Hommage à Henri Bergson
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M. Merleau-Ponty
Hay más de una paradoja en la fortuna del bergsonismo. Este filósofo de la libertad, decía Péguy en 1913, tuvo contra él al partido radical y a la Universidad; este enemigo de Kant tuvo contra él al partido de Acción Francesa; este amigo del espíritu tuvo contra él al partido devoto; además de sus enemigos naturales estuvieron contra él los enemigos de sus enemigos. En estos años en los que parece existir una predilección por gente irregular como Péguy y Georges Sorel, se podría casi describir a Bergson como un filósofo maldito, si se olvidara que en las mismas fechas y desde hacía trece años era seguido por un auditorio unánime en el Colegio de Francia, que desde hacía doce años era miembro de una Universidad, y que pronto lo sería de la Academia.
La generación a la que pertenezco no ha conocido más que al segundo Bergson, ya retirado de la enseñanza y casi silencioso durante la larga preparación de las Deux Sources, considerado por el catolicismo más ya como una luz que como un peligro, el Bergson que los profesores racionalistas enseñaban ya en sus clases. Entre nuestros predecesores, que él había formado, aunque no existiera jamás una escuela bergsoniana, gozó de un crédito inmenso. Hay que esperar hasta el período reciente para ver aparecer un post-bergsonismo sombrío, exclusivista, como si no se rindiera un homenaje mejor a Bergson admitiendo que pertenece a todos...
¿Cómo pudo convertirse en un autor casi canónico, él que había revolucionado la filosofía
y las letras? ¿Fue él quien cambió? Veremos que no ha cambiado demasiado. ¿O,
quizás cambió a su público, lo convirtió a su propia osadía? La verdad es que
hay dos bergsonismos, el de la audacia, cuando la filosofía de Bergson luchaba,
y bien, según dice Péguy, y el de después de la victoria, persuadido de
antemano de todo aquello que Bergson tardó mucho tiempo en encontrar, ya
pertrechado de conceptos, mientras que Bergson formuló él mismo los suyos. Si se las identifica con la causa vaga del espiritualismo
o de alguna otra entidad, las intuiciones bergsonianas pierden su mordiente, se
generalizan, se minimizan. Este no es más que un bergsonismo retrospectivo o
del exterior. Encontró su fórmula cuando el Padre Sertillanges escribió que la
Iglesia ya no pondría hoy a Bergson en el índice, no porque se retracte de su juicio
de 1913, sino porque ahora sabe cómo debía acabar la obra... Bergson no esperó a
saber a donde conducía su camino para tomarlo, o, mejor todavía, para hacerlo. No esperó el Deux Sources para permitirse Matière
et Mémoire y la Evolution Créatrice. Aunque el Deux Sources corrigiera las obras condenadas, no tendría sentido sin ellas, no
sería célebre sin ellas. Hay que tomarlo o dejarlo. No se puede tener la verdad
sin riesgo. Ya no hay filosofía posible si se miran primero las conclusiones;
el filósofo no busca los atajos, anda todo su camino. El bergsonismo
establecido deforma a Bergson. Bergson inquietaba, aquél tranquiliza. Bergson era una
conquista, el bergsonismo defiende, justifica a Bergson. Bergson era un contacto con las cosas, el bergsonismo es un conjunto de opiniones
recibidas. Las conciliaciones, las celebraciones, no tendrían que hacernos
olvidar el camino que Bergson, solo, trazó y del cual nunca renegó, esta manera
directa, sobria, inmediata, insólita, de rehacer la filosofía, de buscar lo profundo
en la apariencia y lo absoluto más allá de nuestros ojos, en fin, con los
mejores modos, el espíritu de descubrimiento que es la fuente primera del
bergsonismo.
