lunes, 17 de octubre de 2011

Merleau-Ponty: Causeries 1948: "Exploration du monde perçu: l'espace"



Merleau-Ponty: Causeries 1948: "Exploration du monde perçu: l'espace"
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"Exploration of the Perceived World: Space" (English Subtitles)
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"Exploración del mundo
percibido: el espacio"






2. Exploración del mundo
percibido: el espacio


A menudo se observó que el pensamiento y el ar­te modernos son difíciles: es más difícil compren­der y apreciar a Picasso que a Poussin o a Chardin, a Giraudoux o a Malraux que a Marivaux o a Stendhal. Y en ocasiones se ha inferido de esto (como el señor Benda en La France byzantine)(1) que los escritores modernos eran bizantinos, difí­ciles solamente porque no tenían nada que decir y reemplazaban el arte por la sutileza. No existe juicio más ciego que ése. El pensamiento moder­no es difícil, hace diametralmente lo contrario del sentido común porque tiene la preocupación por la verdad y la experiencia ya no le permite, hones­tamente, atenerse a ciertas ideas claras o sencillas a las que el sentido común está vinculado porque le dan tranquilidad.

De este oscurecimiento de las nociones más sencillas, de esta revisión de los conceptos clásicos que persigue el pensamiento moderno en nombre de la experiencia, querría encontrar hoy un ejem­plo en la idea que en primer lugar parece la más clara de todas: la idea de espacio. La ciencia clásica está fundada en una distinción clara del espa­cio y el mundo físico. El espacio es el medio ho­mogéneo donde las cosas están distribuidas según tres dimensiones, y donde conservan su identidad a despecho de todos los cambios de lugar. Hay muchos casos en los que, por haber desplazado un objeto, se ve que sus propiedades cambian -como, por ejemplo, el peso, si se transporta el objeto del polo al ecuador, o incluso la forma, si el aumento de la temperatura deforma el sólido-. Pero justa­mente tales cambios de propiedades no son imputables al propio desplazamiento, ya que el espacio es el mismo en el polo y en el ecuador; son las condiciones físicas de temperatura las que varían aquí y allá; el campo de la geometría sigue siendo rigurosamente distinto del de la física, la forma y el contenido del mundo no se mezclan. Las propiedades geométricas del objeto seguirían siendo las mismas en el curso de su desplazamiento, de no ser por las condiciones físicas variables a las que se ve sometido. Tal era el presupuesto de la ciencia clásica. Todo cambia cuando, con las geo­metrías llamadas no euclidianas, se llega a conce­bir el espacio como una curvatura propia, una al­teración de las cosas por el solo hecho de su desplazamiento, una heterogeneidad de las partes del espacio y de sus dimensiones que dejan de ser sustituibles una por otra y afectan a los cuerpos que en él se desplazan con ciertos cambios. En vez de un mundo donde la parte de lo idéntico y la del cambio están estrictamente delimitadas y re­feridas a principios diferentes, tenemos un mundo donde los objetos no podrían encontrarse consigo mismos en una identidad absoluta, donde forma y contenido están como embrollados y mezclados y que, finalmente, ha dejado de ofrecer esa armadu­ra rígida que le suministraba el espacio homogé­neo de Euclides. Se vuelve imposible distinguir ri­gurosamente el espacio y las cosas en el espacio, la mera idea del espacio y el espectáculo concreto que nos dan nuestros sentidos.

Pero las investigaciones de la pintura moderna concuerdan curiosamente con las de la ciencia. La enseñanza clásica distingue el dibujo  y el co­lor: (a) se dibuja el esquema espacial del objeto, luego se lo llena de colores. Cézanne, por el con­trario, dice: "a medida que se pinta, se dibuja"(2) -queriendo decir que ni en el mundo percibido ni sobre el cuadro (b) que lo expresa, el contorno y la forma del objeto no son estrictamente distin­tos de la cesación o la alteración de los colores, de la modulación coloreada que debe contenerlo todo: forma, color propio, fisonomía del objeto relación con los objetos vecinos-. Cézanne quiere engendrar el contorno y la forma de los objetos como la naturaleza los engendra bajo nuestra mirada: mediante la disposición de los colores. Y de ahí proviene que la manzana que pinta, estudiada con una paciencia infinita en su textura coloreada, termina por hincharse, por es­tallar fuera de los límites que le impondría el jui­cioso dibujo.

