El hombre y la adversidad (1)
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M. Merleau-Ponty |
Es
completamente imposible resumir en una hora los progresos de la investigación
filosófica concerniente al hombre desde hace cincuenta años. Aunque pudiésemos
suponer esta competencia infinita en una única cabeza, la discordancia de los
autores de los que hay que hablar nos pararía. Es como una ley de la cultura
que consiste en no progresar nunca a no ser oblicuamente, ya que cada idea
nueva se convierte, después del que la ha instituido, en otra cosa diferente
de la que era en él. Un hombre no puede recibir una herencia de ideas sin
transformarlas por el mismo hecho de conocerlas, sin inyectarles su manera de
ser propia, y siempre diferente. Una volubilidad infatigable mueve las ideas a
medida que nacen, como una "necesidad de expresividad" jamás satisfecho,
dicen los lingüistas, transforma las lenguas en el mismo momento en que
creemos que tocan a su fin, y logra asegurar, entre los que la hablan, una
comunidad sin ningún equívoco aparente. ¿Cómo nos atreveríamos a llamarlas
ideas adquiridas, si, incluso cuando son recibidas universalmente, es siempre convirtiéndose
en diferentes de lo que eran?
Por lo
demás una lista de los conocimientos adquiridos no bastaría. Incluso si
reuniéramos todas las "verdades" del medio siglo, quedaría por hacer:
restituir su afinidad secreta, despertar la experiencia personal e
interpersonal a la que responden, y la lógica de las situaciones a
propósito de las cuales se definen. La obra válida o grande no es nunca un
efecto de la vida; sino que siempre es una respuesta a sus
acontecimientos particulares o a sus estructuras más generales. Libre de decir
sí o no, y también de motivar y circunscribir diversamente su asentimiento y
su negativa, el escritor sin embargo no puede librarse de verse sometido a la
necesidad de elegir su vida en un determinado paisaje histórico, en un cierto
estado de problemas que excluye determinadas soluciones, aunque no imponga
ninguna, y que da a Gide, a Proust, a Valéry, por muy diferentes que puedan ser, la innegable
cualidad de contemporáneos. El movimiento de las ideas no logra descubrir
verdades más que respondiendo a alguna pulsación de la vida interindividual y
todo cambio en el conocimiento del hombre tiene relación con una nueva manera,
en él, de ejercer su existencia. Si el hombre es el ser que no se contenta con
coincidir consigo mismo, como las cosas, sino que se representa a sí mismo, se
ve, se imagina, se da símbolos de sí mismo, rigurosos o fantásticos, está claro
que a su vez todos los cambios en la representación del hombre traducen un
cambio del hombre mismo. Tendríamos pues que evocar aquí la historia completa
de este medio siglo, con sus proyectos, sus decepciones, sus guerras, sus
revoluciones, sus audacias, sus pánicos, sus inventos, sus desfallecimientos.
No nos queda más remedio que declinar esta inmensa tarea. Sin embargo, esta
transformación del conocimiento del hombre que no podemos determinar con un
método riguroso, a partir de las obras, de las ideas y de la historia, se
sedimentó en nosotros, es nuestra substancia, tenemos un sentimiento vivo y
total de ella cuando tenemos en cuenta los escritos y los hechos de principio
de siglo. Lo que podemos tratar de hacer es descubrir en nosotros, bajo dos
aspectos o tres, escogidos, las modificaciones de la situación humana. Harían
falta explicaciones y comentarios infinitos, disipar mil malentendidos, reducir
a uno dos sistemas de conceptos muy diferentes, para establecer una relación
objetiva entre la filosofía de Husserl y la obra de Faulkner. Y sin embargo se
comunican en nosotros, lectores. Desde el punto de vista del tercer testimonio,
los mismos que se creen adversarios, como por ejemplo Ingres y Delacroix, se
reconcilian porque responden a una única situación de la cultura. Somos los
mismos hombres los que hemos vivido como problema nuestro el desarrollo del
comunismo, la guerra, que hemos leído a Gide, Valéry, Proust, Husserl, Heidegger
y Freud. Cualesquiera que hayan sido nuestras respuestas, debe haber un medio
de circunscribir unas zonas sensibles de nuestra experiencia y de formular,
sino ideas sobre el hombre que para todos sean comunes, por lo menos una nueva
experiencia de nuestra condición.
Hechas
estas salvedades, proponemos que se admita que nuestro siglo se distingue por
una asociación completamente nueva del "materialismo" y del
"espiritualismo", del pesimismo y del optimismo, o mas bien por la
superación de estas antítesis. Nuestros contemporáneos piensan a la vez y sin dificultad que la vida humana es la reivindicación de un orden
original, y que este orden no podría durar ni siquiera existir verdaderamente
más que con ciertas condiciones muy precisas y muy concretas que pueden faltar
en un momento dado, ya que ningún arreglo natural de las cosas y del mundo las
predestina a hacer posible la vida humana. Ya había en 1900, filósofos y sabios
que ponían ciertas condiciones biológicas y materiales para la existencia de una
humanidad. Pero eran "materialistas" en el sentido que la palabra
tenía a finales del siglo pasado. Hacían de la humanidad un episodio de la
evolución, de las civilizaciones un caso particular de la adaptación, e incluso
resolvían la vida en sus componentes físicos y químicos. Para ellos la
perspectiva propiamente humana en el mundo era un fenómeno que se daba por
añadidura y los que veían la contingencia de la humanidad trataban normalmente
los valores, las instituciones, las obras de arte, las palabras como un sistema
de signos que a fin de cuentas remitían a los deseos y necesidades elementales
de todos los organismos. También había autores "espiritualistas",
que suponían en la humanidad otras fuerzas motrices diferentes de éstas; pero,
cuando no las hacían derivar de una fuente sobrenatural, las relacionaban con
una naturaleza humana que garantizaba su incondicionada eficacidad. La naturaleza
humana tenía por atributos la verdad y la justicia, como otras especies se
caracterizaban por la aleta o las plumas. La época estaba llena de estos
absolutos y de estas nociones separadas. Existía el absoluto del Estado, a
través de todos los acontecimientos, y se consideraba deshonrado a un Estado
que no pagara a sus deudores, incluso cuando estaba en plena revolución. El
valor de una moneda era absoluto y a nadie se le ocurría tratarla como un
simple auxiliar del funcionamiento económico y social. También había un
modelo-oro de la moral: la familia, el matrimonio eran el bien, incluso cuando
daba lugar a la rebelión y al odio. Las "cosas del espíritu" eran
nobles en sí, aunque los libros no tradujeran, como tantas otras obras de 1900,
más que tristes ensueños. Había los valores y además las realidades, el
espíritu y además el cuerpo, lo interior y lo exterior. ¿Y si el orden de los
hechos invadiera el de los valores, si nos diésemos cuenta de que las
dicotomías no pueden mantenerse más acá de un cierto punto de miseria y de
peligro? Los que hoy vuelven a coger el nombre de humanismo, no sostienen el humanismo
desvergonzado de nuestros antecesores. Lo propio de nuestro tiempo es
quizás disociar el humanismo y la
idea de una humanidad de pleno derecho, y no solamente conciliar, más aún:
tener como algo inseparable la conciencia de los valores humanos y la de las
infraestructuras que los llevan en la existencia.