Acababa su
curso de 1911 con estas palabras que recogió la revista Les Etudes: "Si el sabio, el artista, el filósofo se aferran a la conquista
de la fama, es porque les falta la seguridad absoluta de haber creado algo
duradero. Dadles esta seguridad, y veréis en seguida que hacen muy poco caso
del ruido que rodea su nombre." A fin de cuentas lo único que deseó es
haber escrito libros que vivieran. Por lo tanto no podemos dar testimonio de
esto más que diciendo de qué manera está presente en nuestro trabajo, en qué
páginas de su obra, según nuestras preferencias y parcialidades, creemos, como
su auditorio de 1900, sentirlo en "contacto con la cosa."
Es filósofo
en primer lugar por su manera de volver a descubrir toda la filosofía como sin
saberlo, examinando uno de los principios de mecánica de los que se servía sin rigor Spencer. Entonces es
cuando se da cuenta de que no nos acercamos al tiempo apretándole, como con
unas pinzas, entre los mojones de la medida, que por el contrario es necesario,
para tener una idea de él, dejarle que se haga libremente, acompañar el
nacimiento continuo que le hace siempre nuevo, y precisamente por esto, siempre
el mismo.
Su mirada
de filósofo ha encontrado en esto otra cosa y más de lo que buscaba. Pues si el
tiempo es esto, no hay nada que yo pueda ver desde fuera. Desde fuera no
tendría más que su huella, no asistiría a su empuje generador. El tiempo soy
yo, soy la duración que yo capto, hay en mí la duración que se capta a sí
misma. Y desde este momento estamos en lo absoluto. Extraño saber absoluto,
puesto que no conocemos todos nuestros recuerdos, ni tampoco toda la densidad
de nuestro presente, y que mi contacto conmigo mismo es "coincidencia
parcial", según una frase que Bergson empleará a menudo y que, a decir verdad, presenta
un problema. En todo caso, cuando se trata de mí, porque es parcial es
por lo que el contacto es absoluto, porque me tomo en mi duración la conozco
como persona, y porque me desborda tengo de ella una experiencia que no se
puede concebir ni más estrecha ni más próxima. El saber absoluto no es volar
sobre las cosas, es inherencia. Es una gran novedad en 1889, que por lo demás
tiene porvenir, dar como principio a la filosofía, no un pienso y sus
pensamientos inmanentes, sino un Ser-uno mismo cuya cohesión es también
desgarramiento.
Puesto que
en esto coincido con una no-coincidencia, la experiencia es susceptible de
extenderse más allá del ser-particular que soy. La intuición de mi duración es
el aprendizaje de una manera general de ver, el principio de una
especie de "reducción" bergsoniana que vuelve a considerar todas las
cosas sub specie durationis, y lo que llamamos sujeto, lo que llamamos
objeto, e incluso lo que llamamos espacio: porque se ve dibujarse ya un espacio
de lo interior, que es el mundo por el que Aquiles anda. Hay seres, estructuras,
como la melodía (Bergson dice: organizaciones) que no son nada más que una
cierta manera de durar. La duración no es sólo cambio, devenir, movilidad, es
el ser en el sentido vivo y activo de la palabra. No se coloca el tiempo en el
lugar del ser, se le comprende como ser naciente, y hay que abordar ahora todo
el ser desde el punto de vista del tiempo.
Se vio muy
bien todo esto cuando apareció Matière et Mémoire, o por lo menos
se debería haber visto. Pero el libro sorprendió, pareció oscuro; todavía hoy
es el menos leído de los grandes libros de Bergson. Es en él sin embargo donde se ensanchan de una manera
decisiva el campo de la duración y la práctica de la intuición. Olvidando, como
ya dijo, su anterior libro, siguiendo para ella otra línea de hechos, tomando
contacto con el compuesto de alma y cuerpo, Bergson se veía
conducido de nuevo a la duración, pero ésta recibía en la nueva aproximación
nuevas dimensiones, y reprochar a Bergson lo que llamamos un desliz de sentido y que no es más
que la misma investigación. Sería ignorar una ley de una filosofía que no
pretende ser sistemática, sino llegar a la reflexión plena, y que quiere
hacer hablar al ser. Desde ahora la duración es el medio en el que el alma y el
cuerpo encuentran su articulación porque el presente y el cuerpo, el pasado y
el espíritu, diferentes en naturaleza, se infiltran sin embargo el uno dentro
del otro. La intuición no es ya de ninguna manera simple coincidencia o fusión:
se extiende a "límites", como la percepción pura y la memoria pura, y
también a lo que hay entre las dos, a un ser que, según Bergson, se abre hacia el
presente y hacia el espacio en la medida en que apunta a un porvenir y dispone
de un pasado. Existe una vida, Maurice Blondel diría después una "hibridación" de
las intuiciones, una "doble expansión" hacia la materia y hacia la
memoria. La intuición ve juntarse los opuestos tomándoles en su diferencia
extrema.
