lunes, 31 de octubre de 2011

Hommage à Henri Bergson - M. Merleau-Ponty

    

Hommage à Henri Bergson 
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Homenaje a Henri Bergson 
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 M. Merleau-Ponty










                          Bergson haciéndose (1)






Hay más de una paradoja en la fortuna del bergsonismo. Este filósofo de la libertad, decía Péguy en 1913, tuvo contra él al partido radical y a la Universidad; este enemigo de Kant tuvo contra él al partido de Acción Francesa; este amigo del espíritu tuvo contra él al partido devoto; además de sus enemigos naturales estuvieron contra él los enemigos de sus enemigos. En estos años en los que parece existir una predilección por gente irregular como Péguy y Georges Sorel, se podría casi describir a Bergson como un filósofo maldito, si se olvidara que en las mismas fechas y desde hacía trece años era seguido por un auditorio unánime en el Colegio de Francia, que desde hacía doce años era miembro de una Universidad, y que pronto lo sería de la Academia.

La generación a la que pertenezco no ha conocido más que al segundo Bergson, ya retirado de la enseñanza y casi si­lencioso durante la larga preparación de las Deux Sources, considerado por el catolicismo más ya como una luz que como un peligro, el Bergson que los profesores racionalistas enseñaban ya en sus clases. Entre nuestros predecesores, que él había formado, aunque no existiera jamás una escuela bergsoniana, gozó de un crédito inmenso. Hay que esperar hasta el período reciente para ver aparecer un post-bergsonismo sombrío, exclusivista, como si no se rindiera un home­naje mejor a Bergson admitiendo que pertenece a todos...

¿Cómo pudo convertirse en un autor casi canónico, él que había revolucionado la filosofía y las letras? ¿Fue él quien cambió? Veremos que no ha cambiado demasiado. ¿O, quizás cambió a su público, lo convirtió a su propia osadía? La verdad es que hay dos bergsonismos, el de la audacia, cuando la filosofía de Bergson luchaba, y bien, según dice Péguy, y el de después de la victoria, persuadido de antemano de todo aquello que Bergson tardó mucho tiempo en encontrar, ya pertrechado de conceptos, mientras que Bergson formuló él mismo los suyos. Si se las identifica con la causa vaga del espiritualismo o de alguna otra entidad, las intuiciones bergsonianas pierden su mordiente, se generalizan, se mini­mizan. Este no es más que un bergsonismo retrospectivo o del exterior. Encontró su fórmula cuando el Padre Sertillanges escribió que la Iglesia ya no pondría hoy a Bergson en el índice, no porque se retracte de su juicio de 1913, sino porque ahora sabe cómo debía acabar la obra... Bergson no esperó a saber a donde conducía su camino para tomarlo, o, mejor todavía, para hacerlo. No esperó el Deux Sources para permitirse Matière et Mémoire y la Evolution Créatrice. Aunque el Deux Sources corrigiera las obras condenadas, no tendría sentido sin ellas, no sería célebre sin ellas. Hay que tomarlo o dejarlo. No se puede tener la verdad sin ries­go. Ya no hay filosofía posible si se miran primero las con­clusiones; el filósofo no busca los atajos, anda todo su ca­mino. El bergsonismo establecido deforma a Bergson. Bergson inquietaba, aquél tranquiliza. Bergson era una conquista, el bergsonismo defiende, justifica a Bergson. Bergson era un contacto con las cosas, el bergsonismo es un conjunto de opiniones recibidas. Las conciliaciones, las celebraciones, no tendrían que hacernos olvidar el camino que Bergson, solo, trazó y del cual nunca renegó, esta manera directa, sobria, inmediata, insólita, de rehacer la filosofía, de buscar lo profundo en la apariencia y lo absoluto más allá de nuestros ojos, en fin, con los mejores modos, el espíritu de descubrimiento que es la fuente primera del bergsonismo.

Acababa su curso de 1911 con estas palabras que recogió la revista Les Etudes: "Si el sabio, el artista, el filósofo se aferran a la conquista de la fama, es porque les falta la seguridad absoluta de haber creado algo duradero. Dadles esta seguridad, y veréis en seguida que hacen muy poco caso del ruido que rodea su nombre." A fin de cuentas lo único que deseó es haber escrito libros que vivieran. Por lo tanto no podemos dar testimonio de esto más que diciendo de qué manera está presente en nuestro trabajo, en qué páginas de su obra, según nuestras preferencias y parcialidades, creemos, como su auditorio de 1900, sentirlo en "contacto con la cosa."



Es filósofo en primer lugar por su manera de volver a descubrir toda la filosofía como sin saberlo, examinando uno de los principios de mecánica de los que se servía sin rigor Spencer. Entonces es cuando se da cuenta de que no nos acer­camos al tiempo apretándole, como con unas pinzas, entre los mojones de la medida, que por el contrario es necesario, para tener una idea de él, dejarle que se haga libremente, acompañar el nacimiento continuo que le hace siempre nuevo, y precisamente por esto, siempre el mismo.