Nuestro
siglo ha borrado la línea divisoria del "cuerpo" y del
"espíritu", y ve la vida humana como espiritual y corporal a la vez,
siempre apoyada en el cuerpo, siempre interesada incluso en sus costumbres más
carnales, a las relaciones entre las personas. Para muchos pensadores, a finales
del XIX, el cuerpo, era un trozo de materia, un haz de mecanismos. El XX ha
restaurado y profundizado la noción de la carne, es decir del cuerpo animado.
Sería
interesante seguir por ejemplo en el sicoanálisis el paso de una concepción del
cuerpo que era inicialmente, en Freud, la de los médicos del XIX, a la noción
moderna del cuerpo vivido. ¿Qué era el sicoanálisis al empezar sino la
continuación de las filosofías mecanicistas del cuerpo? Todavía hoy hay quien
lo comprende así. El sistema freudiano explica las conductas más complejas y
elaboradas del hombre adulto por el instinto y particularmente el instinto sexual—
por las condiciones fisiológicas—, por una composición de fuerzas que está
fuera del alcance de nuestra conciencia o que se ha realizado de una vez para
siempre en la infancia antes de la edad del control racional y de la relación
propiamente humana con la cultura y con los demás. Esto era quizás lo que
parecían decir los primeros trabajos de Freud, para el lector poco atento. Pero
a medida que el sicoanálisis, en Freud y en sus sucesores, rectifica estas nociones
iniciales de acuerdo con la experiencia clínica, vemos aparecer una noción nueva
del cuerpo que venía dada por las nociones anteriores.
Es falso
decir que Freud quiso apoyar todo el desarrollo humano en el desarrollo
instintivo, más exactos seríamos diciendo que su obra revoluciona, desde el
principio, la noción de instinto y disuelve los criterios por los cuales creían
hasta el poder circunscribirla. Si la palabra instinto quiere decir algo, es un
dispositivo interior del organismo, que asegura, con un mínimo de
ejercicio, determinadas respuestas que se adaptan a determinadas situaciones
características de la especie. Así pues, lo más significativo del freudismo es
demostrar que no hay, en este sentido, instinto sexual en el hombre, que el
niño "perverso polimorfo" no establece, siempre que lo haga, una
actividad sexual llamada normal más que al final de una historia individual
difícil. El poder de amar, inseguro de sus medios tanto como de sus fines, marcha a través de una serie de
cercos que se aproximan a la forma canónica del amor, se adelanta y retrocede,
se repite y se supera, sin que jamás podamos pretender que el amor sexual
normal sea algo diferente de lo que es, el lazo que une el hijo a los padres,
tan poderoso para empezar y también para retrasar esta historia, no es en sí
del orden instintivo. Para Freud es un lazo espiritual. El niño no ama a sus
padres porque tenga la misma sangre que ellos, sino porque sabe que ha salido
de ellos o porque les ve vueltos hacia él, por esto se identifica con ellos, se
concibe a su imagen y semejanza, y los concibe a ellos a su imagen. La realidad
sicológica última es para Freud el sistema de atracciones y de tensiones que
une el niño a sus padres, luego, a través de ellas, a todos los demás, y en el
que prueba sucesivamente diferentes posiciones, la última de las cuales
será su actitud adulta.
No es sólo
el objeto amoroso el que escapa a cualquier definición a base del instinto,
sino también la misma manera de amar. Ya sabemos que el amor adulto, sostenido
por una ternura que concede crédito, que no exige a cada momento nuevas pruebas
de entrega absoluta, y que toma al otro como es, a su distancia y en su
autonomía, es adquirido para el sicoanálisis sobre una base de "amor"
infantil que lo exige todo en cada momento y que es responsable de todo lo que
pueda quedar de devorador y de imposible en todo amor. Y aunque el paso a lo
genital es necesario para esta transformación, no es nunca suficiente para
garantizarlo. Freud describe ya en el niño una relación con los demás que se
realiza por el intermediario de las regiones y de las funciones de su cuerpo
menos capaces de discriminación y de acción articulada: la boca, que no sabe
más que mamar o morder, los aparatos esfintéreos que no pueden más que retener
o dar. Y estos modos primordiales de la relación con los demás pueden continuar
siendo los que predominen en la vida genital del adulto. Entonces la relación
con los demás se ve presa en el callejón sin salida de lo absoluto immediato,
oscilando entre una exigencia inhumana, un egoísmo absoluto, y una entrega
devorante que destruye al mismo sujeto. Así la sexualidad y más generalmente
la corporeidad que Freud considera como la base de nuestra existencia es poder
de asalto en primer lugar absoluto y universal: no es sexual más que en sentido
de que reacciona de entrada frente a las diferencias visibles del cuerpo y del
papel materno y paterno; la fisiología y el instinto se ven envueltos en una
exigencia central de
posesión absoluta que no puede ser el hecho de un trozo de materia, que es del
orden de lo que normalmente llamamos conciencia.
Además no
estamos acertados al hablar aquí de conciencia, puesto que de nuevo tenemos en
cuenta la dicotomía de alma y cuerpo, en el mismo momento en que el
freudianismo está discutiéndola, transformando así al mismo tiempo nuestra
idea de alma y de cuerpo. "Los hechos síquicos tienen un sentido",
escribía Freud en una de sus primeras obras. Esto quería decir que ninguna
conducta es, en el hombre, el simple resultado de algún mecanismo corporal, que
no hay, en el comportamiento, un centro espiritual y una periferia de
automatismo, y que todos nuestros gestos participan a su manera en esta única
actividad de explicitación y de significado que somos nosotros mismos. Por lo
menos tanto como en reducir las superestructuras a infraestructuras instintivas,
Freud se esfuerza en demostrar que no hay nada "inferior" ni
"bajo" en la vida humana. No podemos estar pues más lejos de una
explicación "por lo bajo". Tanto como explicar la conducta adulta
por una fatalidad heredada de la infancia, Freud demuestra que hay en la
infancia una vida adulta prematura, y por ejemplo en las conductas
esfintéreas del niño una primera elección de sus relaciones de generosidad o
de avaricia con los demás. Tanto como explicar la sicología por el cuerpo,
muestra la significación sicológica del cuerpo, su lógica latente o secreta. No
podemos pues hablar del sexo sólo como aparato localizable, ni del cuerpo sólo
como masa de materia, como si fuera una causa última. Ni causa ni simple
instrumento o medio, son el vehículo, el punto de apoyo, el volante de nuestra
vida. Ninguna de las nociones que la filosofía había elaborado — causa, efecto,
medio, fin, materia, forma —, basta para pensar las relaciones entre el cuerpo
y la vida total, su conexión con la vida personal o la conexión de la vida
personal con él. El cuerpo es enigmático: es parte del mundo sin duda, pero que
se ofrece de una manera extraña, como su hábitat, a un deseo absoluto de
acercarse a los demás y de reunirse con ellos en su cuerpo también, animado y
animador, figura natural del espíritu. Con el sicoanálisis el espíritu pasa
dentro del cuerpo y el cuerpo dentro del espíritu.