Se
deformaría mucho a Bergson por ejemplo minimizando la sorprendente descripción
del ser percibido en Matière et Mémoire. El no dice en absoluto que las cosas sean imágenes
en un sentido restrictivo, de lo "psíquico" o de las almas, dice que
su plenitud bajo mi mirada es tal que es como si mi visión se hiciera en ellas
y no en mí, como si ser vistas no fuera para ellas más que una degradación de
su ser eminente, como si ser "representadas" — aparecer en la
"cámara oscura" del sujeto, dice Bergson —, lejos de
ser su definición resultara de su profusión natural. Nunca se había
establecido todavía este circuito entre el ser y yo, que hace que el ser sea
"para mí" espectador pero que a su vez el espectador sea "para
el ser". Jamás se había descrito así el ser bruto del mundo percibido. Al
desvelarlo después de la duración naciente, Bergson encuentra
de nuevo en el corazón del hombre un sentido presocrático y
"prehumano" del mundo.
Durée et Simultanéité, que es, según Bergson repite a menudo, un libro de filosofía, se instalará más
resueltamente todavía en el mundo percibido. Hoy como hace treinta años algunos
físicos reprochan a Bergson que introduzca al observador en la física
relativista, para la cual el tiempo no es relativo, dicen, más que a los
instrumentos de medida o al sistema referencial. Pero lo que Bergson quiere
mostrar, es precisamente que no hay simultaneidad entre las cosas en sí, que,
por muy cercanas que se encuentren, cada una es en sí. Únicamente las cosas
percibidas pueden participar en la misma línea de presente, y a la inversa, en
cuanto hay percepción, hay en seguida y sin ninguna medida, simultaneidad de
simple vista, no sólo entre dos acontecimientos del mismo campo, sino también
entre todos los campos perceptivos, todos los observadores, todas las duraciones.
Si se tomara a todos los observadores a la vez, y no como son vistos por uno de
ellos, sino como son para sí mismos y en el absoluto de sus vidas, estas
duraciones solitarias, al no poder ya ser aplicadas una sobre la otra, medidas
una por otra, dejarían de presentar desplazamientos y por tanto de fragmentar
el universo del tiempo. Así pues esta restitución de todas las duraciones
juntas, que no es posible en su fuente interna, puesto que cada uno de nosotros
no coincide más que con la suya, se hace, decía Bergson, cuando los sujetos
encarnados se perciben entre sí, cuando sus campos perceptivos se recortan y
se envuelven, cuando se ven el uno al otro percibiendo el mismo mundo. La
percepción pone en su orden propio una duración universal, y las fórmulas que
permiten pasar de un sistema de referencia a otro son, como toda la física,
objetivaciones secundarias que no pueden decidir sobre lo que tiene sentido en
nuestra experiencia de sujetos encarnados, ni del ser integral. Era esbozar una
filosofía que hiciera reposar lo universal sobre el misterio de la percepción y
se propusiera, como Bergson dijo, no volar sobre ella sino hundirse en ella.