Su mirada de filósofo ha encontrado en esto otra cosa y más de lo que buscaba. Pues si el tiempo es esto, no hay nada que yo pueda ver desde fuera. Desde fuera no tendría más que su huella, no asistiría a su empuje generador. El tiempo soy yo, soy la duración que yo capto, hay en mí la duración que se capta a sí misma. Y desde este momento estamos en lo absoluto. Extraño saber absoluto, puesto que no conocemos todos nuestros recuerdos, ni tampoco toda la densidad de nuestro presente, y que mi contacto conmigo mis­mo es "coincidencia parcial", según una frase que Bergson empleará a menudo y que, a decir verdad, presenta un problema. En todo caso, cuando se trata de mí, porque es par­cial es por lo que el contacto es absoluto, porque me tomo en mi duración la conozco como persona, y porque me desborda tengo de ella una experiencia que no se puede concebir ni más estrecha ni más próxima. El saber absoluto no es volar sobre las cosas, es inherencia. Es una gran novedad en 1889, que por lo demás tiene porvenir, dar como principio a la filosofía, no un pienso y sus pensamientos inmanentes, sino un Ser-uno mismo cuya cohesión es también desgarramiento.

Puesto que en esto coincido con una no-coincidencia, la experiencia es susceptible de extenderse más allá del ser-particular que soy. La intuición de mi duración es el aprendizaje de una manera general de ver, el principio de una especie de "reducción" bergsoniana que vuelve a considerar todas las cosas sub specie durationis, y lo que llamamos sujeto, lo que llamamos objeto, e incluso lo que llamamos espacio: porque se ve dibujarse ya un espacio de lo interior, que es el mundo por el que Aquiles anda. Hay seres, estruc­turas, como la melodía (Bergson dice: organizaciones) que no son nada más que una cierta manera de durar. La dura­ción no es sólo cambio, devenir, movilidad, es el ser en el sentido vivo y activo de la palabra. No se coloca el tiempo en el lugar del ser, se le comprende como ser naciente, y hay que abordar ahora todo el ser desde el punto de vista del tiempo.

Se vio muy bien todo esto cuando apareció Matière et Mémoire, o por lo menos se debería haber visto. Pero el libro sorprendió, pareció oscuro; todavía hoy es el menos leído de los grandes libros de Bergson. Es en él sin embargo donde se ensanchan de una manera decisiva el campo de la duración y la práctica de la intuición. Olvidando, como ya dijo, su anterior libro, siguiendo para ella otra línea de hechos, tomando contacto con el compuesto de alma y cuerpo, Bergson se veía conducido de nuevo a la duración, pero ésta recibía en la nueva aproximación nuevas dimensiones, y reprochar a Bergson lo que llamamos un desliz de sentido y que no es más que la misma investigación. Sería ignorar una ley de una filosofía que no pretende ser sistemática, sino llegar a la reflexión plena, y que quiere hacer hablar al ser. Desde ahora la duración es el medio en el que el alma y el cuer­po encuentran su articulación porque el presente y el cuerpo, el pasado y el espíritu, diferentes en naturaleza, se infiltran sin embargo el uno dentro del otro. La intuición no es ya de ninguna manera simple coincidencia o fusión: se extiende a "límites", como la percepción pura y la memoria pura, y también a lo que hay entre las dos, a un ser que, según Bergson, se abre hacia el presente y hacia el espacio en la medida en que apunta a un porvenir y dispone de un pasado. Existe una vida, Maurice Blondel diría después una "hibri­dación" de las intuiciones, una "doble expansión" hacia la materia y hacia la memoria. La intuición ve juntarse los opuestos tomándoles en su diferencia extrema.

Se deformaría mucho a Bergson por ejemplo minimizando la sorprendente descripción del ser percibido en Matière et Mémoire. El no dice en absoluto que las cosas sean imágenes en un sentido restrictivo, de lo "psíquico" o de las almas, dice que su plenitud bajo mi mirada es tal que es como si mi visión se hiciera en ellas y no en mí, como si ser vistas no fuera para ellas más que una degradación de su ser eminente, como si ser "representadas" — aparecer en la "cámara oscura" del sujeto, dice Bergson —, lejos de ser su definición re­sultara de su profusión natural. Nunca se había establecido todavía este circuito entre el ser y yo, que hace que el ser sea "para mí" espectador pero que a su vez el espectador sea "para el ser". Jamás se había descrito así el ser bruto del mundo percibido. Al desvelarlo después de la duración na­ciente, Bergson encuentra de nuevo en el corazón del hombre un sentido presocrático y "prehumano" del mundo.