En este esfuerzo por recuperar el mundo tal y como lo captamos en la experiencia vivida, todas las precauciones del arte clásico vuelan en pedazos. La enseñanza clásica de la pintura está basa­da en la perspectiva, es decir, que el pintor, en presencia por ejemplo de un paisaje, decide no poner sobre su tela más que una representación totalmente convencional de lo que ve. Ve el árbol a su lado, luego fija su mirada más lejos, sobre la ruta; luego, finalmente, la dirige al horizonte, y, según el punto que fije, las dimensiones aparen­tes de los otros objetos son continuamente modi­ficadas. En su tela, se las arreglará para no hacer figurar más que un acuerdo entre esas diversas vi­siones, se esforzará por encontrar un común denominador a todas esas percepciones atribuyen­do a cada objeto no el tamaño y los colores y el aspecto que presenta cuando el pintor lo mira si­no un tamaño y un aspecto convencional, los que se ofrecerían a una mirada dirigida sobre la línea del horizonte en cierto punto de fuga hacia el cual se orientan en adelante todas las líneas del paisaje que corren del pintor hacia el horizonte. En consecuencia, los paisajes así pintados tienen el aspecto apacible, decente, respetuoso que les viene del hecho de que están dominados por una mirada fijada en el infinito. Están a distancia, el espectador no está comprometido con ellos, es­tán en buena compañía, (c) y la mirada se desliza con facilidad sobre un paisaje sin asperezas que nada opone a su facilidad soberana. Pero no es así como el mundo se presenta a nosotros en el contacto con él que nos da la percepción. A cada mo­mento, mientras nuestra mirada viaja a través del panorama, estamos sometidos a cierto punto de vista, y esas instantáneas sucesivas, para una parte determinada del paisaje, no son superponibles. El pintor sólo logró dominar esa serie de visiones y extraer un solo paisaje eterno a condición de in­terrumpir el modo natural de visión: a menudo cierra un ojo, mide con su lápiz el tamaño apa­rente de un detalle, el que modifica con ese procedimiento, y, sometiéndolos a todos a esa visión analítica, construye así sobre su tela una repre­sentación del paisaje que no corresponde a nin­guna de las visiones libres, domina su desarrollo agitado, pero al mismo tiempo suprime su vibra­ción y su vida. Si muchos pintores, desde Cézan­ne, se negaron a someterse a la ley de la perspec­tiva geométrica, es porque querían volver a adueñarse de él y ofrecer el propio nacimiento del paisaje bajo nuestra mirada, porque no se con­tentaban con un informe analítico y querían al­canzar el propio estilo de la experiencia perceptiva. Las diferentes partes de su cuadro, pues, son vistas desde diferentes puntos de vista, que dan al espectador desatento la impresión de "errores de perspectiva"; pero a quienes miran atentamente dan la sensación de un mundo donde dos objetos jamás son vistos simultáneamente, donde, entre las partes del espacio, siempre se interpone la du­ración necesaria para llevar nuestra mirada de una a otra, donde el ser, por consiguiente, no está dado, sino que aparece o se transparenta a través del tiempo.

Por lo tanto, el espacio no es ya ese medio de las cosas simultáneas que podría dominar un ob­servador absoluto igualmente cercano a todas ellas, sin punto de vista, sin cuerpo, sin situación espacial, en suma, pura inteligencia. El espacio de la pintura moderna, decía hace poco Jean Paulhan, es el "espacio sensible al corazón",(3) donde también nosotros estamos situados, cerca­no a nosotros, orgánicamente ligado a nosotros. "Es posible que en un tiempo consagrado a la medida técnica, y como devorado por la canti­dad, agregaba Paulhan, el pintor cubista celebre a su manera, en un espacio acordado no tanto a nuestra inteligencia como a nuestro corazón, al­guna sorda boda y reconciliación del mundo con el hombre."(4) (*)

