miércoles, 24 de julio de 2013

Maurice Merleau-Ponty: "El hombre y la adversidad" + "discussion sur L'homme et l'adversité"

                        

   El hombre y la adversidad (1)

 

M. Merleau-Ponty





Es completamente imposible resumir en una hora los pro­gresos de la investigación filosófica concerniente al hombre desde hace cincuenta años. Aunque pudiésemos suponer esta competencia infinita en una única cabeza, la discordancia de los autores de los que hay que hablar nos pararía. Es como una ley de la cultura que consiste en no progresar nunca a no ser oblicuamente, ya que cada idea nueva se convierte, des­pués del que la ha instituido, en otra cosa diferente de la que era en él. Un hombre no puede recibir una herencia de ideas sin transformarlas por el mismo hecho de conocerlas, sin inyectarles su manera de ser propia, y siempre diferente. Una volubilidad infatigable mueve las ideas a medida que nacen, como una "necesidad de expresividad" jamás satis­fecho, dicen los lingüistas, transforma las lenguas en el mis­mo momento en que creemos que tocan a su fin, y logra asegurar, entre los que la hablan, una comunidad sin ningún equívoco aparente. ¿Cómo nos atreveríamos a llamarlas ideas adquiridas, si, incluso cuando son recibidas universalmente, es siempre convirtiéndose en diferentes de lo que eran?


          Por lo demás una lista de los conocimientos adquiridos no bastaría. Incluso si reuniéramos todas las "verdades" del medio siglo, quedaría por hacer: restituir su afinidad secreta, despertar la experiencia personal e interpersonal a la que responden, y la lógica de las situaciones a propósito de las cuales se definen. La obra válida o grande no es nunca un efecto de la vida; sino que siempre es una respuesta a sus acontecimientos particulares o a sus estructuras más gene­rales. Libre de decir sí o no, y también de motivar y circuns­cribir diversamente su asentimiento y su negativa, el escritor sin embargo no puede librarse de verse sometido a la nece­sidad de elegir su vida en un determinado paisaje histórico, en un cierto estado de problemas que excluye determinadas soluciones, aunque no imponga ninguna, y que da a Gide, a Proust, a Valéry, por muy diferentes que puedan ser, la innegable cualidad de contemporáneos. El movimiento de las ideas no logra descubrir verdades más que respondiendo a alguna pulsación de la vida interindividual y todo cambio en el conocimiento del hombre tiene relación con una nueva manera, en él, de ejercer su existencia. Si el hombre es el ser que no se contenta con coincidir consigo mismo, como las cosas, sino que se representa a sí mismo, se ve, se imagina, se da símbolos de sí mismo, rigurosos o fantásticos, está claro que a su vez todos los cambios en la representación del hombre traducen un cambio del hombre mismo. Tendríamos pues que evocar aquí la historia completa de este medio siglo, con sus proyectos, sus decepciones, sus guerras, sus revolu­ciones, sus audacias, sus pánicos, sus inventos, sus desfalle­cimientos. No nos queda más remedio que declinar esta inmensa tarea. Sin embargo, esta transformación del conoci­miento del hombre que no podemos determinar con un método riguroso, a partir de las obras, de las ideas y de la historia, se sedimentó en nosotros, es nuestra substancia, tenemos un sentimiento vivo y total de ella cuando tenemos en cuenta los escritos y los hechos de principio de siglo. Lo que podemos tratar de hacer es descubrir en nosotros, bajo dos aspectos o tres, escogidos, las modificaciones de la situación humana. Harían falta explicaciones y comentarios infinitos, disipar mil malentendidos, reducir a uno dos sistemas de conceptos muy diferentes, para establecer una relación objetiva entre la filosofía de Husserl y la obra de Faulkner. Y sin em­bargo se comunican en nosotros, lectores. Desde el punto de vista del tercer testimonio, los mismos que se creen adver­sarios, como por ejemplo Ingres y Delacroix, se reconcilian porque responden a una única situación de la cultura. Somos los mismos hombres los que hemos vivido como problema nuestro el desarrollo del comunismo, la guerra, que hemos leído a Gide, Valéry, Proust, Husserl, Heidegger y Freud. Cualesquiera que hayan sido nuestras respuestas, debe haber un medio de circunscribir unas zonas sensibles de nuestra experiencia y de formular, sino ideas sobre el hombre que para todos sean comunes, por lo menos una nueva experien­cia de nuestra condición.

 
Gide, Valéry, Proust.

         Hechas estas salvedades, proponemos que se admita que nuestro siglo se distingue por una asociación completamente nueva del "materialismo" y del "espiritualismo", del pesi­mismo y del optimismo, o mas bien por la superación de estas antítesis. Nuestros contemporáneos piensan a la vez y sin dificultad que la vida humana es la reivindicación de un orden original, y que este orden no podría durar ni siquiera existir verdaderamente más que con ciertas condiciones muy precisas y muy concretas que pueden faltar en un momento dado, ya que ningún arreglo natural de las cosas y del mun­do las predestina a hacer posible la vida humana. Ya había en 1900, filósofos y sabios que ponían ciertas condiciones bio­lógicas y materiales para la existencia de una humanidad. Pero eran "materialistas" en el sentido que la palabra tenía a finales del siglo pasado. Hacían de la humanidad un epi­sodio de la evolución, de las civilizaciones un caso particular de la adaptación, e incluso resolvían la vida en sus compo­nentes físicos y químicos. Para ellos la perspectiva propia­mente humana en el mundo era un fenómeno que se daba por añadidura y los que veían la contingencia de la humanidad trataban normalmente los valores, las instituciones, las obras de arte, las palabras como un sistema de signos que a fin de cuentas remitían a los deseos y necesidades elementa­les de todos los organismos. También había autores "espiri­tualistas", que suponían en la humanidad otras fuerzas mo­trices diferentes de éstas; pero, cuando no las hacían derivar de una fuente sobrenatural, las relacionaban con una natu­raleza humana que garantizaba su incondicionada eficacidad. La naturaleza humana tenía por atributos la verdad y la justicia, como otras especies se caracterizaban por la aleta o las plumas. La época estaba llena de estos absolutos y de estas nociones separadas. Existía el absoluto del Estado, a través de todos los acontecimientos, y se consideraba des­honrado a un Estado que no pagara a sus deudores, incluso cuando estaba en plena revolución. El valor de una moneda era absoluto y a nadie se le ocurría tratarla como un simple auxiliar del funcionamiento económico y social. También ha­bía un modelo-oro de la moral: la familia, el matrimonio eran el bien, incluso cuando daba lugar a la rebelión y al odio. Las "cosas del espíritu" eran nobles en sí, aunque los libros no tradujeran, como tantas otras obras de 1900, más que tristes ensueños. Había los valores y además las reali­dades, el espíritu y además el cuerpo, lo interior y lo exte­rior. ¿Y si el orden de los hechos invadiera el de los valores, si nos diésemos cuenta de que las dicotomías no pueden man­tenerse más acá de un cierto punto de miseria y de peligro? Los que hoy vuelven a coger el nombre de humanismo, no sostienen el humanismo desvergonzado de nuestros anteceso­res. Lo propio de nuestro tiempo es quizás disociar el humanismo y la idea de una humanidad de pleno derecho, y no solamente conciliar, más aún: tener como algo inseparable la conciencia de los valores humanos y la de las infraestruc­turas que los llevan en la existencia.