La
percepción es en Bergson el conjunto de "aquellas potencias
complementarias del entendimiento", las únicas que son a la medida del
ser, y que al abrirnos hacia él, "se perciben a sí mismas trabajando en
las operaciones de la naturaleza". Si sólo sabemos percibir la vida, habrá
que aceptar que el ser de la vida es del mismo tipo que esos seres simples e
indivisos de los que las cosas ante nuestros ojos, más viejas que todo lo
fabricado, nos ofrecen el modelo, y la operación de la vida se nos aparecerá
como una especie de percepción. Cuando se constata que con largos preparativos
monta un aparato visual sobre una línea de evolución, y a veces el mismo aparato sobre líneas de evolución divergentes, se cree
ver un gesto único, como el de mi mano para conmigo, detrás de los detalles
convergentes, y la "marcha hacia la visión" en las especies se hace
depender del acto total de visión tal como lo había descrito Matière et Mémoire. Bergson se refiere a ello expresamente. El es quien baja
más o menos a los organismos. Esto no quiere decir que el mundo de la vida sea
una representación humana, ni tampoco que la percepción humana sea producto
cósmico: esto quiere decir que la percepción originaria que encontramos en
nosotros mismos y la que se transparenta en la evolución como su principio
interior, se entrelazan, se comen terreno o se envuelven una con otra. Ya
encontremos en nosotros mismos la apertura al mundo, ya captemos la vida desde
el interior, siempre hay la misma tensión entre una duración y otra duración
que la rodea por fuera.
Se ve pues
con toda claridad en el Bergson de 1907 la intuición de las intuiciones, la
intuición central, y ésta está muy lejos de ser, como se ha dicho injustamente,
"un no sé qué", un hecho de genialidad incontrolable. La fuente en la
que bebe y en la que toma el sentido de su filosofía, ¿por qué no ha de ser
simplemente la articulación de su paisaje interior, la manera de encontrar con
su mirada las cosas o la vida, su vivida relación consigo mismo, la naturaleza
y los vivos, su contacto con el ser en nosotros y fuera de nosotros? Y, para
esta intuición inagotable, ¿no es el mundo visible y existente, tal como lo
describía Matière et Mémoire, la mejor "imagen mediadora"?
Incluso
cuando pase a la trascendencia por arriba, nunca creerá Bergson poder
llegar a ella más que por una especie de "percepción". La vida que,
por encima de nosotros, resuelve siempre los problemas diferentemente de como
los hubiéramos resuelto nosotros, se parece menos a un espíritu de hombre que a
esta visión inminente o eminente que Bergson entreveía en las cosas. El ser percibido es
aquel ser espontáneo o natural que los cartesianos no vieron, porque buscaban
el ser sobre un fondo de nada, y porque, según Bergson para
"vencer la inexistencia", necesitaban lo necesario. El describe un
ser preconstituido, siempre supuesto en el horizonte de nuestras reflexiones,
siempre presente para descargar la angustia y el vértigo cuando está a punto
de nacer.