Estas
indagaciones no pueden dejar de revolucionar al mismo tiempo que nuestra idea
del cuerpo, la que nos hacemos de su partenaire, el espíritu. Hay que confesar
sin embargo que todavía está por extraer todo lo que la experiencia psicoanalítica contiene, y que los sicoanalistas, empezando por Freud,
se contentaron con un andamiaje de nociones poco satisfactorias. Para dar
cuenta de esta ósmosis entre la vida anónima del cuerpo y la vida oficial de la
persona, que es el gran descubrimiento de Freud, era necesario introducir algo
entre el organismo y nosotros mismos como continuación de actos deliberados,
de conocimientos expresos. Fue el inconsciente de Freud. Basta con
seguir las transformaciones de esta noción-Proteo en la obra de Freud, la
diversidad de sus empleos, las contradicciones a las que lleva, para asegurar
que no se trata de una noción madura y que queda todavía por formular
correctamente, como ya Freud lo deja entender en sus Ensayos de
Sicoanálisis, lo que él entreveía bajo esta designación provisional. El
inconsciente evoca a primera vista el lugar de una dinámica de las impulsiones
de la que nos sería dado sólo el resultado. Y sin embargo el inconsciente no
puede ser un proceso "en tercera persona", puesto que es él quien
escoge aquello nuestro que será admitido en la existencia oficial, quien evita
los pensamientos o las situaciones a las que resistimos por todo lo que no es
un no-saber, sino más bien un saber no-reconocido, informulado, que no
queremos asumir. Con un lenguaje aproximado, Freud está a punto de descubrir lo
que otros han denominado mejor percepción ambigüa. Trabajando en ese
sentido encontraremos un estado civil para esta conciencia que roza sus
objetos, los elude en el momento en que va a ponerlos, los tiene en cuenta,
como el ciego de los obstáculos, antes que reconocerlos, que no quiere saber,
los ignora sabiéndolos, los sabe ignorándolos, y que subtiende a nuestros actos
y nuestros conocimientos intencionadamente.
Ocurra lo
que ocurra con las formulaciones filosóficas, no hay ninguna duda de que Freud
se dio cada vez más cuenta de la función espiritual del cuerpo y de la
encarnación del espíritu. En la madurez de su obra habla de la relación
"sexual-agresiva" con los demás como del postulado fundamental de
nuestra vida. Como la agresión no apunta a una cosa sino a una persona, el
entrelazamiento de lo sexual y de lo agresivo significa que la sexualidad
tiene, por así decirlo, un interior, está forrada, en toda su extensión, de una
relación de persona a persona, que lo sexual es nuestro modo de actuar carnal,
puesto que somos carne, de vivir la relación con los demás. Puesto que la
sexualidad es relación con otro, y no sólo con otro cuerpo, va a tejer entre el
otro y yo el sistema circular de las proyecciones y de las introyecciones, encender la serie indefinida de los reflejos reflejantes y de los
reflejos reflejados que me convierten en el otro y nacen que el otro sea yo
mismo.
Esta es la
idea del individuo encarnado y, por la encarnación, entregado a sí mismo, pero
también al otro, incomparable y despojado sin embargo de su secreto congenital
y confrontado con sus semejantes, que el freudianismo acaba por proponernos.
En el mismo momento en que lo hacía, los escritores, sin que se pueda hablar de
influencia, expresaban a su manera la misma experiencia.
Así es como
hay que comprender el erotismo de los escritores de este medio siglo.
Cuando comparamos desde este punto de vista la obra de Proust o la de
Gide con las obras de la generación literaria precedente el contraste es
sorprendente: Proust y Gide entroncan desde el primer momento con la
tradición sadista y stendhaliana de una expresión directa del cuerpo, pasando
por alto la generación de escritores de 1900. Con Proust, con Gide, comienza una relación incansable y
detallada del cuerpo; se le constata, lo consultan, le escuchan como a una
persona, espían las intermitencias de su deseo y, como dicen, de su fervor. Con
Proust se
convierte en el guardián del pasado, y es él quien, a pesar de las
alteraciones que hacen que se reconozca difícilmente, mantiene de vez en cuando
una relación substancial entre nosotros y nuestro pasado. Proust describe en
los dos casos inversos de la muerte y del despertar, puntos de unión del espíritu
y del cuerpo, de qué manera, sobre la dispersión del cuerpo dormido, nuestros
gestos en el despertar traen consigo una significación de ultratumba, y de qué
manera por el contrario la significación se deshace en los espasmos de la
agonía. Analiza con la misma emoción a los cuadros de Elstir y a la lechera que
vio en una estación rural, porque en los dos sitios hay la misma extraña
experiencia, la de la expresión, el momento en que el color y la carne
se ponen a hablar a los ojos y al cuerpo. Al nombrar Gide, pocos meses antes de
su muerte, lo que ha amado en la vida, cita juntos tranquilamente la Biblia y
el placer.
En ellos
aparece también, por una consecuencia inevitable, la obsesión de los demás.
Cuando el hombre jura ser universalmente, la preocupación por sí mismo y la
preocupación por los demás no se distinguen para él: es una
persona entre las personas, y los demás son otros yo mismo. Pero si, por el
contrario, reconoce lo que hay de único en la encarnación vivida interiormente,
los demás se le aparecen necesariamente bajo la forma del tormento, del deseo, o, por lo menos, de la
inquietud. Llamado por su encarnación a comparecer ante una mirada extraña y a
justificarse, encerrado por otra parte por la misma encarnación en su situación
propia, capaz de sentir la falta y la necesidad de los demás, pero incapaz de
encontrar su tranquilidad en el otro, se ve apresado en el vaivén del ser para
sí y del ser para otro que es lo que da un sabor trágico al amor en Proust, y
lo que de más sobrecogedor tiene quizás el Diario de Gide.