Nuestro siglo ha borrado la línea divisoria del "cuerpo" y del "espíritu", y ve la vida humana como espiritual y cor­poral a la vez, siempre apoyada en el cuerpo, siempre inte­resada incluso en sus costumbres más carnales, a las rela­ciones entre las personas. Para muchos pensadores, a fina­les del XIX, el cuerpo, era un trozo de materia, un haz de mecanismos. El XX ha restaurado y profundizado la noción de la carne, es decir del cuerpo animado.

Sería interesante seguir por ejemplo en el sicoanálisis el paso de una concepción del cuerpo que era inicialmente, en Freud, la de los médicos del XIX, a la noción moderna del cuerpo vivido. ¿Qué era el sicoanálisis al empezar sino la continuación de las filosofías mecanicistas del cuerpo? Toda­vía hoy hay quien lo comprende así. El sistema freudiano explica las conductas más complejas y elaboradas del hom­bre adulto por el instinto y particularmente el instinto se­xual— por las condiciones fisiológicas—, por una composi­ción de fuerzas que está fuera del alcance de nuestra con­ciencia o que se ha realizado de una vez para siempre en la infancia antes de la edad del control racional y de la relación propiamente humana con la cultura y con los demás. Esto era quizás lo que parecían decir los primeros trabajos de Freud, para el lector poco atento. Pero a medida que el sicoanálisis, en Freud y en sus sucesores, rectifica estas no­ciones iniciales de acuerdo con la experiencia clínica, vemos aparecer una noción nueva del cuerpo que venía dada por las nociones anteriores.

         Es falso decir que Freud quiso apoyar todo el desarrollo humano en el desarrollo instintivo, más exactos seríamos diciendo que su obra revoluciona, desde el principio, la noción de instinto y disuelve los criterios por los cuales creían hasta el poder circunscribirla. Si la palabra instinto quiere decir algo, es un dispositivo interior del organismo, que asegura, con un mínimo de ejercicio, determinadas respuestas que se adaptan a determinadas situaciones características de la especie. Así pues, lo más significativo del freudismo es demos­trar que no hay, en este sentido, instinto sexual en el hombre, que el niño "perverso polimorfo" no establece, siempre que lo haga, una actividad sexual llamada normal más que al final de una historia individual difícil. El poder de amar, inseguro de sus medios tanto como de sus fines, marcha a través de una serie de cercos que se aproximan a la forma canónica del amor, se adelanta y retrocede, se repite y se supera, sin que jamás podamos pretender que el amor sexual normal sea algo diferente de lo que es, el lazo que une el hijo a los padres, tan poderoso para empezar y también para retrasar esta historia, no es en sí del orden instintivo. Para Freud es un lazo espiritual. El niño no ama a sus padres porque tenga la misma sangre que ellos, sino porque sabe que ha salido de ellos o porque les ve vueltos hacia él, por esto se identifica con ellos, se concibe a su imagen y semejanza, y los concibe a ellos a su imagen. La realidad sicológica última es para Freud el sistema de atracciones y de tensiones que une el niño a sus padres, luego, a través de ellas, a todos los demás, y en el que prueba sucesivamente diferentes posiciones, la última de las cuales será su actitud adulta.

 
S. Freud.

        No es sólo el objeto amoroso el que escapa a cualquier definición a base del instinto, sino también la misma manera de amar. Ya sabemos que el amor adulto, sostenido por una ternura que concede crédito, que no exige a cada momento nuevas pruebas de entrega absoluta, y que toma al otro como es, a su distancia y en su autonomía, es adquirido para el sicoanálisis sobre una base de "amor" infantil que lo exige todo en cada momento y que es responsable de todo lo que pueda quedar de devorador y de imposible en todo amor. Y aunque el paso a lo genital es necesario para esta trans­formación, no es nunca suficiente para garantizarlo. Freud describe ya en el niño una relación con los demás que se realiza por el intermediario de las regiones y de las funciones de su cuerpo menos capaces de discriminación y de acción articulada: la boca, que no sabe más que mamar o morder, los aparatos esfintéreos que no pueden más que retener o dar. Y estos modos primordiales de la relación con los demás pueden continuar siendo los que predominen en la vida geni­tal del adulto. Entonces la relación con los demás se ve presa en el callejón sin salida de lo absoluto immediato, oscilando entre una exigencia inhumana, un egoísmo absoluto, y una entrega devorante que destruye al mismo sujeto. Así la se­xualidad y más generalmente la corporeidad que Freud con­sidera como la base de nuestra existencia es poder de asalto en primer lugar absoluto y universal: no es sexual más que en sentido de que reacciona de entrada frente a las diferen­cias visibles del cuerpo y del papel materno y paterno; la fisiología y el instinto se ven envueltos en una exigencia central de posesión absoluta que no puede ser el hecho de un trozo de materia, que es del orden de lo que normalmente llamamos conciencia.

