí misma. Y desde este momento estamos en lo absoluto. Extraño saber absoluto, puesto que no conocemos todos nuestros recuerdos, ni tampoco toda la densidad de nuestro presente, y que mi contacto conmigo mis­mo es "coincidencia parcial", según una frase que Bergson empleará a menudo y que, a decir verdad, presenta un problema. En todo caso, cuando se trata de mí, porque es par­cial es por lo que el contacto es absoluto, porque me tomo en mi duración la conozco como persona, y porque me desborda tengo de ella una experiencia que no se puede concebir ni más estrecha ni más próxima. El saber absoluto no es volar sobre las cosas, es inherencia. Es una gran novedad en 1889, que por lo demás tiene porvenir, dar como principio a la filosofía, no un pienso y sus pensamientos inmanentes, sino un Ser-uno mismo cuya cohesión es también desgarramiento.

Puesto que en esto coincido con una no-coincidencia, la experiencia es susceptible de extenderse más allá del ser-particular que soy. La intuición de mi duración es el aprendizaje de una manera general de ver, el principio de una especie de "reducción" bergsoniana que vuelve a considerar todas las cosas sub specie durationis, y lo que llamamos sujeto, lo que llamamos objeto, e incluso lo que llamamos espacio: porque se ve dibujarse ya un espacio de lo interior, que es el mundo por el que Aquiles anda. Hay seres, estruc­turas, como la melodía (Bergson dice: organizaciones) que no son nada más que una cierta manera de durar. La dura­ción no es sólo cambio, devenir, movilidad, es el ser en el sentido vivo y activo de la palabra. No se coloca el tiempo en el lugar del ser, se le comprende como ser naciente, y hay que abordar ahora todo el ser desde el punto de vista del tiempo.

Se vio muy bien todo esto cuando apareció Matière et Mémoire, o por lo menos se debería haber visto. Pero el libro sorprendió, pareció oscuro; todavía hoy es el menos leído de los grandes libros de Bergson. Es en él sin embargo donde se ensanchan de una manera decisiva el campo de la duración y la práctica de la intuición. Olvidando, como ya dijo, su anterior libro, siguiendo para ella otra línea de hechos, tomando contacto con el compuesto de alma y cuerpo, Bergson se veía conducido de nuevo a la duración, pero ésta recibía en la nueva aproximación nuevas dimensiones, y reprochar a Bergson lo que llamamos un desliz de sentido y que no es más que la misma investigación. Sería ignorar una ley de una filosofía que no pretende ser sistemática, sino llegar a la reflexión plena, y que quiere hacer hablar al ser. Desde ahora la duración es el medio en el que el alma y el cuer­po encuentran su articulación porque el presente y el cuerpo, el pasado y el espíritu, diferentes en naturaleza, se infiltran sin embargo el uno dentro del otro. La intuición no es ya de ninguna manera simple coincidencia o fusión: se extiende a "límites", como la percepción pura y la memoria pura, y también a lo que hay entre las dos, a un ser que, según Bergson, se abre hacia el presente y hacia el espacio en la medida en que apunta a un porvenir y dispone de un pasado. Existe una vida, Maurice Blondel diría después una "hibri­dación" de las intuiciones, una "doble expansión" hacia la materia y hacia la memoria. La intuición ve juntarse los opuestos tomándoles en su diferencia extrema.

Se deformaría mucho a Bergson por ejemplo minimizando la sorprendente descripción del ser percibido en Matière et Mémoire. El no dice en absoluto que las cosas sean imágenes en un sentido restrictivo, de lo "psíquico" o de las almas, dice que su plenitud bajo mi mirada es tal que es como si mi visión se hiciera en ellas y no en mí, como si ser vistas no fuera para ellas más que una degradación de su ser eminente, como si ser "representadas" — aparecer en la "cámara oscura" del sujeto, dice Bergson —, lejos de ser su definición re­sultara de su profusión natural. Nunca se había establecido todavía este circuito entre el ser y yo, que hace que el ser sea "para mí" espectador pero que a su vez el espectador sea "para el ser". Jamás se había descrito así el ser bruto del mundo percibido. Al desvelarlo después de la duración na­ciente, Bergson encuentra de nuevo en el corazón del hombre un sentido presocrático y "prehumano" del mundo.