Se
encuentran admirables fórmulas de las mismas paradojas en el escritor menos
capaz de estar a gusto en el poco-más-o-menos de la expresión freudiana, es
decir en Valéry. Y es que el gusto por el rigor y la conciencia de lo fortuito
son en él la cara y cruz de una misma moneda. De otra forma no hubiera hablado
tan bien del cuerpo, como de un ser con dos caras, responsable de muchas
absurdidades, pero también de nuestras más seguras realizaciones. "El
artista pone su cuerpo, retrocede, coloca y quita algo, se comporta con todo su
ser como si fuera un ojo y se convierte completamente en un órgano que se
ajusta, se deforma, busca el punto, el único que pertenece a la obra profundamente
buscada — que no es siempre la que se busca"2.
Y, también en Valéry, la conciencia del cuerpo es inevitablemente obsesión por
los demás. "Nadie podría pensar libremente si sus ojos no pudieran
abandonar otros ojos que les miraran. Desde el momento en que las miradas se
cruzan, ya no somos completamente dos y es difícil permanecer solo. Este
intercambio, la palabra es muy justa, realiza en un tiempo muy pequeño una
transposición, una metátesis: un cruce de dos "destinos", de dos
puntos de vista. Esto produce una especie de recíproca limitación simultánea.
Tú tomas mi imagen, mi apariencia, yo tomo la tuya. Tú no eres yo, puesto que
me ves y yo no me veo. Lo que me falta es este yo que tú ves. Y lo que te falta
a ti es este tú que yo veo. Y cuanto más avancemos en este conocimiento
recíproco, cuanto más nos reflexionemos, tanto más diferentes seremos..."3.
A medida
que nos acercamos al medio siglo, es cada vez más claro que la encarnación y
los demás son el laberinto de la reflexión y de la sensibilidad — de una
especie de reflexión sensible — en los contemporáneos. Incluso aquel pasaje famoso
de la Condición humana en el que un personaje pregunta a su
vez: si es verdad que estoy sellado a mí mismo, y que hay una diferencia
absoluta para mí entre los demás, que oigo con mis oídos, y yo mismo, el
"monstruo incomparable", que me oigo por mi garganta, ¿quién podrá
ser jamás aceptado por los demás como se acepta a sí mismo, más allá de las
cosas dichas o hechas, de los méritos, o los desméritos, más allá incluso de
los crímenes? Pero Malraux, como Sartre, ha leído a Freud, y piensen lo que piensen de él,
aprendieron a conocerse con su ayuda, y por esto es por lo que, como intentamos
fijar algunos rasgos de nuestro tiempo, nos ha parecido más significativo
indicar antes de ellos una experiencia del cuerpo que es su punto de partida
porque se había preparado en sus predecesores.
Es otro de
los caracteres de la investigación de este medio siglo el admitir una relación
extraña entre la conciencia y su lenguaje, como entre la conciencia y su
cuerpo. El lenguaje común cree que puede hacer corresponder a cada palabra o
signo una cosa o una significación que pueda ser y ser concebida sin ningún
signo. Pero hace mucho tiempo que en la literatura el lenguaje común ha sido
rechazado. Por muy divergentes que hayan sido, las empresas de Mallarmé y de Rimbaud tenían en
común el librar el lenguaje del control de las "evidencias" y que se
fiaban de él para inventar y conquistar relaciones de sentido nuevas. El lenguaje
dejaba de ser pues para el escritor (si es que alguna vez lo fue) un simple
instrumento o medio para comunicar intenciones que se daban por otra parte.
Desde este momento forma cuerpo con el escritor, son uno mismo. El lenguaje no
es ya el servidor de los significados, es el acto mismo de significar y el
hombre que habla o el escritor no tiene porque gobernarlo voluntariamente, como
tampoco el hombre vivo tiene porque premeditar el detalle o los medios de sus
gestos. Desde este momento no hay otra manera de comprender el lenguaje más que
la de instalarse en él y ejercerlo. El escritor, como profesional del
lenguaje, es un profesional de la inseguridad. Su operación expresiva vuelve a
lanzarse de obra en obra, porque cada una de ellas es, como se ha dicho de las
del pintor, un escalón construido por él mismo sobre el cual se instala para
construir con el mismo riesgo otro escalón, y lo que llamamos la obra es
la continuación de estos ensayos, siempre interrumpida, sea por el final de la
vida o por el agotamiento del poder de hablar. El escritor tiene que habérselas
siempre con un lenguaje del que no es dueño, y, que sin embargo, no puede nada
sin él, que tiene sus caprichos, sus
gracias, pero las merece siempre a causa del trabajo del escritor. Las
distinciones entre fondo y forma, sentido y sonido, concepción y ejecución se
han confundido ahora, como antes se habían confundido los límites del cuerpo y
del espíritu. Pasando del lenguaje "como significación" al lenguaje
puro, la literatura, al mismo tiempo que la pintura, se libera de la semejanza
con las cosas, y del ideal de una obra de arte terminada. Como ya decía
Baudelaire, hay obras terminadas de las que no se puede decir que hayan sido
hechas jamás, y obras inacabadas que dicen lo que querían decir. Lo propio de
la expresión es ser siempre aproximada solamente.
Este pathos
del lenguaje, es común a escritores que se detestan entre sí, pero cuyo
parentesco desde este momento está sellado. En sus comienzos, el surrealismo
parecía una rebelión contra el lenguaje, contra todo sentido, y contra la misma
literatura. La verdad es que, después de algunas fórmulas dudosas pronto
rectificadas, Breton se propuso no destruir el lenguaje en provecho del
no-sentido, sino restaurar un determinado uso profundo y radical de la palabra
de la que todos los textos llamados "automáticos" están muy lejos de
dar, como él mismo reconoce, un ejemplo satisfactorio4.