Además no estamos acertados al hablar aquí de concien­cia, puesto que de nuevo tenemos en cuenta la dicotomía de alma y cuerpo, en el mismo momento en que el freudianismo está discutiéndola, transformando así al mismo tiempo nues­tra idea de alma y de cuerpo. "Los hechos síquicos tienen un sentido", escribía Freud en una de sus primeras obras. Esto quería decir que ninguna conducta es, en el hombre, el simple resultado de algún mecanismo corporal, que no hay, en el comportamiento, un centro espiritual y una periferia de automatismo, y que todos nuestros gestos participan a su manera en esta única actividad de explicitación y de signi­ficado que somos nosotros mismos. Por lo menos tanto como en reducir las superestructuras a infraestructuras instin­tivas, Freud se esfuerza en demostrar que no hay nada "in­ferior" ni "bajo" en la vida humana. No podemos estar pues más lejos de una explicación "por lo bajo". Tanto como expli­car la conducta adulta por una fatalidad heredada de la infancia, Freud demuestra que hay en la infancia una vida adulta prematura, y por ejemplo en las conductas esfintéreas del niño una primera elección de sus relaciones de generosi­dad o de avaricia con los demás. Tanto como explicar la sico­logía por el cuerpo, muestra la significación sicológica del cuerpo, su lógica latente o secreta. No podemos pues hablar del sexo sólo como aparato localizable, ni del cuerpo sólo como masa de materia, como si fuera una causa última. Ni causa ni simple instrumento o medio, son el vehículo, el punto de apoyo, el volante de nuestra vida. Ninguna de las nociones que la filosofía había elaborado — causa, efecto, medio, fin, materia, forma —, basta para pensar las relacio­nes entre el cuerpo y la vida total, su conexión con la vida personal o la conexión de la vida personal con él. El cuerpo es enigmático: es parte del mundo sin duda, pero que se ofre­ce de una manera extraña, como su hábitat, a un deseo absoluto de acercarse a los demás y de reunirse con ellos en su cuerpo también, animado y animador, figura natural del es­píritu. Con el sicoanálisis el espíritu pasa dentro del cuerpo y el cuerpo dentro del espíritu.

        Estas indagaciones no pueden dejar de revolucionar al mismo tiempo que nuestra idea del cuerpo, la que nos hace­mos de su partenaire, el espíritu. Hay que confesar sin em­bargo que todavía está por extraer todo lo que la experiencia psicoanalítica contiene, y que los sicoanalistas, empezando por Freud, se contentaron con un andamiaje de nociones poco satisfactorias. Para dar cuenta de esta ósmosis entre la vida anónima del cuerpo y la vida oficial de la persona, que es el gran descubrimiento de Freud, era necesario intro­ducir algo entre el organismo y nosotros mismos como con­tinuación de actos deliberados, de conocimientos expresos. Fue el inconsciente de Freud. Basta con seguir las transfor­maciones de esta noción-Proteo en la obra de Freud, la diver­sidad de sus empleos, las contradicciones a las que lleva, para asegurar que no se trata de una noción madura y que queda todavía por formular correctamente, como ya Freud lo deja entender en sus Ensayos de Sicoanálisis, lo que él entreveía bajo esta designación provisional. El inconsciente evoca a primera vista el lugar de una dinámica de las impulsiones de la que nos sería dado sólo el resultado. Y sin embargo el inconsciente no puede ser un proceso "en tercera persona", puesto que es él quien escoge aquello nuestro que será admi­tido en la existencia oficial, quien evita los pensamientos o las situaciones a las que resistimos por todo lo que no es un no-saber, sino más bien un saber no-reconocido, informulado, que no queremos asumir. Con un lenguaje aproximado, Freud está a punto de descubrir lo que otros han denominado me­jor percepción ambigüa. Trabajando en ese sentido encon­traremos un estado civil para esta conciencia que roza sus objetos, los elude en el momento en que va a ponerlos, los tiene en cuenta, como el ciego de los obstáculos, antes que reconocerlos, que no quiere saber, los ignora sabiéndolos, los sabe ignorándolos, y que subtiende a nuestros actos y nuestros conocimientos intencionadamente.

        Ocurra lo que ocurra con las formulaciones filosóficas, no hay ninguna duda de que Freud se dio cada vez más cuenta de la función espiritual del cuerpo y de la encarnación del espíritu. En la madurez de su obra habla de la relación "sexual-agresiva" con los demás como del postulado fundamen­tal de nuestra vida. Como la agresión no apunta a una cosa sino a una persona, el entrelazamiento de lo sexual y de lo agresivo significa que la sexualidad tiene, por así decirlo, un interior, está forrada, en toda su extensión, de una relación de persona a persona, que lo sexual es nuestro modo de actuar carnal, puesto que somos carne, de vivir la relación con los demás. Puesto que la sexualidad es relación con otro, y no sólo con otro cuerpo, va a tejer entre el otro y yo el sistema circular de las proyecciones y de las introyecciones, encender la serie indefinida de los reflejos reflejantes y de los reflejos reflejados que me convierten en el otro y nacen que el otro sea yo mismo.

Esta es la idea del individuo encarnado y, por la encar­nación, entregado a sí mismo, pero también al otro, incom­parable y despojado sin embargo de su secreto congenital y confrontado con sus semejantes, que el freudianismo acaba por proponernos. En el mismo momento en que lo hacía, los escritores, sin que se pueda hablar de influencia, expresaban a su manera la misma experiencia.

Así es como hay que comprender el erotismo de los escri­tores de este medio siglo. Cuando comparamos desde este pun­to de vista la obra de Proust o la de Gide con las obras de la generación literaria precedente el contraste es sorprendente: Proust y Gide entroncan desde el primer momento con la tra­dición sadista y stendhaliana de una expresión directa del cuerpo, pasando por alto la generación de escritores de 1900. Con Proust, con Gide, comienza una relación incansable y detallada del cuerpo; se le constata, lo consultan, le escuchan como a una persona, espían las intermitencias de su deseo y, como dicen, de su fervor. Con Proust se convierte en el guar­dián del pasado, y es él quien, a pesar de las alteraciones que hacen que se reconozca difícilmente, mantiene de vez en cuando una relación substancial entre nosotros y nuestro pasado. Proust describe en los dos casos inversos de la muerte y del despertar, puntos de unión del espíritu y del cuerpo, de qué manera, sobre la dispersión del cuerpo dormi­do, nuestros gestos en el despertar traen consigo una signifi­cación de ultratumba, y de qué manera por el contrario la sig­nificación se deshace en los espasmos de la agonía. Analiza con la misma emoción a los cuadros de Elstir y a la lechera que vio en una estación rural, porque en los dos sitios hay la misma extraña experiencia, la de la expresión, el momento en que el color y la carne se ponen a hablar a los ojos y al cuerpo. Al nombrar Gide, pocos meses antes de su muerte, lo que ha amado en la vida, cita juntos tranquilamente la Biblia y el placer.

En ellos aparece también, por una consecuencia inevitable, la obsesión de los demás. Cuando el hombre jura ser universalmente, la preocupación por sí mismo y la preocupación por los demás no se distinguen para él: es una persona entre las personas, y los demás son otros yo mismo. Pero si, por el contrario, reconoce lo que hay de único en la encarnación vivida interiormente, los demás se le aparecen necesariamente bajo la forma del tormento, del deseo, o, por lo menos, de la inquietud. Llamado por su encarnación a comparecer ante una mirada extraña y a justificarse, encerrado por otra parte por la misma encarnación en su situación propia, capaz de sentir la falta y la necesidad de los demás, pero incapaz de encontrar su tranquilidad en el otro, se ve apresado en el vaivén del ser para sí y del ser para otro que es lo que da un sabor trágico al amor en Proust, y lo que de más sobrecogedor tiene quizás el Diario de Gide.