Durée et Simultanéité, que es, según Bergson repite a menudo, un libro de filosofía, se instalará más resueltamente todavía en el mundo percibido. Hoy como hace treinta años algunos físicos reprochan a Bergson que introduzca al observador en la física relativista, para la cual el tiempo no es relativo, dicen, más que a los instrumentos de medida o al sistema referencial. Pero lo que Bergson quiere mostrar, es precisamente que no hay simultaneidad entre las cosas en sí, que, por muy cercanas que se encuentren, cada una es en sí. Únicamente las cosas percibidas pueden participar en la misma línea de presente, y a la inversa, en cuanto hay percepción, hay en seguida y sin ninguna medida, simultaneidad de simple vista, no sólo entre dos acontecimientos del mismo campo, sino también entre todos los campos perceptivos, to­dos los observadores, todas las duraciones. Si se tomara a todos los observadores a la vez, y no como son vistos por uno de ellos, sino como son para sí mismos y en el absoluto de sus vidas, estas duraciones solitarias, al no poder ya ser aplicadas una sobre la otra, medidas una por otra, dejarían de presentar desplazamientos y por tanto de fragmentar el universo del tiempo. Así pues esta restitución de todas las duraciones juntas, que no es posible en su fuente interna, puesto que cada uno de nosotros no coincide más que con la suya, se hace, decía Bergson, cuando los sujetos encarnados se perciben entre sí, cuando sus campos perceptivos se recortan y se envuelven, cuando se ven el uno al otro percibiendo el mismo mundo. La percepción pone en su orden propio una duración universal, y las fórmulas que permiten pasar de un sistema de referencia a otro son, como toda la física, obje­tivaciones secundarias que no pueden decidir sobre lo que tiene sentido en nuestra experiencia de sujetos encarnados, ni del ser integral. Era esbozar una filosofía que hiciera reposar lo universal sobre el misterio de la percepción y se propusiera, como Bergson dijo, no volar sobre ella sino hun­dirse en ella.

La percepción es en Bergson el conjunto de "aquellas potencias complementarias del entendimiento", las únicas que son a la medida del ser, y que al abrirnos hacia él, "se perciben a sí mismas trabajando en las operaciones de la naturaleza". Si sólo sabemos percibir la vida, habrá que aceptar que el ser de la vida es del mismo tipo que esos seres simples e indivisos de los que las cosas ante nuestros ojos, más viejas que todo lo fabricado, nos ofrecen el modelo, y la operación de la vida se nos aparecerá como una especie de percepción. Cuando se constata que con largos preparativos monta un aparato visual sobre una línea de evolución, y a veces el mismo aparato sobre líneas de evolución divergentes, se cree ver un gesto único, como el de mi mano para conmigo, detrás de los detalles convergentes, y la "marcha hacia la visión" en las especies se hace depender del acto total de visión tal como lo había descrito Matière et Mémoire. Bergson se refiere a ello expresamente. El es quien baja más o menos a los organismos. Esto no quiere decir que el mundo de la vida sea una representación humana, ni tampoco que la per­cepción humana sea producto cósmico: esto quiere decir que la percepción originaria que encontramos en nosotros mis­mos y la que se transparenta en la evolución como su prin­cipio interior, se entrelazan, se comen terreno o se envuelven una con otra. Ya encontremos en nosotros mismos la apertu­ra al mundo, ya captemos la vida desde el interior, siempre hay la misma tensión entre una duración y otra duración que la rodea por fuera.

Se ve pues con toda claridad en el Bergson de 1907 la intuición de las intuiciones, la intuición central, y ésta está muy lejos de ser, como se ha dicho injustamente, "un no sé qué", un hecho de genialidad incontrolable. La fuente en la que bebe y en la que toma el sentido de su filosofía, ¿por qué no ha de ser simplemente la articulación de su paisaje interior, la manera de encontrar con su mirada las cosas o la vida, su vivida relación consigo mismo, la naturaleza y los vivos, su contacto con el ser en nosotros y fuera de nosotros? Y, para esta intuición inagotable, ¿no es el mundo visible y existente, tal como lo describía Matière et Mémoire, la me­jor "imagen mediadora"? 