Durée et Simultanéité, que es, según Bergson repite a menudo, un libro de filosofía, se instalará más resueltamente todavía en el mundo percibido. Hoy como hace treinta años algunos físicos reprochan a Bergson que introduzca al observador en la física relativista, para la cual el tiempo no es relativo, dicen, más que a los instrumentos de medida o al sistema referencial. Pero lo que Bergson quiere mostrar, es precisamente que no hay simultaneidad entre las cosas en sí, que, por muy cercanas que se encuentren, cada una es en sí. Únicamente las cosas percibidas pueden participar en la misma línea de presente, y a la inversa, en cuanto hay percepción, hay en seguida y sin ninguna medida, simultaneidad de simple vista, no sólo entre dos acontecimientos del mismo campo, sino también entre todos los campos perceptivos, to­dos los observadores, todas las duraciones. Si se tomara a todos los observadores a la vez, y no como son vistos por uno de ellos, sino como son para sí mismos y en el absoluto de sus vidas, estas duraciones solitarias, al no poder ya ser aplicadas una sobre la otra, medidas una por otra, dejarían de presentar desplazamientos y por tanto de fragmentar el universo del tiempo. Así pues esta restitución de todas las duraciones juntas, que no es posible en su fuente interna, puesto que cada uno de nosotros no coincide más que con la suya, se hace, decía Bergson, cuando los sujetos encarnados se perciben entre sí, cuando sus campos perceptivos se recortan y se envuelven, cuando se ven el uno al otro percibiendo el mismo mundo. La percepción pone en su orden propio una duración universal, y las fórmulas que permiten pasar de un sistema de referencia a otro son, como toda la física, obje­tivaciones secundarias que no pueden decidir sobre lo que tiene sentido en nuestra experiencia de sujetos encarnados, ni del ser integral. Era esbozar una filosofía que hiciera reposar lo universal sobre el misterio de la percepción y se propusiera, como Bergson dijo, no volar sobre ella sino hun­dirse en ella.

La percepción es en Bergson el conjunto de "aquellas potencias complementarias del entendimiento", las únicas que son a la medida del ser, y que al abrirnos hacia él, "se perciben a sí mismas trabajando en las operaciones de la naturaleza". Si sólo sabemos percibir la vida, habrá que aceptar que el ser de la vida es del mismo tipo que esos seres simples e indivisos de los que las cosas ante nuestros ojos, más viejas que todo lo fabricado, nos ofrecen el modelo, y la operación de la vida se nos aparecerá como una especie de percepción. Cuando se constata que con largos preparativos monta un aparato visual sobre una línea de evolución, y a veces el mismo aparato sobre líneas de evolución divergentes, se cree ver un gesto único, como el de mi mano para conmigo, detrás de los detalles convergentes, y la "marcha hacia la visión" en las especies se hace depender del acto total de visión tal como lo había descrito Matière et Mémoire. Bergson se refiere a ello expresamente. El es quien baja más o menos a los organismos. Esto no quiere decir que el mundo de la vida sea una representación humana, ni tampoco que la per­cepción humana sea producto cósmico: esto quiere decir que la percepción originaria que encontramos en nosotros mis­mos y la que se transparenta en la evolución como su prin­cipio interior, se entrelazan, se comen terreno o se envuelven una con otra. Ya encontremos en nosotros mismos la apertu­ra al mundo, ya captemos la vida desde el interior, siempre hay la misma tensión entre una duración y otra duración que la rodea por fuera.

Se ve pues con toda claridad en el Bergson de 1907 la intuición de las intuiciones, la intuición central, y ésta está muy lejos de ser, como se ha dicho injustamente, "un no sé qué", un hecho de genialidad incontrolable. La fuente en la que bebe y en la que toma el sentido de su filosofía, ¿por qué no ha de ser simplemente la articulación de su paisaje interior, la manera de encontrar con su mirada las cosas o la vida, su vivida relación consigo mismo, la naturaleza y los vivos, su contacto con el ser en nosotros y fuera de nosotros? Y, para esta intuición inagotable, ¿no es el mundo visible y existente, tal como lo describía Matière et Mémoire, la me­jor "imagen mediadora"? 



Incluso cuando pase a la trascendencia por arriba, nunca creerá Bergson poder llegar a ella más que por una especie de "percepción". La vida que, por encima de nosotros, resuelve siempre los problemas diferen­temente de como los hubiéramos resuelto nosotros, se parece menos a un espíritu de hombre que a esta visión inminente o eminente que Bergson entreveía en las cosas. El ser perci­bido es aquel ser espontáneo o natural que los cartesianos no vieron, porque buscaban el ser sobre un fondo de nada, y por­que, según Bergson para "vencer la inexistencia", necesita­ban lo necesario. El describe un ser preconstituido, siempre supuesto en el horizonte de nuestras reflexiones, siempre pre­sente para descargar la angustia y el vértigo cuando está a punto de nacer.

Verdaderamente es un problema saber por qué no pensó la historia desde dentro como hizo con la vida, por qué no em­prendió también en la historia la búsqueda de los actos simples e indivisos que, para cada período o cada acontecimiento, constituyen la disposición de los hechos parcelarios. Supo­niendo que todo período es todo lo que puede ser, un aconte­cimiento entero, todo en un acto, y que el prerromanticismo, por ejemplo, es una ilusión post-romántica, Bergson parece que declina de una vez para siempre esta historia de lo pro­fundo. Sin embargo Péguy había intentado describir la emergencia de un acontecimiento, cuando algunos comienzan y otros responden — y también la realización histórica, la res­puesta de una generación a lo que fue empezado por otra. Veía la esencia de la historia en la unión de los individuos y los tiempos que es difícil, puesto que el acto, la obra, el pasa­do son inaccesibles en su simplicidad a los que los ven desde fuera—, puesto que hacen falta años para hacer la historia de aquella revolución que se llevó a cabo en un día, porque un comentario infinito no agota esta página que se escribió en una hora. Las probabilidades de error, de desviación, de fracaso son enormes. Pero es la ley cruel de los que escriben, actúan, o viven públicamente — es decir de todos los espíritus encarnados—: tienen que esperar de los demás, o de los sucesores, otra realización de lo que hacen — otro y él mismo, dice profundamente Péguy, porque también son hombres, es decir: porque, en esta substitución, se convierten en los seme­jantes del iniciador. En esto hay, decía, una especie de escándalo, pero "escándalo justificado", y por consiguiente "misterio". El sentido se rehace con riesgo de deshacerse, es un sentido voluble, muy de acuerdo con la definición bergsoniana del sentido, que es "más que una cosa pensada un movimiento de pensamiento, más que, un movimiento de di­rección". En esta red de llamadas y respuestas, en la que el comienzo se metamorfosea y se realiza, hay una duración que no es de nadie y que es de todos, una "duración pública", el "ritmo y la velocidad propios del acontecimiento del mun­do" que serían, decía Péguy, el tema de una sociología ver­dadera. Con esto había probado pues que una intuición bergsoniana de la historia es posible.