Se encuentran admirables fórmulas de las mismas para­dojas en el escritor menos capaz de estar a gusto en el poco-más-o-menos de la expresión freudiana, es decir en Valéry. Y es que el gusto por el rigor y la conciencia de lo fortuito son en él la cara y cruz de una misma moneda. De otra for­ma no hubiera hablado tan bien del cuerpo, como de un ser con dos caras, responsable de muchas absurdidades, pero también de nuestras más seguras realizaciones. "El artista pone su cuerpo, retrocede, coloca y quita algo, se comporta con todo su ser como si fuera un ojo y se convierte comple­tamente en un órgano que se ajusta, se deforma, busca el punto, el único que pertenece a la obra profundamente bus­cada — que no es siempre la que se busca"2. Y, también en Valéry, la conciencia del cuerpo es inevitablemente obsesión por los demás. "Nadie podría pensar libremente si sus ojos no pudieran abandonar otros ojos que les miraran. Des­de el momento en que las miradas se cruzan, ya no somos completamente dos y es difícil permanecer solo. Este inter­cambio, la palabra es muy justa, realiza en un tiempo muy pequeño una transposición, una metátesis: un cruce de dos "destinos", de dos puntos de vista. Esto produce una especie de recíproca limitación simultánea. Tú tomas mi imagen, mi apariencia, yo tomo la tuya. Tú no eres yo, puesto que me ves y yo no me veo. Lo que me falta es este yo que tú ves. Y lo que te falta a ti es este tú que yo veo. Y cuanto más avance­mos en este conocimiento recíproco, cuanto más nos reflexionemos, tanto más diferentes seremos..."3.

         A medida que nos acercamos al medio siglo, es cada vez más claro que la encarnación y los demás son el laberinto de la reflexión y de la sensibilidad — de una especie de reflexión sensible — en los contemporáneos. Incluso aquel pasaje fa­moso de la Condición humana en el que un personaje pregunta a su vez: si es verdad que estoy sellado a mí mismo, y que hay una diferencia absoluta para mí entre los demás, que oigo con mis oídos, y yo mismo, el "monstruo incompa­rable", que me oigo por mi garganta, ¿quién podrá ser jamás aceptado por los demás como se acepta a sí mismo, más allá de las cosas dichas o hechas, de los méritos, o los desméritos, más allá incluso de los crímenes? Pero Malraux, como Sar­tre, ha leído a Freud, y piensen lo que piensen de él, aprendieron a conocerse con su ayuda, y por esto es por lo que, como intentamos fijar algunos rasgos de nuestro tiempo, nos ha parecido más significativo indicar antes de ellos una experiencia del cuerpo que es su punto de partida porque se había preparado en sus predecesores.

       Es otro de los caracteres de la investigación de este medio siglo el admitir una relación extraña entre la conciencia y su lenguaje, como entre la conciencia y su cuerpo. El len­guaje común cree que puede hacer corresponder a cada pala­bra o signo una cosa o una significación que pueda ser y ser concebida sin ningún signo. Pero hace mucho tiempo que en la literatura el lenguaje común ha sido rechazado. Por muy divergentes que hayan sido, las empresas de Ma­llarmé y de Rimbaud tenían en común el librar el lenguaje del control de las "evidencias" y que se fiaban de él para inventar y conquistar relaciones de sentido nuevas. El len­guaje dejaba de ser pues para el escritor (si es que alguna vez lo fue) un simple instrumento o medio para comunicar intenciones que se daban por otra parte. Desde este momento forma cuerpo con el escritor, son uno mismo. El lenguaje no es ya el servidor de los significados, es el acto mismo de sig­nificar y el hombre que habla o el escritor no tiene porque gobernarlo voluntariamente, como tampoco el hombre vivo tiene porque premeditar el detalle o los medios de sus gestos. Desde este momento no hay otra manera de comprender el lenguaje más que la de instalarse en él y ejercerlo. El escri­tor, como profesional del lenguaje, es un profesional de la inseguridad. Su operación expresiva vuelve a lanzarse de obra en obra, porque cada una de ellas es, como se ha dicho de las del pintor, un escalón construido por él mismo sobre el cual se instala para construir con el mismo riesgo otro escalón, y lo que llamamos la obra es la continuación de estos ensayos, siempre interrumpida, sea por el final de la vida o por el agotamiento del poder de hablar. El escritor tiene que habérselas siempre con un lenguaje del que no es dueño, y, que sin embargo, no puede nada sin él, que tiene sus caprichos, sus gracias, pero las merece siempre a causa del trabajo del escritor. Las distinciones entre fondo y forma, sentido y sonido, concepción y ejecución se han confundido ahora, como antes se habían confundido los límites del cuer­po y del espíritu. Pasando del lenguaje "como significación" al lenguaje puro, la literatura, al mismo tiempo que la pin­tura, se libera de la semejanza con las cosas, y del ideal de una obra de arte terminada. Como ya decía Baudelaire, hay obras terminadas de las que no se puede decir que hayan sido hechas jamás, y obras inacabadas que dicen lo que querían decir. Lo propio de la expresión es ser siempre aproximada solamente.

Este pathos del lenguaje, es común a escritores que se detestan entre sí, pero cuyo parentesco desde este momento está sellado. En sus comienzos, el surrealismo parecía una rebelión contra el lenguaje, contra todo sentido, y contra la misma literatura. La verdad es que, después de algunas fórmulas dudosas pronto rectificadas, Breton se propuso no destruir el lenguaje en provecho del no-sentido, sino restaurar un determinado uso profundo y radical de la palabra de la que todos los textos llamados "automáticos" están muy le­jos de dar, como él mismo reconoce, un ejemplo satisfacto­rio4. Como M. Blanchot recuerda, Breton contesta a la famosa encuesta ¿Por qué escribe Ud.? describiendo una tarea o vocación de la palabra que se pronuncia en el escri­tor desde siempre y que le consagra a enunciar, a dar nombre a lo que nunca ha sido nombrado. Y acaba diciendo5 que escribir en ese sentido — es decir en el sentido de mani­festar o revelar — no ha sido nunca más que una ocupación vana y frívola. La polémica contra las facultades críticas o los controles conscientes no estaba hecha para dar la pa­labra al azar o al caos, quería conducir al lenguaje y la literatura a toda la extensión de su tarea, liberándoles de las pequeñas fabricaciones del talento, de las recetas del mundo literario. Había que remontarse a aquel punto de ino­cencia, de juventud y de unidad en el que el hombre que habla no es todavía el hombre de letras o el hombre político o el hombre de bien, a aquel "punto sublime" del que Breton habla en otras partes, en el que la literatura, la vida, la moral y la política son equivalentes y se sustituyen unas a las otras, porque realmente cada uno de nosotros es el mismo hombre que ama o que odia, que lee o que escribe, que acepta o rehusa el destino político. Ahora que el surrealismo, al deslizarse hacia el pasado, se ha deshecho de sus puntos de vista estrechos — al mismo tiempo que su hermosa virulencia— no podemos ya definirle por sus negativas de los comienzos; para nosotros es una de estas llamadas a la palabra espontánea que nuestro siglo pronuncia de decenio en decenio.