Como M. Blanchot recuerda, Breton contesta a la famosa encuesta ¿Por qué
escribe Ud.? describiendo una tarea o vocación de la palabra que se
pronuncia en el escritor desde siempre y que le consagra a enunciar, a dar
nombre a lo que nunca ha sido nombrado. Y acaba diciendo5
que escribir en ese sentido — es decir en el sentido de manifestar o revelar —
no ha sido nunca más que una ocupación vana y frívola. La polémica contra las
facultades críticas o los controles conscientes no estaba hecha para dar la palabra
al azar o al caos, quería conducir al lenguaje y la literatura a toda la
extensión de su tarea, liberándoles de las pequeñas fabricaciones del talento,
de las recetas del mundo literario. Había que remontarse a aquel punto de inocencia,
de juventud y de unidad en el que el hombre que habla no es todavía el hombre
de letras o el hombre político o el hombre de bien, a aquel "punto
sublime" del que Breton habla en otras partes, en el que la literatura, la
vida, la moral y la política son equivalentes y se sustituyen unas a las otras,
porque realmente cada uno de nosotros es el mismo hombre que ama o que odia, que lee o que escribe, que acepta o
rehusa el destino político. Ahora que el surrealismo, al deslizarse hacia el
pasado, se ha deshecho de sus puntos de vista estrechos — al mismo tiempo que
su hermosa virulencia— no podemos ya definirle por sus negativas de los
comienzos; para nosotros es una de estas llamadas a la palabra espontánea que
nuestro siglo pronuncia de decenio en decenio.
Al mismo
tiempo, se mezcla con ellos en nuestro recuerdo y constituye con ellos una de
las constantes de nuestro tiempo. Valéry, que al principio gustaba a los
surrealistas, y a quien
condenaron luego, está muy cerca, por debajo de su figura de académico, de su
experiencia del lenguaje. No se ha insistido lo bastante en que, lo que él
opone, a la literatura de significado no es, como se puede creer
leyéndole aprisa, una literatura de simple ejercicio, fundada en convencionalismos
de lenguaje, tanto más eficaces cuanto más complicados y al fin y al cabo más
absurdos sean. Lo que para él constituye la esencia del lenguaje poético (a
veces llega a decir: la esencia de cualquier lenguaje
literario), es que no se borra delante de lo que nos comunica, es que en él el
sentido necesita las mismas palabras y no otras, que han servido para
comunicarlo, es que una obra no se puede resumir, sino que para volverla a
encontrar hay que volver a leerla, es que la idea viene dada por las palabras,
no en razón de los significados lexicales que se le asignan en el lenguaje
común, sino en razón de relaciones de sentido más carnales, a causa de los
halos de significado que deben a su historia y a su uso, a causa de la vida que llevan en nosotros y que nosotros llevamos en
ellas, y que desemboca de vez en cuando en estas casualidades llenas de sentido
que son los libros. A su manera Valéry pide de la misma adecuación del
lenguaje a su sentido total que motiva el uso surrealista del lenguaje.
Unos y
otros tenían en cuenta lo que Francis Ponge debía denominar "el espesor
semántico" y Sartre el "humus significante" del lenguaje, es
decir el poder, propio del lenguaje, de significar, como gesto, acento, voz,
modulación de existencia más allá de lo que significa parte por parte según
los convencionalismos en vigor. No hay mucha distancia de esto a lo que Claudel
llamaba el "bocado inteligible" de la palabra. E incluso en las
definiciones contemporáneas de la prosa se encuentra el mismo sentimiento del
lenguaje. También para Malraux, aprender a escribir, es "aprender a hablar con su propia voz"6. Y Jean Prévost
revela en Stendhal, que creía escribir "como el Código civil", un
estilo en el sentido estricto de la palabra, es decir una nueva y personalísima
ordenación de las palabras, de las formas, de los elementos del relato, un
nuevo régimen de correspondencia entre los signos, un imperceptible
retorcimiento, propio de Stendhal, de todo el aderezo del lenguaje, sistema
continuado durante años de ejercicio y de vida, convertido en Stendhal mismo,
que le permite improvisar al final, y del que no se puede decir que sea un
sistema de pensamiento, puesto que Stendhal se daba tan poca cuenta de ello,
sino más bien sistema de palabra.
El lenguaje
es pues este aparato singular que nos da, como el cuerpo, más de lo que hemos
puesto en él, sea que nos enteramos de nuestro pensamiento hablando, o que escuchemos
a los demás. Pues cuando escucho o leo, las palabras no vienen siempre a
conectar en mí con significados ya presentes. Tienen el poder extraordinario
de sacarme de mis pensamientos, practican en mi universo privado fisuras por
donde otros pensamientos irrumpen. "Por lo menos en este instante
yo he sido tú", dice muy bien Jean Paulhan. Como mi cuerpo, que sin embargo no es
más que un pedazo de materia, se unifica en gestos que van más allá de él, así
también las palabras del lenguaje, que, consideradas una por una, no son más
que signos inertes a los que no corresponde más que una idea vaga o banal, se
cargan de pronto de un sentido que desborda en los demás cuando el acto de
hablar les unifica en un todo único. El espíritu ya no se encuentra apartado,
germina en las lindes de los gestos, en las lindes de las palabras, como por
generación espontánea.
Estos
cambios de nuestra concepción del hombre no encontrarían un eco tan importante
en nosotros si no se juntaran con una experiencia en la que participamos
todos, cultos o incultos, y que contribuye más que otra cualquiera a formarnos:
me refiero a la de las relaciones políticas y de la historia. Nos parece que
nuestros contemporáneos, desde hace treinta años, viven desde este punto de
vista una aventura mucho más peligrosa, pero análoga a la que nos ha parecido
encontrar en el orden anodino de nuestras relaciones con la literatura o de
nuestras relaciones con el cuerpo. La misma ambigüedad que hace entrar, en el
análisis, la noción del espíritu en la del cuerpo o del lenguaje, ha invadido ostensiblemente
nuestra vida política. En esto, como en lo otro, es cada vez más difícil
distinguir lo que es violencia y lo que es idea, lo que es poder y lo que es
valor, con la circunstancia agravante de que la confusión aquí corre el peligro
de desembocar en la convulsión y el caos.
Hemos
crecido en un tiempo en el que, oficialmente,
la política mundial era jurídica. Lo que desacreditó definitivamente
a la política jurídica fue ver conceder a dos de los vencedores de 1918 a una
Alemania de nuevo poderosa, lo que había rehusado a la Alemania de Weimar.
Menos de seis meses más tarde, se apoderaba también de Praga. Y así la
demostración era completa: la política jurídica de los vencedores era la
máscara de su preponderancia, la reivindicación de la "igualdad de los
derechos" entre los vencidos era el de una preponderancia alemana que no
tardaría en llegar. Continuaba permaneciendo en las relaciones de fuerza y en
la lucha a muerte, cada concesión era una debilidad, cada ganancia una etapa
hacia nuevas ganancias. Pero lo importante es que la decadencia de la política
jurídica no trajo consigo, entre nuestros contemporáneos, un retorno puro y
simple a la política de fuerza o de eficacia. Lo importante es que el cinismo y
también la hipocresía política están desacreditados, que la opinión sigue
siendo asombrosamente sensible en este punto, que los gobiernos, hasta estos
últimos meses iban con mucho cuidado a no chocar con ella, y que todavía hoy no
hay ninguna que declare abiertamente que cree en la fuerza desnuda, o que
efectivamente lo haga.