Pero Bergson, que decía en 1915 que había conocido el "pensamiento esencial" de Péguy, no lo siguió en este punto. No hay en Bergson un valor "propio" de la "inscripción histórica", ni generaciones que llaman y generaciones que res­ponden: no hay más que una llamada heroica del individuo al individuo, una mística sin "cuerpo místico". No hay para él un único tejido en el que el bien y el mal se encuentran juntos; hay sociedades naturales atravesadas por las irrupciones de la mística. Durante los largos años en los que pre­para Deux Sources, no parece que se haya impregnado de historia como se había impregnado de vida, no encontró, trabajando sobre la historia, como había encontrado traba­jando sobre la vida, "potencias complementarias del entendimiento" en inteligencia con nuestra propia duración. Es demasiado optimista en lo que concierne al individuo y su poder de encontrar las fuentes, demasiado pesimista en lo que se refiere a la vida social, para admitir como definición de historia la de un "escándalo justificado". Y quizás este dejar atrás los opuestos se manifiesta en toda su doctrina: el hecho es que el Pensée et le Mouvant, poco más o menos en la época de Deux Sources, rectifica en el sentido de una delimitación total — no sin algunas "usurpaciones"—, las relaciones de implicación que la Introduction a la Métaphysique había establecido entre filosofía y ciencia, intuición e inteligencia, espíritu y materia. Si decididamente no existe para Bergson misterio de la historia, si no ve, como Péguy, que los hombres estén implicados unos en otros, si no es sen­sible a la presencia anunciadora de los símbolos alrededor nuestro y a los intercambios profundos de los que son vehícu­lo — si por ejemplo no descubre en los orígenes de la demo­cracia, más que su "esencia evangélica" y el cristianismo de Kant y de Rousseau—, su manera de cortar por lo sano ciertas posibilidades y de parar el sentido último de su obra, todo esto debe expresar una preferencia fundamental, forma parte de su filosofía, y debemos tratar de comprenderla.

Lo que en él se opone a cualquier filosofía de la mediación y de la historia, es un dato muy antiguo de su pensamiento, la certeza de un estado "semi-divino" en el que el hombre ignorara el vértigo y la angustia. La meditación de la historia ha desplazado esta convicción sin atenuarla. En tiempos de la Evolution Crétrice, la intuición filosófica del ser natural bastaba para reducir los falsos problemas de la nada. En Deux Sources, el "hombre divino" se ha hecho "inaccesible", pero Bergson continúa poniendo en perspectiva sobre él toda la historia humana. El contacto natural con el ser, la ale­gría, la serenidad —el quietismo—, continúan siendo esen­ciales en Bergson, sólo que se ven desplazados, de la expe­riencia de derecho generalizable del filósofo a la experiencia excepcional del místico, que, se abre sobre otra naturaleza, sobre otros posibles, que son ilimitados. Es el desdoblamiento de la naturaleza en una naturaleza naturante y una natura­leza naturada irreconciliadas que lleva a cabo en Deux Sources la distinción de Dios y de su acción sobre el mundo, distin­ción que sólo era virtual en las obras precedentes. Bergson no dice claramente Deus sive Natura pero si no lo dice es que Dios es otra naturaleza. En el momento que separa definitivamente la "causa trascendente" de su "delegación te­rrestre", la palabra naturaleza está todavía en su pluma. En Dios se concentra ahora todo lo que había de verdaderamente activo y creador en el mundo, que no es más que "decisión" o "cosa creada". Pero la relación del hombre con esta Sobre-naturaleza sigue siendo la relación directa que los libros anteriores descubrían entre la intuición y el ser na­tural. Existe el acto simple que ha hecho a la especie huma­na; existe la acción simple y simplificadora de Dios en la mística; pero no existe ningún acto simple que instaure el dominio de la historia y del mal. No es más que el vacío entre los dos. El hombre está formado de dos principios sim­ples, pero no por ello es doble. La historia, oscilando entre naturaleza naturada y naturaleza naturante, no tiene subs­tancia propia. No está maldita, el universo sigue siendo una "máquina de hacer dioses", y después de todo esto no es imposible, puesto que la naturaleza naturada se origina en la naturaleza naturante. Pero si un día la máquina de hacer dioses logra llevar a cabo lo que nunca ha podido hacer, será como si la creación parada se pusiera de nuevo en movimien­to. Nada anuncia esta Gran Primavera. No leemos en nin­guna parte, ni siquiera en clave, ningún signo que reúna nuestras dos naturalezas. El mal y el fracaso no tienen sen­tido. La creación no es un drama que va hacia un futuro. Es más bien un esfuerzo atascado, y la historia humana un ex­pediente para volver a poner en movimiento a la masa.