Al mismo tiempo, se mezcla con ellos en nuestro recuerdo y constituye con ellos una de las constantes de nuestro tiem­po. Valéry, que al principio gustaba a los surrealistas, y a quien condenaron luego, está muy cerca, por debajo de su figura de académico, de su experiencia del lenguaje. No se ha insistido lo bastante en que, lo que él opone, a la literatura de significado no es, como se puede creer leyéndole aprisa, una literatura de simple ejercicio, fundada en convenciona­lismos de lenguaje, tanto más eficaces cuanto más complica­dos y al fin y al cabo más absurdos sean. Lo que para él constituye la esencia del lenguaje poético (a veces llega a decir: la esencia de cualquier lenguaje literario), es que no se borra delante de lo que nos comunica, es que en él el senti­do necesita las mismas palabras y no otras, que han servido para comunicarlo, es que una obra no se puede resumir, sino que para volverla a encontrar hay que volver a leerla, es que la idea viene dada por las palabras, no en razón de los significados lexicales que se le asignan en el lenguaje común, sino en razón de relaciones de sentido más carnales, a causa de los halos de significado que deben a su historia y a su uso, a causa de la vida que llevan en nosotros y que nosotros llevamos en ellas, y que desemboca de vez en cuando en estas casualidades llenas de sentido que son los libros. A su ma­nera Valéry pide de la misma adecuación del lenguaje a su sentido total que motiva el uso surrealista del lenguaje.

       Unos y otros tenían en cuenta lo que Francis Ponge debía denominar "el espesor semántico" y Sartre el "humus signi­ficante" del lenguaje, es decir el poder, propio del lenguaje, de significar, como gesto, acento, voz, modulación de existen­cia más allá de lo que significa parte por parte según los convencionalismos en vigor. No hay mucha distancia de esto a lo que Claudel llamaba el "bocado inteligible" de la pa­labra. E incluso en las definiciones contemporáneas de la prosa se encuentra el mismo sentimiento del lenguaje. Tam­bién para Malraux, aprender a escribir, es "aprender a hablar con su propia voz"6. Y Jean Prévost revela en Sten­dhal, que creía escribir "como el Código civil", un estilo en el sentido estricto de la palabra, es decir una nueva y personalísima ordenación de las palabras, de las formas, de los elementos del relato, un nuevo régimen de correspondencia entre los signos, un imperceptible retorcimiento, propio de Stendhal, de todo el aderezo del lenguaje, sistema continuado durante años de ejercicio y de vida, convertido en Stendhal mismo, que le permite improvisar al final, y del que no se puede decir que sea un sistema de pensamiento, puesto que Stendhal se daba tan poca cuenta de ello, sino más bien sistema de palabra.

El lenguaje es pues este aparato singular que nos da, como el cuerpo, más de lo que hemos puesto en él, sea que nos enteramos de nuestro pensamiento hablando, o que escu­chemos a los demás. Pues cuando escucho o leo, las palabras no vienen siempre a conectar en mí con significados ya pre­sentes. Tienen el poder extraordinario de sacarme de mis pensamientos, practican en mi universo privado fisuras por donde otros pensamientos irrumpen. "Por lo menos en este instante yo he sido tú", dice muy bien Jean Paulhan. Como mi cuerpo, que sin embargo no es más que un pedazo de ma­teria, se unifica en gestos que van más allá de él, así también las palabras del lenguaje, que, consideradas una por una, no son más que signos inertes a los que no corresponde más que una idea vaga o banal, se cargan de pronto de un sentido que desborda en los demás cuando el acto de hablar les unifica en un todo único. El espíritu ya no se encuentra apartado, germina en las lindes de los gestos, en las lindes de las palabras, como por generación espontánea.

          Estos cambios de nuestra concepción del hombre no en­contrarían un eco tan importante en nosotros si no se junta­ran con una experiencia en la que participamos todos, cultos o incultos, y que contribuye más que otra cualquiera a for­marnos: me refiero a la de las relaciones políticas y de la historia. Nos parece que nuestros contemporáneos, desde hace treinta años, viven desde este punto de vista una aventura mucho más peligrosa, pero análoga a la que nos ha parecido encontrar en el orden anodino de nuestras relaciones con la literatura o de nuestras relaciones con el cuerpo. La misma ambigüedad que hace entrar, en el análisis, la noción del espíritu en la del cuerpo o del lenguaje, ha invadido ostensiblemente nuestra vida política. En esto, como en lo otro, es cada vez más difícil distinguir lo que es violencia y lo que es idea, lo que es poder y lo que es valor, con la circunstancia agravante de que la confusión aquí corre el peligro de desem­bocar en la convulsión y el caos.

Hemos crecido en un tiempo en el que, oficialmente, la política mundial era jurídica. Lo que desacreditó definitiva­mente a la política jurídica fue ver conceder a dos de los vencedores de 1918 a una Alemania de nuevo poderosa, lo que había rehusado a la Alemania de Weimar. Menos de seis meses más tarde, se apoderaba también de Praga. Y así la demostración era completa: la política jurídica de los ven­cedores era la máscara de su preponderancia, la reivindica­ción de la "igualdad de los derechos" entre los vencidos era el de una preponderancia alemana que no tardaría en llegar. Continuaba permaneciendo en las relaciones de fuerza y en la lucha a muerte, cada concesión era una debilidad, cada ganancia una etapa hacia nuevas ganancias. Pero lo impor­tante es que la decadencia de la política jurídica no trajo consigo, entre nuestros contemporáneos, un retorno puro y simple a la política de fuerza o de eficacia. Lo importante es que el cinismo y también la hipocresía política están des­acreditados, que la opinión sigue siendo asombrosamente sensible en este punto, que los gobiernos, hasta estos últimos meses iban con mucho cuidado a no chocar con ella, y que todavía hoy no hay ninguna que declare abiertamente que cree en la fuerza desnuda, o que efectivamente lo haga.