Tras la ciencia y la pintura, también la filosofía y sobre todo la psicología parecen percatarse de que nuestras relaciones con el espacio no son las de un puro sujeto desencarnado con un objeto le­jano, sino las de un habitante del espacio con su medio familiar. Ya sea, por ejemplo, comprender esa famosa ilusión óptica ya estudiada por Malebranche y que hace que la Luna, al levantarse, cuando aún está en el horizonte, nos parezca mu­cho más grande que cuando llega al cenit. (5) Aquí, Malebranche suponía que la percepción humana, por una suerte de razonamiento, sobrestima el ta­maño del astro. En efecto, si lo miramos a través de un tubo de cartón o una caja de fósforos, la ilusión desaparece. Por lo tanto se debe a que, al salir, la luna se presenta a nosotros más allá de los campos, los muros, los árboles, y esa gran canti­dad de objetos interpuestos nos hace sensible su gran distancia, de donde inferimos que, para con­servar el tamaño aparente que tiene, al estar sin embargo tan alejada, es preciso que la luna sea muy grande. Aquí, el sujeto que percibe sería comparable al sabio que juzga, estima, infiere, y el tamaño percibido en realidad sería figurado. No es así como la mayoría de los psicólogos de hoy comprenden la ilusión de la luna en el hori­zonte. Han descubierto mediante experiencias sistemáticas que es una propiedad general de nues­tro campo de percepción el hecho de implicar una notable constancia de los tamaños aparentes en el plano horizontal, mientras que, por el con­trario, disminuyen muy rápido con la distancia en un plano vertical, y eso sin duda porque el plano horizontal, para nosotros, seres terrestres, es aquel donde se realizan los desplazamientos vita­les, donde se da nuestra actividad. Así, lo que Malebranche interpretaba por la actividad de una pura inteligencia, los psicólogos de esta escuela lo refieren a una propiedad natural de nuestro campo de percepción, de nosotros, seres encarnados y obligados a moverse sobre la tierra. Tanto en psi­cología como en geometría, la idea de un espacio homogéneo ofrecido por completo a una inteli­gencia incorpórea es reemplazada por la de un espacio heterogéneo, con direcciones privilegia­das, que se encuentran en relación con nuestras particularidades corporales y nuestra situación de seres arrojados al mundo. Tropezamos aquí por primera vez con esa idea de que el hombre no es un espíritu y un cuerpo, sino un espíritu con un cuerpo, y que sólo accede a la verdad de las cosas porque su cuerpo está como plantado en ellas. La próxima conversación nos mostrará que esto no sólo es cierto con respecto al espacio, y que, en general, todo ser exterior sólo nos es accesible a través de nuestro cuerpo, y revestido de atributos humanos que también hacen de él una mezcla de espíritu y cuerpo.






(1) J. Benda, La France byzantine ou le Triomphe de la littérature pure, Mallarmé, Gide, Valéry, Alain, Giraudoux, Suarès, les surréalistes, essai d'une psychologie originelle du littérateur, París, Gallimard, 1945; reed. en París, UGE, col. "10/18", 1970.

(a) Según la grabación: "La enseñanza clásica, en pintura, distingue el dibujo y el color [...]".
(2) Émile Bernard, Souvenirs sur Paul Cézanne, París, Á la rénovation esthétique, 1921, p. 39; retomado en: Joachim Gasquet, Cézanne, París, Bernheim-Jeune, 1926; reed. en Grenoble, Cynara, 1988, p. 204.
(3) En la grabación: "en el cuadro".
(c) Según la grabación: "están, se podría decir, en buena compañía".
(3) "La pintura moderna o el espacio sensible al corazón", en La Table ronde, núm. 2, feb. de 1948, p. 280; "el espacio sensible al corazón", la expresión es retomada en ese artículo reformado para La Peinture cubiste [1953], París, Galhmard, col. "Folio essais", 1990, p. 174.
(4) La Table ronde, ob. cit, p. 280.
(*)Todas las citas que aparecen en estas conversaciones han sido traducidas para la presente edición [N. del T.].
(5) Malebranche, De la recherche de la vérité, 1,1, cap. 7, § 5, ed. por G. Lewis, París, Vrin, tomo 1, 1945, pp. 39-40; en Œuvres complètes, París, Gallimard, col. "La Pléiade", 1979, tomo i, pp. 70-71.


* Texto de: El mundo de la percepción: siete conferencias. Buenos Aires: Fondo de Cultura, Económica de Argentina, 2003. Trad. de Víctor Goldstein


















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