Verdaderamente
es un problema saber por qué no pensó la historia desde dentro como hizo con la
vida, por qué no emprendió también en la historia la búsqueda de los actos simples e indivisos que, para cada período o cada acontecimiento,
constituyen la disposición de los hechos parcelarios. Suponiendo que todo
período es todo lo que puede ser, un acontecimiento entero, todo en un acto, y
que el prerromanticismo, por ejemplo, es una ilusión post-romántica, Bergson
parece que declina de una vez para siempre esta historia de lo profundo. Sin
embargo Péguy había intentado describir la emergencia de un acontecimiento,
cuando algunos comienzan y otros responden — y también la realización
histórica, la respuesta de una generación a lo que fue empezado por otra. Veía
la esencia de la historia en la unión de los individuos y los tiempos que es
difícil, puesto que el acto, la obra, el pasado son inaccesibles en su
simplicidad a los que los ven desde fuera—, puesto que hacen falta años para
hacer la historia de aquella revolución que se llevó a cabo en un día, porque
un comentario infinito no agota esta página que se escribió en una hora. Las
probabilidades de error, de desviación, de fracaso son enormes. Pero es la ley
cruel de los que escriben, actúan, o viven públicamente — es decir de
todos los espíritus encarnados—: tienen que esperar de los demás, o de los
sucesores, otra realización de lo que hacen — otro y él mismo, dice
profundamente Péguy, porque también son hombres, es decir: porque, en esta
substitución, se convierten en los semejantes del iniciador. En esto hay,
decía, una especie de escándalo, pero "escándalo justificado", y por
consiguiente "misterio". El sentido se rehace con riesgo de
deshacerse, es un sentido voluble, muy de acuerdo con la definición bergsoniana
del sentido, que es "más que una cosa pensada un movimiento de
pensamiento, más que, un movimiento de dirección". En esta red de
llamadas y respuestas, en la que el comienzo se metamorfosea y se realiza, hay
una duración que no es de nadie y que es de todos, una "duración
pública", el "ritmo y la velocidad propios del acontecimiento del mundo"
que serían, decía Péguy, el tema de una sociología verdadera. Con esto había
probado pues que una intuición bergsoniana de la historia es posible.
Pero
Bergson, que decía en 1915 que había conocido el "pensamiento
esencial" de Péguy, no lo siguió en este punto. No hay en Bergson un valor
"propio" de la "inscripción histórica", ni generaciones
que llaman y generaciones que responden: no hay más que una llamada heroica
del individuo al individuo, una mística sin "cuerpo místico". No hay
para él un único tejido en el que el bien y el mal se encuentran juntos; hay
sociedades naturales atravesadas por las irrupciones de la
mística. Durante los largos años en los que prepara Deux Sources, no
parece que se haya impregnado de historia como se había impregnado de vida, no
encontró, trabajando sobre la historia, como había encontrado trabajando sobre
la vida, "potencias complementarias del entendimiento" en
inteligencia con nuestra propia duración. Es demasiado optimista en lo que
concierne al individuo y su poder de encontrar las fuentes, demasiado pesimista
en lo que se refiere a la vida social, para admitir como definición de historia
la de un "escándalo justificado". Y quizás este dejar atrás los
opuestos se manifiesta en toda su doctrina: el hecho es que el Pensée et le
Mouvant, poco más o menos en la época de Deux Sources, rectifica en
el sentido de una delimitación total — no sin algunas
"usurpaciones"—, las relaciones de implicación que la Introduction
a la Métaphysique había establecido entre filosofía y ciencia,
intuición e inteligencia, espíritu y materia. Si decididamente no existe para
Bergson misterio de la historia, si no ve, como Péguy, que los hombres estén
implicados unos en otros, si no es sensible a la presencia anunciadora de los
símbolos alrededor nuestro y a los intercambios profundos de los que son vehículo
— si por ejemplo no descubre en los orígenes de la democracia, más que su
"esencia evangélica" y el cristianismo de Kant y de Rousseau—, su
manera de cortar por lo sano ciertas posibilidades y de parar el sentido último
de su obra, todo esto debe expresar una preferencia fundamental, forma parte de
su filosofía, y debemos tratar de comprenderla.