           Y es que a decir verdad se puede decir que, durante el pe­ríodo que siguió inmediatamente a la guerra, no hubo política mundial. Las fuerzas no se enfrentaban. Se habían dejado muchas cuestiones por resolver, pero, precisamente por esta razón, había unas "no man's land", unas zonas neutras, unos regímenes provisionales o de transición. Europa, com­pletamente desarmada, vivió algunos años sin conflictos. Sa­bemos que, desde hace algunos años, las cosas han cambiado de aspecto; de un lado a otro del mundo, zonas que eran neutrales entre las dos potencias rivales han cesado de serlo; han aparecido ejércitos en un "no man's land"; las ayudas económicas se convierten en ayuda militar. Sin embargo nos parece importante que esta vuelta a la política de fuerza en ningún sitio se da sin protestas. Se podrá objetar que es muy fácil ocultar la violencia bajo unas declaraciones de paz, y que esto no es más que propaganda. Pero, observando la conducta de las potencias, llegamos a preguntarnos si no se trata de algo más que de simples pretextos. Puede ser que los gobiernos crean en su propaganda; que en la confusión de nuestro presente, ni ellos mismos sepan lo que es verda­dero y lo que es falso, porque en un cierto sentido todo lo que dicen conjuntamente es verdad. Es posible que cada política sea, a la vez y realmente, belicosa y pacífica.

        Aquí tendríamos que someter a análisis toda una serie de prácticas curiosas que parecen generalizarse extraordinaria­mente en la política actual. Por ejemplo las prácticas geme­las de la depuración y de la cripto-política, o política de las quintas columnas. La receta viene dada por Maquiavelo, pero sólo de pasada, y hoy es cuando, en todas partes, tienden a convertirse en institucionales. Todo esto supone, pensán­dolo bien, que esperan encontrar a cómplices entre los adver­sarios y traidores en la casa propia. Es admitir que todas las causas son ambiguas. Nos parece que los políticos de hoy se distinguen de los de antes en este dudar de su propia causa, unido a medidas expeditivas para reprimirlo. La misma incertidumbre fundamental se expresa en la simpli­cidad con que los jefes de Estado se apartan de su camino o vuelven sobre sus pasos, sin que, naturalmente, jamás re­conozcan como tales a estas oscilaciones. Después de todo, rara vez hemos visto en la historia que un jefe de Estado destituyera a un comandante en jefe ilustre, respetado por todos durante mucho tiempo, y conceder poco más o menos a su sucesor lo que se le negaba algunos meses antes. Rara vez hemos visto que una gran potencia se negara a intervenir para apaciguar a alguno de sus protegidos, en el momento en que estaba invadiendo a un vecino —y proponer, después de un año de guerra la vuelta al statu quo. Estas oscilacio­nes no se comprenden más que con la condición de que, en un mundo en el que los pueblos están contra la guerra, los go­biernos no puedan considerarla abiertamente, sin que osen por otra parte hacer la paz, porque sería confesar su debi­lidad. Las puras relaciones de fuerza se ven alteradas a cada momento: quieren tener también con ellos a la opinión. Cada transporte de tropas se convierte también en una operación política. Se actúa menos para obtener un determinado resul­tado en los hechos que para colocar al adversario en una determinada situación moral. De ahí la extraña noción de ofensiva de paz; proponer la paz, es desarmar al adversario, es ganarse a la opinión, casi ganar la guerra. Pero, al mismo tiempo, se dan cuenta de que no hay que descuidarse, ha­blando todo el tiempo de la paz se darían ánimos al adversario. De tal forma que por ambas partes se hace alternar, o lo que es mejor, se asocian las palabras de paz y las medi­das de fuerza, las amenazas verbales y las concesiones de hecho. Los ofrecimientos de paz se llevan a cabo sin creer demasiado en ello y siempre acompañados de nuevos prepa­rativos. Nadie querrá concluir un acuerdo, ni tampoco rom­per las negociaciones. De ahí los armisticios de hecho, que todo el mundo observa durante semanas o meses, y que nadie quiere legalizar, como entre personas ofendidas, que se to­leran, pero no se hablan. Se invita a un antiguo aliado a fir­mar con un antiguo adversario un tratado con el que no está de acuerdo. Se sabe muy bien que se negará. Si aceptara, sería una traición. Y así tenemos una paz que no es paz. Y también una guerra que — excepto para los combatientes y los habi­tantes— no es completamente guerra. Se deja que los aliados luchen porque, dándoles las armas decisivas del combate, se correría el peligro de una guerra de verdad. Uno se repliega delante del enemigo y procura atraerlo al engaño de una ofensiva que le hará perder prestigio. Cada acto político lleva en sí, además de su sentido manifiesto, un sentido con­trario y latente. Nos parece que los gobiernos se pierden en todo esto y que, dada la extraordinaria sutilidad de las rela­ciones entre los medios y el fin, no pueden ya saber lo que efectivamente hacen. La dialéctica invade nuestros periódicos, pero una dialéctica alocada, que gira sobre sí misma y no resuelve los problemas. Creemos que en todo esto hay más confusión que duplicidad, más perplejidad que maldad.

No decimos que esto no tenga peligro: puede ocurrir que se vaya a la guerra oblicuamente, y que surja en uno de los recodos de esta gran política, que no parecía más que otra cualquiera de naturaleza para ponerla en marcha. Decimos únicamente que estos caracteres de nuestra política prueban a fin de cuentas que la guerra no está motivada profunda­mente. Aunque salga de todo esto, nadie podrá decir que fue inevitable. Pues los verdaderos problemas del mundo actual dependen menos del antagonismo de las dos ideologías que de su confusión ante determinados hechos mayores que ni una ni otra controlan. Si la guerra llega será a título de distrac­ción, o de mala suerte.