De ahí viene una filosofía religiosa extraordinaria, muy personal, y desde algunos puntos de vista pre-cristiana. La experiencia mística es lo que queda de la unidad primordial, que se ha roto cuando la cosa creada ha aparecido por "simple decisión" del esfuerzo creador. ¿Cómo franquear este muro de detrás de nosotros que es nuestro origen, cómo en­contrar de nuevo rastro del naturante? No será la inteligencia quien lo haga: no se puede rehacer la creación con lo creado. Incluso la prueba inmediata de nuestra duración no puede anular la fisión que es su origen, para unirse con el naturante mismo. Por esto es por lo que Bergson dice que la experiencia mística no tiene por qué preguntarse si el principio con el que nos pone en contacto es Dios o su dele­gación sobre la tierra. Ella experimenta la invasión consentida de un ser que "puede inmensamente más que ella". No digamos ni siquiera de un ser todopoderoso: la idea del todo, dice Bergson, es tan vacía como la de la nada y lo posible si­gue siendo para él la sombra de lo real. El Dios de Bergson es más que infinito inmenso, o mejor aún es un infinito cuali­tativo. Es el elemento de la alegría o el elemento del amor en el sentido que el agua y el fuego son elementos. Como los seres sensibles y los seres humanos, es una animación y no una esencia. Los atributos metafísicos, que parecen determinarlo, son, según Bergson, como todas las determinaciones, negaciones. Aunque se volvieran visibles, ningún hombre religioso reconocería en ellos al Dios a quien reza. El Dios de Bergson es un ser singular, como el universo, un inmenso esto, y Berg­son mantuvo incluso en teología su promesa de una filosofía hecha para el ser actual, y que no se aplica más que a él. Si entramos en la computación de lo imaginario, hay que reconocer, dice, que "el conjunto hubiera podido ser muy supe­rior de lo que es". Nadie hará que la muerte sea un compo­nente del mejor mundo posible. Pero no se trata sólo de que las soluciones de la teodicea clásica son falsas, sino que sus problemas no tienen sentido en el orden en que Bergson se coloca, y que es el de la contingencia radical. No se trata ahora del mundo concebido o de Dios concebido si no del mundo existente y de Dios existente, y lo que en nosotros conoce este orden está por encima de nuestras opiniones y de nuestros enunciados. Nadie conseguirá que los hombres no amen su vida, por muy miserable que sea. Este juicio vital pone la vida y a Dios al margen de las acusaciones así como de las justificaciones. Y si quisiéramos comprender cómo la naturaleza naturante ha podido producir una naturaleza naturada en la que no se realice plenamente, porque, por lo menos provisionalmente, el esfuerzo creador se ha parado, qué obstáculo ha encontrado y de qué manera un obstáculo podía ser insuperable para él, Bergson estaría de acuerdo en que su filosofía — menos en lo que se refiere a otros planetas en los que la vida se ha desarrollado mejor—, no responde a este género de preguntas pero es porque no tiene por qué ponerlas, puesto que no es una génesis del mundo — ni siquiera, como estuvo a punto de serlo, "integración y diferen­ciación" del ser—, sino la localización deliberadamente parcial, discontinua, casi empírica, de diferentes núcleos de ser.

Resumiendo, hay que dar la razón a Péguy cuando dice que esta filosofía "por primera vez... atrajo la atención sobre lo que tenía de propio el ser mismo y la articulación del presente". El ser naciente, del que no me separa ninguna repre­sentación, que contiene de antemano las imágenes que pode­mos captar de él, incluso discordantes e incomponibles, que está ante nosotros, más joven y más viejo que lo posible y lo necesario, y que una vez nacido, no podrá cesar nunca de haber sido, y continuará siendo en el fondo de los otros pre­sentes, se comprende que a principios de siglo los libros que redescubrían este ser olvidado y sus poderes fueran consi­derados como un renacimiento, una liberación de la filosofía, y su fuerza desde este punto de vista está intacta. Hubiera sido hermoso que la misma mirada de los orígenes se hubiera dirigido en seguida hacia las pasiones, los acontecimientos, las técnicas, el derecho, el lenguaje, la literatura, para en­contrar lo espiritual propio de cada uno de ellos, tomándolos como monumentos y profecías de un hombre hierático, claves de un espíritu interrogativo. Bergson creía en la constatación y en la invención, pero no creía en el pensamiento interroga­tivo. Pero incluso en esta restricción de su campo, es ejem­plar por su fidelidad a lo que ha visto. En las conversaciones religiosas de los últimos años, en los que su filosofía se en­contraba, a título de aportación experimental y de auxiliar benévolo, encuadrada en el conjunto tomista —como si no estuviera claro que algo esencial se pierde cuando se le añade algo—, lo que, por mi parte, me asombra es la tran­quilidad con la que Bergson, en el mismo momento en el que da al catolicismo un asentimiento personal y una adhesión moral, mantiene en filosofía su método. Después de haber conservado su línea en las disensiones, la mantuvo en las reconciliaciones finales. Su esfuerzo y su obra, que volvieron a poner a la filosofía en el presente e hicieron ver lo que puede ser hoy un acercamiento al ser, enseñan también como un hombre de antaño permanecía irreductible, que no hay que decir nada que no se pueda "mostrar", que hay que saber esperar — y hacer esperar, disgustar e incluso complacer, ser uno mismo, ser verdadero—, y que por lo demás entre los hombres esta firmeza no está maldita, puesto que, buscando lo verdadero, encontró además el bergsonismo. (*)