Lo que en él
se opone a cualquier filosofía de la mediación y de la historia, es un dato muy
antiguo de su pensamiento, la certeza de un estado "semi-divino" en
el que el hombre ignorara el vértigo y la angustia. La meditación de la
historia ha desplazado esta convicción sin atenuarla. En tiempos de la Evolution
Crétrice, la intuición filosófica del ser natural bastaba para reducir los
falsos problemas de la nada. En Deux Sources, el "hombre
divino" se ha hecho "inaccesible", pero Bergson continúa
poniendo en perspectiva sobre él toda la historia humana. El contacto natural
con el ser, la alegría, la serenidad —el quietismo—, continúan siendo esenciales
en Bergson, sólo que se ven desplazados, de la experiencia de derecho
generalizable del filósofo a la experiencia excepcional del místico, que, se
abre sobre otra naturaleza, sobre otros posibles, que son ilimitados. Es el
desdoblamiento de la naturaleza en una naturaleza naturante y una naturaleza
naturada irreconciliadas que lleva a cabo en Deux Sources la distinción de Dios y de su acción sobre el
mundo, distinción que sólo era virtual en las obras precedentes. Bergson no
dice claramente Deus sive Natura pero si no lo dice es que Dios es otra
naturaleza. En el momento que separa definitivamente la "causa trascendente"
de su "delegación terrestre", la palabra naturaleza está todavía en
su pluma. En Dios se concentra ahora todo lo que había de verdaderamente
activo y creador en el mundo, que no es más que "decisión" o
"cosa creada". Pero la relación del hombre con esta Sobre-naturaleza
sigue siendo la relación directa que los libros anteriores descubrían entre la
intuición y el ser natural. Existe el acto simple que ha hecho a la especie
humana; existe la acción simple y simplificadora de Dios en la mística; pero
no existe ningún acto simple que instaure el dominio de la historia y del mal.
No es más que el vacío entre los dos. El hombre está formado de dos principios
simples, pero no por ello es doble. La historia, oscilando entre naturaleza
naturada y naturaleza naturante, no tiene substancia propia. No está maldita,
el universo sigue siendo una "máquina de hacer dioses", y después de
todo esto no es imposible, puesto que la naturaleza naturada se origina en la
naturaleza naturante. Pero si un día la máquina de hacer dioses logra llevar a
cabo lo que nunca ha podido hacer, será como si la creación parada se pusiera
de nuevo en movimiento. Nada anuncia esta Gran Primavera. No leemos en ninguna
parte, ni siquiera en clave, ningún signo que reúna nuestras dos naturalezas.
El mal y el fracaso no tienen sentido. La creación no es un drama que va hacia
un futuro. Es más bien un esfuerzo atascado, y la historia humana un expediente
para volver a poner en movimiento a la masa.
De ahí
viene una filosofía religiosa extraordinaria, muy personal, y desde algunos
puntos de vista pre-cristiana. La experiencia mística es lo que queda de la
unidad primordial, que se ha roto cuando la cosa creada ha aparecido por
"simple decisión" del esfuerzo creador. ¿Cómo franquear este muro de
detrás de nosotros que es nuestro origen, cómo encontrar de nuevo rastro del
naturante? No será la inteligencia quien lo haga: no se puede rehacer la creación
con lo creado. Incluso la prueba inmediata de nuestra duración no puede anular
la fisión que es su origen, para unirse con el naturante mismo. Por esto es por
lo que Bergson dice que la experiencia mística no tiene por qué preguntarse si
el principio con el que nos pone en contacto es Dios o su delegación sobre la
tierra. Ella experimenta la invasión consentida de un
ser que "puede inmensamente más que ella". No digamos ni siquiera de
un ser todopoderoso: la idea del todo, dice Bergson, es tan vacía como la de la
nada y lo posible sigue siendo para él la sombra de lo real. El Dios de
Bergson es más que infinito inmenso, o mejor aún es un infinito cualitativo.
Es el elemento de la alegría o el elemento del amor en el sentido que el agua y
el fuego son elementos. Como los seres sensibles y los seres humanos, es una
animación y no una esencia. Los atributos metafísicos, que parecen
determinarlo, son, según Bergson, como todas las determinaciones, negaciones.