Incluso cuando pase a la trascendencia por arriba, nunca creerá Bergson poder llegar a ella más que por una especie de "percepción". La vida que, por encima de nosotros, resuelve siempre los problemas diferen­temente de como los hubiéramos resuelto nosotros, se parece menos a un espíritu de hombre que a esta visión inminente o eminente que Bergson entreveía en las cosas. El ser perci­bido es aquel ser espontáneo o natural que los cartesianos no vieron, porque buscaban el ser sobre un fondo de nada, y por­que, según Bergson para "vencer la inexistencia", necesita­ban lo necesario. El describe un ser preconstituido, siempre supuesto en el horizonte de nuestras reflexiones, siempre pre­sente para descargar la angustia y el vértigo cuando está a punto de nacer.

Verdaderamente es un problema saber por qué no pensó la historia desde dentro como hizo con la vida, por qué no em­prendió también en la historia la búsqueda de los actos simples e indivisos que, para cada período o cada acontecimiento, constituyen la disposición de los hechos parcelarios. Supo­niendo que todo período es todo lo que puede ser, un aconte­cimiento entero, todo en un acto, y que el prerromanticismo, por ejemplo, es una ilusión post-romántica, Bergson parece que declina de una vez para siempre esta historia de lo pro­fundo. Sin embargo Péguy había intentado describir la emergencia de un acontecimiento, cuando algunos comienzan y otros responden — y también la realización histórica, la res­puesta de una generación a lo que fue empezado por otra. Veía la esencia de la historia en la unión de los individuos y los tiempos que es difícil, puesto que el acto, la obra, el pasa­do son inaccesibles en su simplicidad a los que los ven desde fuera—, puesto que hacen falta años para hacer la historia de aquella revolución que se llevó a cabo en un día, porque un comentario infinito no agota esta página que se escribió en una hora. Las probabilidades de error, de desviación, de fracaso son enormes. Pero es la ley cruel de los que escriben, actúan, o viven públicamente — es decir de todos los espíritus encarnados—: tienen que esperar de los demás, o de los sucesores, otra realización de lo que hacen — otro y él mismo, dice profundamente Péguy, porque también son hombres, es decir: porque, en esta substitución, se convierten en los seme­jantes del iniciador. En esto hay, decía, una especie de escándalo, pero "escándalo justificado", y por consiguiente "misterio". El sentido se rehace con riesgo de deshacerse, es un sentido voluble, muy de acuerdo con la definición bergsoniana del sentido, que es "más que una cosa pensada un movimiento de pensamiento, más que, un movimiento de di­rección". En esta red de llamadas y respuestas, en la que el comienzo se metamorfosea y se realiza, hay una duración que no es de nadie y que es de todos, una "duración pública", el "ritmo y la velocidad propios del acontecimiento del mun­do" que serían, decía Péguy, el tema de una sociología ver­dadera. Con esto había probado pues que una intuición bergsoniana de la historia es posible.

Pero Bergson, que decía en 1915 que había conocido el "pensamiento esencial" de Péguy, no lo siguió en este punto. No hay en Bergson un valor "propio" de la "inscripción histórica", ni generaciones que llaman y generaciones que res­ponden: no hay más que una llamada heroica del individuo al individuo, una mística sin "cuerpo místico". No hay para él un único tejido en el que el bien y el mal se encuentran juntos; hay sociedades naturales atravesadas por las irrupciones de la mística. Durante los largos años en los que pre­para Deux Sources, no parece que se haya impregnado de historia como se había impregnado de vida, no encontró, trabajando sobre la historia, como había encontrado traba­jando sobre la vida, "potencias complementarias del entendimiento" en inteligencia con nuestra propia duración. Es demasiado optimista en lo que concierne al individuo y su poder de encontrar las fuentes, demasiado pesimista en lo que se refiere a la vida social, para admitir como definición de historia la de un "escándalo justificado". Y quizás este dejar atrás los opuestos se manifiesta en toda su doctrina: el hecho es que el Pensée et le Mouvant, poco más o menos en la época de Deux Sources, rectifica en el sentido de una delimitación total — no sin algunas "usurpaciones"—, las relaciones de implicación que la Introduction a la Métaphysique había establecido entre filosofía y ciencia, intuición e inteligencia, espíritu y materia. Si decididamente no existe para Bergson misterio de la historia, si no ve, como Péguy, que los hombres estén implicados unos en otros, si no es sen­sible a la presencia anunciadora de los símbolos alrededor nuestro y a los intercambios profundos de los que son vehícu­lo — si por ejemplo no descubre en los orígenes de la demo­cracia, más que su "esencia evangélica" y el cristianismo de Kant y de Rousseau—, su manera de cortar por lo sano ciertas posibilidades y de parar el sentido último de su obra, todo esto debe expresar una preferencia fundamental, forma parte de su filosofía, y debemos tratar de comprenderla.