(1) Texto leído en la sesión de homenaje a Bergson que cerraba el Congreso Bergson (17-20 mayo de 1959), publicado por el Bulletin de la Société Françoise de Philosophie. 

 (*) Fuente: Signos, Barcelona, Edit. SEIX BARRAL, 1964.




lunes, 17 de octubre de 2011

Merleau-Ponty: Causeries 1948: "Exploration du monde perçu: l'espace"



Merleau-Ponty: Causeries 1948: "Exploration du monde perçu: l'espace"
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"Exploration of the Perceived World: Space" (English Subtitles)
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"Exploración del mundo
percibido: el espacio"






2. Exploración del mundo
percibido: el espacio


A menudo se observó que el pensamiento y el ar­te modernos son difíciles: es más difícil compren­der y apreciar a Picasso que a Poussin o a Chardin, a Giraudoux o a Malraux que a Marivaux o a Stendhal. Y en ocasiones se ha inferido de esto (como el señor Benda en La France byzantine)(1) que los escritores modernos eran bizantinos, difí­ciles solamente porque no tenían nada que decir y reemplazaban el arte por la sutileza. No existe juicio más ciego que ése. El pensamiento moder­no es difícil, hace diametralmente lo contrario del sentido común porque tiene la preocupación por la verdad y la experiencia ya no le permite, hones­tamente, atenerse a ciertas ideas claras o sencillas a las que el sentido común está vinculado porque le dan tranquilidad.

De este oscurecimiento de las nociones más sencillas, de esta revisión de los conceptos clásicos que persigue el pensamiento moderno en nombre de la experiencia, querría encontrar hoy un ejem­plo en la idea que en primer lugar parece la más clara de todas: la idea de espacio. La ciencia clásica está fundada en una distinción clara del espa­cio y el mundo físico. El espacio es el medio ho­mogéneo donde las cosas están distribuidas según tres dimensiones, y donde conservan su identidad a despecho de todos los cambios de lugar. Hay muchos casos en los que, por haber desplazado un objeto, se ve que sus propiedades cambian -como, por ejemplo, el peso, si se transporta el objeto del polo al ecuador, o incluso la forma, si el aumento de la temperatura deforma el sólido-. Pero justa­mente tales cambios de propiedades no son imputables al propio desplazamiento, ya que el espacio es el mismo en el polo y en el ecuador; son las condiciones físicas de temperatura las que varían aquí y allá; el campo de la geometría sigue siendo rigurosamente distinto del de la física, la forma y el contenido del mundo no se mezclan. Las propiedades geométricas del objeto seguirían siendo las mismas en el curso de su desplazamiento, de no ser por las condiciones físicas variables a las que se ve sometido. Tal era el presupuesto de la ciencia clásica. Todo cambia cuando, con las geo­metrías llamadas no euclidianas, se llega a conce­bir el espacio como una curvatura propia, una al­teración de las cosas por el solo hecho de su desplazamiento, una heterogeneidad de las partes del espacio y de sus dimensiones que dejan de ser sustituibles una por otra y afectan a los cuerpos que en él se desplazan con ciertos cambios. En vez de un mundo donde la parte de lo idéntico y la del cambio están estrictamente delimitadas y re­feridas a principios diferentes, tenemos un mundo donde los objetos no podrían encontrarse consigo mismos en una identidad absoluta, donde forma y contenido están como embrollados y mezclados y que, finalmente, ha dejado de ofrecer esa armadu­ra rígida que le suministraba el espacio homogé­neo de Euclides. Se vuelve imposible distinguir ri­gurosamente el espacio y las cosas en el espacio, la mera idea del espacio y el espectáculo concreto que nos dan nuestros sentidos.

Pero las investigaciones de la pintura moderna concuerdan curiosamente con las de la ciencia. La enseñanza clásica distingue el dibujo  y el co­lor: (a) se dibuja el esquema espacial del objeto, luego se lo llena de colores. Cézanne, por el con­trario, dice: "a medida que se pinta, se dibuja"(2) -queriendo decir que ni en el mundo percibido ni sobre el cuadro (b) que lo expresa, el contorno y la forma del objeto no son estrictamente distin­tos de la cesación o la alteración de los colores, de la modulación coloreada que debe contenerlo todo: forma, color propio, fisonomía del objeto relación con los objetos vecinos-. Cézanne quiere engendrar el contorno y la forma de los objetos como la naturaleza los engendra bajo nuestra mirada: mediante la disposición de los colores. Y de ahí proviene que la manzana que pinta, estudiada con una paciencia infinita en su textura coloreada, termina por hincharse, por es­tallar fuera de los límites que le impondría el jui­cioso dibujo.