Y es que a
decir verdad se puede decir que, durante el período que siguió inmediatamente
a la guerra, no hubo
política mundial. Las fuerzas no se enfrentaban. Se habían dejado muchas
cuestiones por resolver, pero, precisamente por esta razón, había unas "no
man's land", unas zonas neutras, unos regímenes provisionales o de
transición. Europa, completamente desarmada, vivió algunos años sin
conflictos. Sabemos que, desde hace algunos años, las cosas han cambiado de
aspecto; de un lado a otro del mundo, zonas que eran neutrales entre las dos
potencias rivales han cesado de serlo; han aparecido ejércitos en un "no
man's land"; las ayudas económicas se convierten en ayuda militar. Sin
embargo nos parece importante que esta vuelta a la política de fuerza en ningún
sitio se da sin protestas. Se podrá objetar que es muy fácil ocultar la
violencia bajo unas declaraciones de paz, y que esto no es más que propaganda.
Pero, observando la conducta de las potencias, llegamos a preguntarnos si no se trata de algo más que de simples pretextos. Puede ser que los
gobiernos crean en su propaganda; que en la confusión de nuestro presente, ni
ellos mismos sepan lo que es verdadero y lo que es falso, porque en un cierto
sentido todo lo que dicen conjuntamente es verdad. Es posible que cada política
sea, a la vez y realmente, belicosa y pacífica.
Aquí
tendríamos que someter a análisis toda una serie de prácticas curiosas que
parecen generalizarse extraordinariamente en la política actual. Por ejemplo
las prácticas gemelas de la depuración y de la cripto-política, o
política de las quintas columnas. La receta viene dada por Maquiavelo, pero
sólo de pasada, y hoy es cuando, en todas partes, tienden a convertirse en
institucionales. Todo esto supone, pensándolo bien, que esperan encontrar a
cómplices entre los adversarios y traidores en la casa propia. Es admitir que
todas las causas son ambiguas. Nos parece que los políticos de hoy se
distinguen de los de antes en este dudar de su propia causa, unido a medidas
expeditivas para reprimirlo. La misma incertidumbre fundamental se expresa en
la simplicidad con que los jefes de Estado se apartan de su camino o vuelven
sobre sus pasos, sin que, naturalmente, jamás reconozcan como tales a estas
oscilaciones. Después de todo, rara vez hemos visto en la historia que un jefe
de Estado destituyera a un comandante en jefe ilustre, respetado por todos
durante mucho tiempo, y conceder poco más o menos a su sucesor lo que se le
negaba algunos meses antes. Rara vez hemos visto que una gran potencia se
negara a intervenir para apaciguar a alguno de sus protegidos, en el momento en
que estaba invadiendo a un vecino —y proponer, después de un año de guerra la
vuelta al statu quo. Estas oscilaciones no se comprenden más que con la
condición de que, en un mundo en el que los pueblos están contra la guerra, los
gobiernos no puedan considerarla abiertamente, sin que osen por otra parte
hacer la paz, porque sería confesar su debilidad. Las puras relaciones de
fuerza se ven alteradas a cada momento: quieren tener también con ellos
a la opinión. Cada transporte de tropas se convierte también en una
operación política. Se actúa menos para obtener un determinado resultado en
los hechos que para colocar al adversario en una determinada situación moral.
De ahí la extraña noción de ofensiva de paz; proponer la paz, es
desarmar al adversario, es ganarse a la opinión, casi ganar la guerra. Pero, al
mismo tiempo, se dan cuenta de que no hay que descuidarse, hablando todo el
tiempo de la paz se darían ánimos al adversario. De
tal forma que por ambas partes se hace alternar, o lo que es mejor, se asocian
las palabras de paz y las medidas de fuerza, las amenazas verbales y las
concesiones de hecho. Los ofrecimientos de paz se llevan a cabo sin creer
demasiado en ello y siempre acompañados de nuevos preparativos. Nadie querrá
concluir un acuerdo, ni tampoco romper las negociaciones. De ahí los
armisticios de hecho, que todo el mundo observa durante semanas o meses, y que
nadie quiere legalizar, como entre personas ofendidas, que se toleran, pero no
se hablan. Se invita a un antiguo aliado a firmar con un antiguo adversario un
tratado con el que no está de acuerdo. Se sabe muy bien que se negará. Si
aceptara, sería una traición. Y así tenemos una paz que no es paz. Y también
una guerra que — excepto para los combatientes y los habitantes— no es
completamente guerra. Se deja que los aliados luchen porque, dándoles las armas
decisivas del combate, se correría el peligro de una guerra de verdad. Uno se
repliega delante del enemigo y procura atraerlo al engaño de una ofensiva que
le hará perder prestigio. Cada acto político lleva en sí, además de su sentido
manifiesto, un sentido contrario y latente. Nos parece que los gobiernos se
pierden en todo esto y que, dada la extraordinaria sutilidad de las relaciones
entre los medios y el fin, no pueden ya saber lo que efectivamente hacen. La
dialéctica invade nuestros periódicos, pero una dialéctica alocada, que gira
sobre sí misma y no resuelve los problemas. Creemos que en todo esto hay más
confusión que duplicidad, más perplejidad que maldad.
No decimos
que esto no tenga peligro: puede ocurrir que se vaya a la guerra oblicuamente,
y que surja en uno de los recodos de esta gran política, que no parecía más que
otra cualquiera de naturaleza para ponerla en marcha. Decimos únicamente que
estos caracteres de nuestra política prueban a fin de cuentas que la guerra no
está motivada profundamente. Aunque salga de todo esto, nadie podrá decir que
fue inevitable. Pues los verdaderos problemas del mundo actual dependen menos
del antagonismo de las dos ideologías que de su confusión ante determinados
hechos mayores que ni una ni otra controlan. Si la guerra llega será a título
de distracción, o de mala suerte.