Lo que en él se opone a cualquier filosofía de la mediación y de la historia, es un dato muy antiguo de su pensamiento, la certeza de un estado "semi-divino" en el que el hombre ignorara el vértigo y la angustia. La meditación de la historia ha desplazado esta convicción sin atenuarla. En tiempos de la Evolution Crétrice, la intuición filosófica del ser natural bastaba para reducir los falsos problemas de la nada. En Deux Sources, el "hombre divino" se ha hecho "inaccesible", pero Bergson continúa poniendo en perspectiva sobre él toda la historia humana. El contacto natural con el ser, la ale­gría, la serenidad —el quietismo—, continúan siendo esen­ciales en Bergson, sólo que se ven desplazados, de la expe­riencia de derecho generalizable del filósofo a la experiencia excepcional del místico, que, se abre sobre otra naturaleza, sobre otros posibles, que son ilimitados. Es el desdoblamiento de la naturaleza en una naturaleza naturante y una natura­leza naturada irreconciliadas que lleva a cabo en Deux Sources la distinción de Dios y de su acción sobre el mundo, distin­ción que sólo era virtual en las obras precedentes. Bergson no dice claramente Deus sive Natura pero si no lo dice es que Dios es otra naturaleza. En el momento que separa definitivamente la "causa trascendente" de su "delegación te­rrestre", la palabra naturaleza está todavía en su pluma. En Dios se concentra ahora todo lo que había de verdaderamente activo y creador en el mundo, que no es más que "decisión" o "cosa creada". Pero la relación del hombre con esta Sobre-naturaleza sigue siendo la relación directa que los libros anteriores descubrían entre la intuición y el ser na­tural. Existe el acto simple que ha hecho a la especie huma­na; existe la acción simple y simplificadora de Dios en la mística; pero no existe ningún acto simple que instaure el dominio de la historia y del mal. No es más que el vacío entre los dos. El hombre está formado de dos principios sim­ples, pero no por ello es doble. La historia, oscilando entre naturaleza naturada y naturaleza naturante, no tiene subs­tancia propia. No está maldita, el universo sigue siendo una "máquina de hacer dioses", y después de todo esto no es imposible, puesto que la naturaleza naturada se origina en la naturaleza naturante. Pero si un día la máquina de hacer dioses logra llevar a cabo lo que nunca ha podido hacer, será como si la creación parada se pusiera de nuevo en movimien­to. Nada anuncia esta Gran Primavera. No leemos en nin­guna parte, ni siquiera en clave, ningún signo que reúna nuestras dos naturalezas. El mal y el fracaso no tienen sen­tido. La creación no es un drama que va hacia un futuro. Es más bien un esfuerzo atascado, y la historia humana un ex­pediente para volver a poner en movimiento a la masa.