En este esfuerzo por recuperar el mundo tal y como lo captamos en la experiencia vivida, todas las precauciones del arte clásico vuelan en pedazos. La enseñanza clásica de la pintura está basa­da en la perspectiva, es decir, que el pintor, en presencia por ejemplo de un paisaje, decide no poner sobre su tela más que una representación totalmente convencional de lo que ve. Ve el árbol a su lado, luego fija su mirada más lejos, sobre la ruta; luego, finalmente, la dirige al horizonte, y, según el punto que fije, las dimensiones aparen­tes de los otros objetos son continuamente modi­ficadas. En su tela, se las arreglará para no hacer figurar más que un acuerdo entre esas diversas vi­siones, se esforzará por encontrar un común denominador a todas esas percepciones atribuyen­do a cada objeto no el tamaño y los colores y el aspecto que presenta cuando el pintor lo mira si­no un tamaño y un aspecto convencional, los que se ofrecerían a una mirada dirigida sobre la línea del horizonte en cierto punto de fuga hacia el cual se orientan en adelante todas las líneas del paisaje que corren del pintor hacia el horizonte. En consecuencia, los paisajes así pintados tienen el aspecto apacible, decente, respetuoso que les viene del hecho de que están dominados por una mirada fijada en el infinito. Están a distancia, el espectador no está comprometido con ellos, es­tán en buena compañía, (c) y la mirada se desliza con facilidad sobre un paisaje sin asperezas que nada opone a su facilidad soberana. Pero no es así como el mundo se presenta a nosotros en el contacto con él que nos da la percepción. A cada mo­mento, mientras nuestra mirada viaja a través del panorama, estamos sometidos a cierto punto de vista, y esas instantáneas sucesivas, para una parte determinada del paisaje, no son superponibles. El pintor sólo logró dominar esa serie de visiones y extraer un solo paisaje eterno a condición de in­terrumpir el modo natural de visión: a menudo cierra un ojo, mide con su lápiz el tamaño apa­rente de un detalle, el que modifica con ese procedimiento, y, sometiéndolos a todos a esa visión analítica, construye así sobre su tela una repre­sentación del paisaje que no corresponde a nin­guna de las visiones libres, domina su desarrollo agitado, pero al mismo tiempo suprime su vibra­ción y su vida. Si muchos pintores, desde Cézan­ne, se negaron a someterse a la ley de la perspec­tiva geométrica, es porque querían volver a adueñarse de él y ofrecer el propio nacimiento del paisaje bajo nuestra mirada, porque no se con­tentaban con un informe analítico y querían al­canzar el propio estilo de la experiencia perceptiva. Las diferentes partes de su cuadro, pues, son vistas desde diferentes puntos de vista, que dan al espectador desatento la impresión de "errores de perspectiva"; pero a quienes miran atentamente dan la sensación de un mundo donde dos objetos jamás son vistos simultáneamente, donde, entre las partes del espacio, siempre se interpone la du­ración necesaria para llevar nuestra mirada de una a otra, donde el ser, por consiguiente, no está dado, sino que aparece o se transparenta a través del tiempo.

Por lo tanto, el espacio no es ya ese medio de las cosas simultáneas que podría dominar un ob­servador absoluto igualmente cercano a todas ellas, sin punto de vista, sin cuerpo, sin situación espacial, en suma, pura inteligencia. El espacio de la pintura moderna, decía hace poco Jean Paulhan, es el "espacio sensible al corazón",(3) donde también nosotros estamos situados, cerca­no a nosotros, orgánicamente ligado a nosotros. "Es posible que en un tiempo consagrado a la medida técnica, y como devorado por la canti­dad, agregaba Paulhan, el pintor cubista celebre a su manera, en un espacio acordado no tanto a nuestra inteligencia como a nuestro corazón, al­guna sorda boda y reconciliación del mundo con el hombre."(4) (*)