La
rivalidad de las dos grandes potencias se ha manifestado y sigue
manifestándose a propósito de Asia. Y sin embargo, no es el satanismo de un
gobierno o de otro el que hace que países como la India o China, en los que
desde hacía siglos la gente se moría de hambre, hayan llegado a rechazar el hambre, el desorden, la debilidad o la corrupción, es el desarrollo
de la radio, un mínimo de instrucción, de prensa, las comunicaciones con el
exterior, el aumento de la población, lo que de repente hace que la situación
sea intolerable. Sería vergonzoso que nuestras obsesiones de europeos nos
ocultaran el problema real que se plantea en estos países, el drama de los
estados a quienes hay que ayudar de los que ningún humanismo puede
desinteresarse. Por primera vez quizás, los países adelantados se ven
colocados delante de sus responsabilidades y se trata de que una humanidad no
se reduzca a dos continentes. El hecho en sí no es triste. Si no estuviéramos
obsesionados por nuestras propias preocupaciones, nos daríamos cuenta de que
no está exento de una cierta grandeza. Pero lo que es grave es que todas las
doctrinas occidentales son demasiado pobres para hacer frente al problema de
la valoración de Asia. Los medios clásicos de la economía liberal o incluso los
del capitalismo americano parece que no son capaces de suministrar a la India
bienes de equipo. Por lo que se refiere al marxismo, fue concebido para asegurar
el paso de un sistema económico establecido, de las manos de una burguesía
parasitaria, a las de un proletariado antiguo, consciente sobremanera y
cultivado. Es una cosa muy diferente hacer pasar un país atrasado a las formas
modernas de la producción, y el problema, que se planteó para Rusia, se plantea
todavía con más fuerza para Asia. Que, enfrentado con este trabajo, el marxismo
se haya modificado profundamente, que haya renunciado de hecho a su concepción
de una revolución enraizada en la historia obrera, y que haya substituido el
contagio revolucionario por transferencias de propiedad dirigidas desde
arriba, que haya dejado atrás la tesis del aniquilamiento del Estado y la del
proletariado como clase universal, no es nada sorprendente. Pero decir esto es
decir también que la revolución china, que Rusia no alentó demasiado, escapa de
una manera ostensible a las previsiones de una política marxista. Y así en el
momento en que Asia interviene como un factor activo en la política mundial,
ninguna de las concepciones que ha inventado Europa nos permite pensar sus
problemas. El pensamiento político queda apresado en las circunstancias
históricas y locales, se pierde en estas sociedades voluminosas. Esto es sin
duda lo que hace que los antagonismos sean moderados, es nuestra posibilidad de
paz. Puede ser también que se sientan tentados por la guerra, que no resolverá ningún problema, pero que permitiría diferirlos. Por lo que se
convierte al mismo tiempo en un riesgo de guerra para todos. La política
mundial es confusa porque las ideas de las que depende son demasiado estrechas
para abarcar su campo de acción.
Si, para
acabar, fuera necesario dar una fórmula filosófica de nuestras observaciones,
diríamos que nuestro tiempo ha hecho y hace, más que ningún otro quizás, la
experiencia de la contingencia. En primer lugar contingencia del mal: no hay
ninguna fuerza, en el principio de la vida humana, que la dirija hacia su
perdición o hacia el caos. Por el contrario hemos visto que, espontáneamente, cada
gesto de nuestro cuerpo o de nuestro lenguaje, cada acto de la vida política,
tiene en cuenta a los demás y se supera, en lo que tiene de singular, hacia un
sentido universal. Cuando nuestras iniciativas se hunden en la pasta del
cuerpo, en la del lenguaje, o en la de este mundo desmesurado que nos es dado
para que lo acabemos, no es que un genio maligno se oponga a nuestras
voluntades: no se trata más que de una especie de inercia, de una resistencia
pasiva, de un desfallecimiento del sentido — de una adversidad anónima.
Pero también el bien es contingente. No se dirige el cuerpo reprimiéndolo, ni
el lenguaje colocándose en el pensamiento, ni a la historia con juicios de
valor, hay que desposar cada una de estas situaciones, y cuando se superan, es
espontáneamente. El progreso no es necesario con una necesidad metafísica:
solamente podemos decir que muy probablemente la experiencia acabará por
eliminar las soluciones falsas y librándose de los callejones sin salida.
Pero, ¿a qué precio, con cuántos rodeos? En principio ni siquiera está excluido
que la humanidad, como una frase que no acaba de realizarse, fracase en el
camino.
Es verdad
que el conjunto de los seres conocidos con el nombre de hombres y definidos por
los caracteres físicos que sabemos tiene también en común una luz natural, una
abertura al ser que hace que las adquisiciones de la cultura sean comunicables
a todos y sólo entre ellos. Pero este resplandor que encontramos en toda mirada
humana, se ve tan bien en las formas más crueles del sadismo como en la pintura
italiana. Él es quien hace que todo sea posible por parte del hombre, y hasta
sus últimas consecuencias. El hombre es absolutamente distinto de las especies
animales, pero precisamente porque no tiene ningún pertrechamiento especial y
es el lugar de la contingencia, a veces bajo la forma de una especie de milagro, en el sentido de milagro griego por ejemplo,
a veces bajo la de una adversidad sin intenciones. Nuestro tiempo está lejos
de poder explicar al hombre por lo que de superior hay en él, tanto como por lo
que hay de inferior. Explicar la Gioconda por la historia sexual de
Leonardo de Vinci o explicarla por alguna moción divina de la que Leonardo
fuera el instrumento o por alguna naturaleza humana capaz de belleza, es ceder
a la ilusión retrospectiva, es pensar por adelantado en lo válido — es
continuar desconociendo el momento humano por antonomasia, en el que una vida
tejida de casualidades se vuelve sobre sí misma, se capta de nuevo y se
expresa. Si hoy existe un humanismo, se deshace de la ilusión a la que tan bien
alude Valéry al hablar de "este hombrecito que está dentro del hombre y
que nosotros suponemos siempre". Alguna vez los filósofos pensaron poder
dar cuenta de nuestra visión por la imagen que de ella se forma en nuestra
retina. Es que suponían que detrás de la imagen de la retina había otro hombre,
con otros ojos, otra imagen de retina, que se encargaba de ver la primera. Pero
con este hombre interior en el hombre, el problema sigue siendo el mismo y se
trata de llegar a comprender como estos órganos ciegos acaban por realizar una
percepción. El "hombrecito que hay en el hombre", no es más que el
fantasma de nuestras operaciones expresivas realizadas, y el hombre que es admirable,
no es este fantasma, es el que, instalado en su cuerpo frágil, con un lenguaje
del que ha hecho uso tantas veces, en una historia titubeante, se reúne y
comienza a ver, a comprender, a significar. El humanismo de hoy ya no tiene nada
de decorativo ni decoroso. Ya no prefiere al hombre en contra de su cuerpo, al
espíritu en contra de su lenguaje, los valores en contra de los hechos. Ya no
habla del hombre y del espíritu más que sobriamente, con pudor: el espíritu y
el hombre no son nunca, se reflejan en el movimiento por el que el
cuerpo se hace gesto, el lenguaje obra y la coexistencia verdad.