       La rivalidad de las dos grandes potencias se ha manifes­tado y sigue manifestándose a propósito de Asia. Y sin em­bargo, no es el satanismo de un gobierno o de otro el que hace que países como la India o China, en los que desde hacía siglos la gente se moría de hambre, hayan llegado a rechazar el hambre, el desorden, la debilidad o la corrupción, es el desarrollo de la radio, un mínimo de instrucción, de prensa, las comunicaciones con el exterior, el aumento de la pobla­ción, lo que de repente hace que la situación sea intolerable. Sería vergonzoso que nuestras obsesiones de europeos nos ocultaran el problema real que se plantea en estos países, el drama de los estados a quienes hay que ayudar de los que ningún humanismo puede desinteresarse. Por primera vez qui­zás, los países adelantados se ven colocados delante de sus responsabilidades y se trata de que una humanidad no se reduzca a dos continentes. El hecho en sí no es triste. Si no estuviéramos obsesionados por nuestras propias preocupa­ciones, nos daríamos cuenta de que no está exento de una cierta grandeza. Pero lo que es grave es que todas las doc­trinas occidentales son demasiado pobres para hacer frente al problema de la valoración de Asia. Los medios clásicos de la economía liberal o incluso los del capitalismo ameri­cano parece que no son capaces de suministrar a la India bienes de equipo. Por lo que se refiere al marxismo, fue concebido para asegurar el paso de un sistema económico esta­blecido, de las manos de una burguesía parasitaria, a las de un proletariado antiguo, consciente sobremanera y cultivado. Es una cosa muy diferente hacer pasar un país atrasado a las formas modernas de la producción, y el problema, que se planteó para Rusia, se plantea todavía con más fuerza para Asia. Que, enfrentado con este trabajo, el marxismo se haya modificado profundamente, que haya renunciado de hecho a su concepción de una revolución enraizada en la his­toria obrera, y que haya substituido el contagio revolucio­nario por transferencias de propiedad dirigidas desde arriba, que haya dejado atrás la tesis del aniquilamiento del Estado y la del proletariado como clase universal, no es nada sorpren­dente. Pero decir esto es decir también que la revolución china, que Rusia no alentó demasiado, escapa de una manera ostensible a las previsiones de una política marxista. Y así en el momento en que Asia interviene como un factor activo en la política mundial, ninguna de las concepciones que ha inventado Europa nos permite pensar sus problemas. El pensamiento político queda apresado en las circunstancias históricas y locales, se pierde en estas sociedades volumi­nosas. Esto es sin duda lo que hace que los antagonismos sean moderados, es nuestra posibilidad de paz. Puede ser tam­bién que se sientan tentados por la guerra, que no resolverá ningún problema, pero que permitiría diferirlos. Por lo que se convierte al mismo tiempo en un riesgo de guerra para todos. La política mundial es confusa porque las ideas de las que depende son demasiado estrechas para abarcar su cam­po de acción.

Si, para acabar, fuera necesario dar una fórmula filosófica de nuestras observaciones, diríamos que nuestro tiempo ha hecho y hace, más que ningún otro quizás, la experiencia de la contingencia. En primer lugar contingencia del mal: no hay ninguna fuerza, en el principio de la vida humana, que la dirija hacia su perdición o hacia el caos. Por el contrario hemos visto que, espontáneamente, cada gesto de nuestro cuerpo o de nuestro lenguaje, cada acto de la vida política, tiene en cuenta a los demás y se supera, en lo que tiene de singular, hacia un sentido universal. Cuando nuestras ini­ciativas se hunden en la pasta del cuerpo, en la del lenguaje, o en la de este mundo desmesurado que nos es dado para que lo acabemos, no es que un genio maligno se oponga a nuestras voluntades: no se trata más que de una especie de inercia, de una resistencia pasiva, de un desfallecimiento del sen­tido — de una adversidad anónima. Pero también el bien es contingente. No se dirige el cuerpo reprimiéndolo, ni el len­guaje colocándose en el pensamiento, ni a la historia con juicios de valor, hay que desposar cada una de estas situa­ciones, y cuando se superan, es espontáneamente. El progreso no es necesario con una necesidad metafísica: solamente po­demos decir que muy probablemente la experiencia acabará por eliminar las soluciones falsas y librándose de los calle­jones sin salida. Pero, ¿a qué precio, con cuántos rodeos? En principio ni siquiera está excluido que la humanidad, como una frase que no acaba de realizarse, fracase en el camino.

           Es verdad que el conjunto de los seres conocidos con el nombre de hombres y definidos por los caracteres físicos que sabemos tiene también en común una luz natural, una aber­tura al ser que hace que las adquisiciones de la cultura sean comunicables a todos y sólo entre ellos. Pero este resplandor que encontramos en toda mirada humana, se ve tan bien en las formas más crueles del sadismo como en la pintura ita­liana. Él es quien hace que todo sea posible por parte del hombre, y hasta sus últimas consecuencias. El hombre es absolutamente distinto de las especies animales, pero preci­samente porque no tiene ningún pertrechamiento especial y es el lugar de la contingencia, a veces bajo la forma de una especie de milagro, en el sentido de milagro griego por ejem­plo, a veces bajo la de una adversidad sin intenciones. Nues­tro tiempo está lejos de poder explicar al hombre por lo que de superior hay en él, tanto como por lo que hay de inferior. Explicar la Gioconda por la historia sexual de Leonardo de Vinci o explicarla por alguna moción divina de la que Leo­nardo fuera el instrumento o por alguna naturaleza humana capaz de belleza, es ceder a la ilusión retrospectiva, es pensar por adelantado en lo válido es continuar desconociendo el momento humano por antonomasia, en el que una vida tejida de casualidades se vuelve sobre sí misma, se capta de nuevo y se expresa. Si hoy existe un humanismo, se deshace de la ilusión a la que tan bien alude Valéry al hablar de "este hombrecito que está dentro del hombre y que nosotros supo­nemos siempre". Alguna vez los filósofos pensaron poder dar cuenta de nuestra visión por la imagen que de ella se forma en nuestra retina. Es que suponían que detrás de la imagen de la retina había otro hombre, con otros ojos, otra imagen de retina, que se encargaba de ver la primera. Pero con este hombre interior en el hombre, el problema sigue siendo el mismo y se trata de llegar a comprender como estos órganos ciegos acaban por realizar una percepción. El "hombrecito que hay en el hombre", no es más que el fantasma de nuestras operaciones expresivas realizadas, y el hombre que es admi­rable, no es este fantasma, es el que, instalado en su cuerpo frágil, con un lenguaje del que ha hecho uso tantas veces, en una historia titubeante, se reúne y comienza a ver, a comprender, a significar. El humanismo de hoy ya no tiene nada de decorativo ni decoroso. Ya no prefiere al hombre en contra de su cuerpo, al espíritu en contra de su lenguaje, los valo­res en contra de los hechos. Ya no habla del hombre y del espíritu más que sobriamente, con pudor: el espíritu y el hombre no son nunca, se reflejan en el movimiento por el que el cuerpo se hace gesto, el lenguaje obra y la coexistencia verdad.