Aunque se volvieran visibles, ningún hombre religioso reconocería en ellos al
Dios a quien reza. El Dios de Bergson es un ser singular, como el universo, un
inmenso esto, y Bergson mantuvo incluso en teología su promesa de una
filosofía hecha para el ser actual, y que no se aplica más que a él. Si entramos
en la computación de lo imaginario, hay que reconocer, dice, que "el
conjunto hubiera podido ser muy superior de lo que es". Nadie hará que la
muerte sea un componente del mejor mundo posible. Pero no se trata sólo de que
las soluciones de la teodicea clásica son falsas, sino que sus problemas no
tienen sentido en el orden en que Bergson se coloca, y que es el de la
contingencia radical. No se trata ahora del mundo concebido o de Dios concebido
si no del mundo existente y de Dios existente, y lo que en nosotros conoce este
orden está por encima de nuestras opiniones y de nuestros enunciados. Nadie
conseguirá que los hombres no amen su vida, por muy miserable que sea. Este
juicio vital pone la vida y a Dios al margen de las acusaciones así como de las
justificaciones. Y si quisiéramos comprender cómo la naturaleza naturante ha
podido producir una naturaleza naturada en la que no se realice plenamente,
porque, por lo menos provisionalmente, el esfuerzo creador se ha parado, qué
obstáculo ha encontrado y de qué manera un obstáculo podía ser insuperable para
él, Bergson estaría de acuerdo en que su filosofía — menos en lo que se refiere
a otros planetas en los que la vida se ha desarrollado mejor—, no responde a
este género de preguntas pero es porque no tiene por qué ponerlas, puesto que
no es una génesis del mundo — ni siquiera, como estuvo a punto de serlo,
"integración y diferenciación" del ser—, sino la localización
deliberadamente parcial, discontinua, casi empírica, de diferentes núcleos de
ser.
Resumiendo,
hay que dar la razón a Péguy cuando dice que esta filosofía "por primera
vez... atrajo la atención sobre lo que tenía de propio el ser mismo y la
articulación del presente".
El ser naciente, del que no me separa ninguna representación, que contiene de
antemano las imágenes que podemos captar de él, incluso discordantes e
incomponibles, que está ante nosotros, más joven y más viejo que lo posible y
lo necesario, y que una vez nacido, no podrá cesar nunca de haber sido, y
continuará siendo en el fondo de los otros presentes, se comprende que a
principios de siglo los libros que redescubrían este ser olvidado y sus poderes
fueran considerados como un renacimiento, una liberación de la filosofía, y su
fuerza desde este punto de vista está intacta. Hubiera sido hermoso que la
misma mirada de los orígenes se hubiera dirigido en seguida hacia las pasiones,
los acontecimientos, las técnicas, el derecho, el lenguaje, la literatura, para
encontrar lo espiritual propio de cada uno de ellos, tomándolos como
monumentos y profecías de un hombre hierático, claves de un espíritu
interrogativo. Bergson creía en la constatación y en la invención, pero no
creía en el pensamiento interrogativo. Pero incluso en esta restricción de su
campo, es ejemplar por su fidelidad a lo que ha visto. En las conversaciones
religiosas de los últimos años, en los que su filosofía se encontraba, a
título de aportación experimental y de auxiliar benévolo, encuadrada en el
conjunto tomista —como si no estuviera claro que algo esencial se pierde cuando
se le añade algo—, lo que, por mi parte, me asombra es la tranquilidad con la
que Bergson, en el mismo momento en el que da al catolicismo un asentimiento
personal y una adhesión moral, mantiene en filosofía su método. Después de
haber conservado su línea en las disensiones, la mantuvo en las
reconciliaciones finales. Su esfuerzo y su obra, que volvieron a poner a la
filosofía en el presente e hicieron ver lo que puede ser hoy un acercamiento al
ser, enseñan también como un hombre de antaño permanecía irreductible, que no
hay que decir nada que no se pueda "mostrar", que hay que saber
esperar — y hacer esperar, disgustar e incluso complacer, ser uno mismo, ser
verdadero—, y que por lo demás entre los hombres esta firmeza no está maldita,
puesto que, buscando lo verdadero, encontró además el bergsonismo. (*)
(1) Texto leído en la sesión de homenaje a Bergson que cerraba el Congreso Bergson (17-20 mayo de 1959),
publicado por el Bulletin de la
Société Françoise de Philosophie.
(*) Fuente: Signos, Barcelona, Edit. SEIX BARRAL, 1964.
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