Entre este
humanismo y las doctrinas clásicas, no hay más que una relación de homonimia.
Estas afirmaban la existencia de un hombre de derecho divino (el humanismo del
progreso necesario es una teología secularizada). Cuando las
grandes filosofías racionalistas entraron en conflicto con la religión
revelada, fue porque oponían a la creación divina algún mecanismo metafísico
que no eludía ni mucho menos la idea de un mundo fortuito. Hoy, un humanismo no
opone a la religión una explicación del mundo: empieza por la toma de conciencia de la contingencia, luego viene la constatación
continuada de una unión sorprendente entre el hecho y el sentido, entre mi
cuerpo y yo, entre yo y los demás, mi pensamiento y mi palabra, la violencia y
la verdad, es la negación metódica de las explicaciones, porque destruyen la
mezcla de que estamos hechos, y nos hacen incomprensibles para nosotros
mismos. Valéry dice profundamente: "No vemos en lo que podría pensar un
dios" — un dios, después nos dice que tampoco un demonio. El Mefistófeles
de Mi Fausto dice muy bien: "Soy el ser sin carne que no duerme ni
piensa. Desde el momento en que estos pobres locos se alejan del instinto, me
pierdo en el capricho, la inutilidad o la profundidad de estas irritaciones de
sus mentes que ellos llaman "ideas"... Me pierdo en este Fausto que a
veces me parece que me comprende de una manera diferente de la necesaria,
¡cómo si hubiera otro mundo diferente del otro mundo!... En estos momentos es
cuando se cierra y se divierte, cuando amasa y rumia esta mezcla de lo que sabe
y de lo que ignora, que ellos llaman pensamiento (...). Yo no sé pensar y no
tengo alma..."7. Pensar es propio del
hombre, cuando es volver siempre en sí, introducir entre dos distracciones el
tenue espacio vacío por el que vemos algo.
Idea severa
y — valga la expresión — casi vertiginosa. Tenemos que concebir un laberinto
de idas y venidas espontáneas, que se entrecruzan, a veces se cortan, tantas
mareas de desorden — y que toda la empresa descanse en ella misma. Uno se
explica que ante esta idea, que vislumbran tan bien como nosotros, nuestros
contemporáneos se aparten de ella y busquen una tabla de salvación. El fascismo
es (excluyendo y respetando todas las otras formas de aproximarse el fenómeno)
la retirada de una sociedad ante una situación en la que la contingencia de las
estructuras morales y sociales es manifiesta. El miedo de lo nuevo que
galvaniza y reafirma precisamente las mismas ideas que la experiencia histórica
había gastado. Fenómeno que está muy lejos de haber sido superado por nuestro tiempo.
El favor de que goza en Francia hoy una cierta literatura ocultista es
un fenómeno análogo. Bajo el pretexto de que nuestras ideas económicas, morales
o políticas están en crisis, el pensamiento ocultista querría instaurar
instituciones, costumbres, tipos de civilizaciones que responden todavía menos
a nuestros problemas, pero que pretenden encerrar un secreto, que se
espera descifrar soñando alrededor
de los documentos que guardamos. Mientras que es el papel del arte, de la
literatura, e incluso quizás de la filosofía la creación de lo sagrado, el
ocultismo lo busca ya hecho, por ejemplo en los cultos solares o en la religión
de los indios de América, olvidando que la etnología nos muestra cada día con
más claridad con qué miedos, con qué menoscabo, con qué impotencia el paraíso
arcaico está a menudo hecho. En fin, el miedo a la contingencia está en todas
partes, incluso en las doctrinas que contribuyeron a revelarla. Mientras que
el marxismo está enteramente fundado en una superación de la naturaleza por la praxis
humana, los marxistas de hoy ocultan lo que una transformación tal trae
consigo de riesgo. Mientras que el catolicismo, especialmente en Francia, se ve
atravesado por un movimiento de vigorosa investigación comparado con el cual el
Modernismo de principios de siglo parece sentimental y vago, la jerarquía
reafirma las formas más gastadas de explicación teológica con el Syllabus. Lo
comprendemos: es muy cierto que no se puede pensar seriamente la contingencia
de la existencia y tener al mismo tiempo en cuenta el Syllabus. Incluso es
verdad que la religión es solidaria de un mínimo de pensamiento explicativo.
François Mauriac, en un reciente artículo, dejaba entender que el ateísmo podía
recibir un sentido honorable si no atacaba más que al Dios de los filósofos y
de los sabios, a Dios como idea. Pero sin Dios como idea, sin el pensamiento
infinito y creador del mundo, Cristo es un hombre, su nacimiento y su Pasión
dejan de ser actos de Dios para convertirse en los símbolos de la condición
humana. No sería razonable esperar de una religión que concibiera el mundo,
según la hermosa expresión de Goraudoux, como "la cariátide del
vacío". Pero el retorno a una teología explicativa, la reafirmación
compulsiva del Ens realissimum traen consigo todas las consecuencias de
una trascendencia masiva que la reflexión religiosa trataba de evitar: de
nuevo la Iglesia, su depósito sagrado, su secreto inverificable más allá de lo
visible, se separan de la sociedad efectiva, de nuevo la duda filosófica no es
más que un formulismo, de nuevo la adversidad se llama Satán y el combate
contra ella ya está ganado. El pensamiento ocultista se apunta un tanto.
De nuevo,
entre los cristianos y los demás, como entre los marxistas y los demás, la
conversación vuelve a ser difícil. ¿Cómo puede haber un intercambio verdadero
entre el que sabe y el que no sabe? ¿Qué decir, si no se ve relación, ni
siquiera dialéctica, entre el comunismo y el aniquilamiento del Estado, cuando otro dice que la ve? ¿Si no se ve relación entre el
Evangelio y el papel del clero en España, cuando otro dice que se puede
conciliar? A veces nos ponemos a soñar lo que podría ser la cultura, la vida
literaria, la enseñanza, si todos los que participan en ella, después de haber
rechazado de una vez y para siempre los prejuicios, se entregaran a la
felicidad de reflexionar juntos... Pero este sueño no es razonable. Las
discusiones de nuestro tiempo son tan convulsivas porque resiste a una verdad
muy cercana, y porque está más cerca quizás que ningún otro de reconocer, sin
velo que se interponga, con las amenazas de la adversidad, las metamorfosis de
la Fortuna.
- Discussion -
1 Conferencia del 10 de septiembre de 1961 en las Rencontres Inter- nationales de Ginebra.
2 Mauvaises pensées, p. 200.
3 Tel Quel, I, p. 42.
4 Cf. en Point du, Jour, Le langage automatique.
5 Légitime défense.
6 Psychologie
de l'Art.
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