        Entre este humanismo y las doctrinas clásicas, no hay más que una relación de homonimia. Estas afirmaban la exis­tencia de un hombre de derecho divino (el humanismo del progreso necesario es una teología secularizada). Cuando las grandes filosofías racionalistas entraron en conflicto con la religión revelada, fue porque oponían a la creación divina algún mecanismo metafísico que no eludía ni mucho menos la idea de un mundo fortuito. Hoy, un humanismo no opone a la religión una explicación del mundo: empieza por la toma de conciencia de la contingencia, luego viene la constatación continuada de una unión sorprendente entre el hecho y el sentido, entre mi cuerpo y yo, entre yo y los demás, mi pen­samiento y mi palabra, la violencia y la verdad, es la nega­ción metódica de las explicaciones, porque destruyen la mez­cla de que estamos hechos, y nos hacen incomprensibles para nosotros mismos. Valéry dice profundamente: "No vemos en lo que podría pensar un dios" — un dios, después nos dice que tampoco un demonio. El Mefistófeles de Mi Fausto dice muy bien: "Soy el ser sin carne que no duerme ni piensa. Desde el momento en que estos pobres locos se alejan del instinto, me pierdo en el capricho, la inutilidad o la profundidad de estas irritaciones de sus mentes que ellos llaman "ideas"... Me pierdo en este Fausto que a veces me parece que me com­prende de una manera diferente de la necesaria, ¡cómo si hu­biera otro mundo diferente del otro mundo!... En estos mo­mentos es cuando se cierra y se divierte, cuando amasa y rumia esta mezcla de lo que sabe y de lo que ignora, que ellos llaman pensamiento (...). Yo no sé pensar y no tengo alma..."7. Pensar es propio del hombre, cuando es volver siempre en sí, introducir entre dos distracciones el tenue espacio vacío por el que vemos algo.

          Idea severa y — valga la expresión — casi vertiginosa. Te­nemos que concebir un laberinto de idas y venidas espontá­neas, que se entrecruzan, a veces se cortan, tantas mareas de desorden — y que toda la empresa descanse en ella misma. Uno se explica que ante esta idea, que vislumbran tan bien como nosotros, nuestros contemporáneos se aparten de ella y busquen una tabla de salvación. El fascismo es (excluyendo y respetando todas las otras formas de aproximarse el fenó­meno) la retirada de una sociedad ante una situación en la que la contingencia de las estructuras morales y sociales es manifiesta. El miedo de lo nuevo que galvaniza y reafirma precisamente las mismas ideas que la experiencia histórica había gastado. Fenómeno que está muy lejos de haber sido superado por nuestro tiempo. El favor de que goza en Francia hoy una cierta literatura ocultista es un fenómeno análogo. Bajo el pretexto de que nuestras ideas económicas, morales o políticas están en crisis, el pensamiento ocultista querría instaurar instituciones, costumbres, tipos de civilizaciones que responden todavía menos a nuestros problemas, pero que pretenden encerrar un secreto, que se espera descifrar soñando alrededor de los documentos que guardamos. Mientras que es el papel del arte, de la literatura, e incluso quizás de la filosofía la creación de lo sagrado, el ocultismo lo busca ya hecho, por ejemplo en los cultos solares o en la religión de los indios de América, olvidando que la etnología nos mues­tra cada día con más claridad con qué miedos, con qué me­noscabo, con qué impotencia el paraíso arcaico está a menudo hecho. En fin, el miedo a la contingencia está en todas partes, incluso en las doctrinas que contribuyeron a revelarla. Mien­tras que el marxismo está enteramente fundado en una superación de la naturaleza por la praxis humana, los marxistas de hoy ocultan lo que una transformación tal trae consigo de riesgo. Mientras que el catolicismo, especialmente en Francia, se ve atravesado por un movimiento de vigorosa investigación comparado con el cual el Modernismo de prin­cipios de siglo parece sentimental y vago, la jerarquía reafir­ma las formas más gastadas de explicación teológica con el Syllabus. Lo comprendemos: es muy cierto que no se puede pensar seriamente la contingencia de la existencia y tener al mismo tiempo en cuenta el Syllabus. Incluso es verdad que la religión es solidaria de un mínimo de pensamiento expli­cativo. François Mauriac, en un reciente artículo, dejaba entender que el ateísmo podía recibir un sentido honorable si no atacaba más que al Dios de los filósofos y de los sabios, a Dios como idea. Pero sin Dios como idea, sin el pensamiento infinito y creador del mundo, Cristo es un hombre, su naci­miento y su Pasión dejan de ser actos de Dios para conver­tirse en los símbolos de la condición humana. No sería razo­nable esperar de una religión que concibiera el mundo, según la hermosa expresión de Goraudoux, como "la cariátide del vacío". Pero el retorno a una teología explicativa, la reafir­mación compulsiva del Ens realissimum traen consigo todas las consecuencias de una trascendencia masiva que la refle­xión religiosa trataba de evitar: de nuevo la Iglesia, su de­pósito sagrado, su secreto inverificable más allá de lo visible, se separan de la sociedad efectiva, de nuevo la duda filosófica no es más que un formulismo, de nuevo la adversidad se llama Satán y el combate contra ella ya está ganado. El pensamiento ocultista se apunta un tanto.

        De nuevo, entre los cristianos y los demás, como entre los marxistas y los demás, la conversación vuelve a ser difícil. ¿Cómo puede haber un intercambio verdadero entre el que sabe y el que no sabe? ¿Qué decir, si no se ve relación, ni siquiera dialéctica, entre el comunismo y el aniquilamiento del Estado, cuando otro dice que la ve? ¿Si no se ve relación entre el Evangelio y el papel del clero en España, cuando otro dice que se puede conciliar? A veces nos ponemos a soñar lo que podría ser la cultura, la vida literaria, la ense­ñanza, si todos los que participan en ella, después de haber rechazado de una vez y para siempre los prejuicios, se entre­garan a la felicidad de reflexionar juntos... Pero este sueño no es razonable. Las discusiones de nuestro tiempo son tan convulsivas porque resiste a una verdad muy cercana, y porque está más cerca quizás que ningún otro de reconocer, sin velo que se interponga, con las amenazas de la adversidad, las metamorfosis de la Fortuna.



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1 Conferencia del 10 de septiembre de 1961 en las Rencontres Inter- nationales de Ginebra.
2 Mauvaises pensées, p. 200.

3 Tel Quel, I, p. 42.

4 Cf. en Point du, Jour, Le langage automatique.

5 Légitime défense.

6 Psychologie de l'Art.


7 Mon Faust, p. 157.









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