De ahí viene una filosofía religiosa extraordinaria, muy personal, y desde algunos puntos de vista pre-cristiana. La experiencia mística es lo que queda de la unidad primordial, que se ha roto cuando la cosa creada ha aparecido por "simple decisión" del esfuerzo creador. ¿Cómo franquear este muro de detrás de nosotros que es nuestro origen, cómo en­contrar de nuevo rastro del naturante? No será la inteligencia quien lo haga: no se puede rehacer la creación con lo creado. Incluso la prueba inmediata de nuestra duración no puede anular la fisión que es su origen, para unirse con el naturante mismo. Por esto es por lo que Bergson dice que la experiencia mística no tiene por qué preguntarse si el principio con el que nos pone en contacto es Dios o su dele­gación sobre la tierra. Ella experimenta la invasión consentida de un ser que "puede inmensamente más que ella". No digamos ni siquiera de un ser todopoderoso: la idea del todo, dice Bergson, es tan vacía como la de la nada y lo posible si­gue siendo para él la sombra de lo real. El Dios de Bergson es más que infinito inmenso, o mejor aún es un infinito cuali­tativo. Es el elemento de la alegría o el elemento del amor en el sentido que el agua y el fuego son elementos. Como los seres sensibles y los seres humanos, es una animación y no una esencia. Los atributos metafísicos, que parecen determinarlo, son, según Bergson, como todas las determinaciones, negaciones. Aunque se volvieran visibles, ningún hombre religioso reconocería en ellos al Dios a quien reza. El Dios de Bergson es un ser singular, como el universo, un inmenso esto, y Berg­son mantuvo incluso en teología su promesa de una filosofía hecha para el ser actual, y que no se aplica más que a él. Si entramos en la computación de lo imaginario, hay que reconocer, dice, que "el conjunto hubiera podido ser muy supe­rior de lo que es". Nadie hará que la muerte sea un compo­nente del mejor mundo posible. Pero no se trata sólo de que las soluciones de la teodicea clásica son falsas, sino que sus problemas no tienen sentido en el orden en que Bergson se coloca, y que es el de la contingencia radical. No se trata ahora del mundo concebido o de Dios concebido si no del mundo existente y de Dios existente, y lo que en nosotros conoce este orden está por encima de nuestras opiniones y de nuestros enunciados. Nadie conseguirá que los hombres no amen su vida, por muy miserable que sea. Este juicio vital pone la vida y a Dios al margen de las acusaciones así como de las justificaciones. Y si quisiéramos comprender cómo la naturaleza naturante ha podido producir una naturaleza naturada en la que no se realice plenamente, porque, por lo menos provisionalmente, el esfuerzo creador se ha parado, qué obstáculo ha encontrado y de qué manera un obstáculo podía ser insuperable para él, Bergson estaría de acuerdo en que su filosofía — menos en lo que se refiere a otros planetas en los que la vida se ha desarrollado mejor—, no responde a este género de preguntas pero es porque no tiene por qué ponerlas, puesto que no es una génesis del mundo — ni siquiera, como estuvo a punto de serlo, "integración y diferen­ciación" del ser—, sino la localización deliberadamente parcial, discontinua, casi empírica, de diferentes núcleos de ser.

Resumiendo, hay que dar la razón a Péguy cuando dice que esta filosofía "por primera vez... atrajo la atención sobre lo que tenía de propio el ser mismo y la articulación del presente". El ser naciente, del que no me separa ninguna repre­sentación, que contiene de antemano las imágenes que pode­mos captar de él, incluso discordantes e incomponibles, que está ante nosotros, más joven y más viejo que lo posible y lo necesario, y que una vez nacido, no podrá cesar nunca de haber sido, y continuará siendo en el fondo de los otros pre­sentes, se comprende que a principios de siglo los libros que redescubrían este ser olvidado y sus poderes fueran consi­derados como un renacimiento, una liberación de la filosofía, y su fuerza desde este punto de vista está intacta. Hubiera sido hermoso que la misma mirada de los orígenes se hubiera dirigido en seguida hacia las pasiones, los acontecimientos, las técnicas, el derecho, el lenguaje, la literatura, para en­contrar lo espiritual propio de cada uno de ellos, tomándolos como monumentos y profecías de un hombre hierático, claves de un espíritu interrogativo. Bergson creía en la constatación y en la invención, pero no creía en el pensamiento interroga­tivo. Pero incluso en esta restricción de su campo, es ejem­plar por su fidelidad a lo que ha visto. En las conversaciones religiosas de los últimos años, en los que su filosofía se en­contraba, a título de aportación experimental y de auxiliar benévolo, encuadrada en el conjunto tomista —como si no estuviera claro que algo esencial se pierde cuando se le añade algo—, lo que, por mi parte, me asombra es la tran­quilidad con la que Bergson, en el mismo momento en el que da al catolicismo un asentimiento personal y una adhesión moral, mantiene en filosofía su método. Después de haber conservado su línea en las disensiones, la mantuvo en las reconciliaciones finales. Su esfuerzo y su obra, que volvieron a poner a la filosofía en el presente e hicieron ver lo que puede ser hoy un acercamiento al ser, enseñan también como un hombre de antaño permanecía irreductible, que no hay que decir nada que no se pueda "mostrar", que hay que saber esperar — y hacer esperar, disgustar e incluso complacer, ser uno mismo, ser verdadero—, y que por lo demás entre los hombres esta firmeza no está maldita, puesto que, buscando lo verdadero, encontró además el bergsonismo. (*)











(1) Texto leído en la sesión de homenaje a Bergson que cerraba el Congreso Bergson (17-20 mayo de 1959), publicado por el Bulletin de la Société Françoise de Philosophie. 

 (*) Fuente: Signos, Barcelona, Edit. SEIX BARRAL, 1964.




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