Tras la ciencia y la pintura, también la filosofía y sobre todo la psicología parecen percatarse de que nuestras relaciones con el espacio no son las de un puro sujeto desencarnado con un objeto le­jano, sino las de un habitante del espacio con su medio familiar. Ya sea, por ejemplo, comprender esa famosa ilusión óptica ya estudiada por Malebranche y que hace que la Luna, al levantarse, cuando aún está en el horizonte, nos parezca mu­cho más grande que cuando llega al cenit. (5) Aquí, Malebranche suponía que la percepción humana, por una suerte de razonamiento, sobrestima el ta­maño del astro. En efecto, si lo miramos a través de un tubo de cartón o una caja de fósforos, la ilusión desaparece. Por lo tanto se debe a que, al salir, la luna se presenta a nosotros más allá de los campos, los muros, los árboles, y esa gran canti­dad de objetos interpuestos nos hace sensible su gran distancia, de donde inferimos que, para con­servar el tamaño aparente que tiene, al estar sin embargo tan alejada, es preciso que la luna sea muy grande. Aquí, el sujeto que percibe sería comparable al sabio que juzga, estima, infiere, y el tamaño percibido en realidad sería figurado. No es así como la mayoría de los psicólogos de hoy comprenden la ilusión de la luna en el hori­zonte. Han descubierto mediante experiencias sistemáticas que es una propiedad general de nues­tro campo de percepción el hecho de implicar una notable constancia de los tamaños aparentes en el plano horizontal, mientras que, por el con­trario, disminuyen muy rápido con la distancia en un plano vertical, y eso sin duda porque el plano horizontal, para nosotros, seres terrestres, es aquel donde se realizan los desplazamientos vita­les, donde se da nuestra actividad. Así, lo que Malebranche interpretaba por la actividad de una pura inteligencia, los psicólogos de esta escuela lo refieren a una propiedad natural de nuestro campo de percepción, de nosotros, seres encarnados y obligados a moverse sobre la tierra. Tanto en psi­cología como en geometría, la idea de un espacio homogéneo ofrecido por completo a una inteli­gencia incorpórea es reemplazada por la de un espacio heterogéneo, con direcciones privilegia­das, que se encuentran en relación con nuestras particularidades corporales y nuestra situación de seres arrojados al mundo. Tropezamos aquí por primera vez con esa idea de que el hombre no es un espíritu y un cuerpo, sino un espíritu con un cuerpo, y que sólo accede a la verdad de las cosas porque su cuerpo está como plantado en ellas. La próxima conversación nos mostrará que esto no sólo es cierto con respecto al espacio, y que, en general, todo ser exterior sólo nos es accesible a través de nuestro cuerpo, y revestido de atributos humanos que también hacen de él una mezcla de espíritu y cuerpo.






(1) J. Benda, La France byzantine ou le Triomphe de la littérature pure, Mallarmé, Gide, Valéry, Alain, Giraudoux, Suarès, les surréalistes, essai d'une psychologie originelle du littérateur, París, Gallimard, 1945; reed. en París, UGE, col. "10/18", 1970.

(a) Según la grabación: "La enseñanza clásica, en pintura, distingue el dibujo y el color [...]".
(2) Émile Bernard, Souvenirs sur Paul Cézanne, París, Á la rénovation esthétique, 1921, p. 39; retomado en: Joachim Gasquet, Cézanne, París, Bernheim-Jeune, 1926; reed. en Grenoble, Cynara, 1988, p. 204.
(3) En la grabación: "en el cuadro".
(c) Según la grabación: "están, se podría decir, en buena compañía".
(3) "La pintura moderna o el espacio sensible al corazón", en La Table ronde, núm. 2, feb. de 1948, p. 280; "el espacio sensible al corazón", la expresión es retomada en ese artículo reformado para La Peinture cubiste [1953], París, Galhmard, col. "Folio essais", 1990, p. 174.
(4) La Table ronde, ob. cit, p. 280.
(*)Todas las citas que aparecen en estas conversaciones han sido traducidas para la presente edición [N. del T.].
(5) Malebranche, De la recherche de la vérité, 1,1, cap. 7, § 5, ed. por G. Lewis, París, Vrin, tomo 1, 1945, pp. 39-40; en Œuvres complètes, París, Gallimard, col. "La Pléiade", 1979, tomo i, pp. 70-71.


* Texto de: El mundo de la percepción: siete conferencias. Buenos Aires: Fondo de Cultura, Económica de Argentina, 2003. Trad. de Víctor Goldstein


















lunes, 3 de octubre de 2011

Sartre, Merleau-Ponty: Las cartas de la ruptura.



Sartre, Merleau-Ponty: 
Las cartas de la ruptura.







1. J-P. Sartre. 
Hacia el 18 de julio 
Albergue Nacional, Plaza Montecitorio. 
Roma. 

Mi querido Merleau: he esperado mucho tiempo antes de responderte: tenía dudas desde hace tiempo. He querido también hablar sobre ello con el Castor que estaba implicada antes que yo. Ahora estoy seguro de mi respuesta: no puedo aceptar tu solución. Intentaré decirte la razón amistosamente. No te enfades y escúchame. 

Has criticado mi posición directa e indirectamente, en conversación conmigo y públicamente. Yo me he limitado a defenderme. Como si la tuya fuera justa y como si yo tuviera que justificarme por no guardarla. ¿Por qué me he comportado de esta manera? Porque es mi forma de ser: me horroriza acusar, incluso cuando se trata de  defenderme, a la  gente que quiero. Pero es preciso poner un límite. Ya que la verdadera respuesta que debo hacerte es ésta: no apruebo tu posición y la censuro. Bien, me comprenderás: que te apartes de la política (en fin, de esto que nosotros, intelectuales, llamamos política), que prefieras consagrarte a tus investigaciones filosóficas es un acto a la vez legítimo e injustificable. Quiero decir: es legítimo si no intentas justificarlo. Es legítimo si se ampara en una decisión subjetiva que no te compromete más que a ti y que nadie tendría el derecho de reprocharte. Y probarías en efecto que has hecho bien en lo que te concierne si el resultado de este abandono es, como yo lo deseo de todo corazón, créeme, un libro sobre <la prosa del mundo> que sea tan original y tan rico como La Percepción o Humanismo y terror. En  el  fondo, esto lleva a hablar de  vocación.  Tomas conciencia que tu vocación es tal, lo pruebas en tus libros, y tienes razón. Bien. Pero si, en nombre de este gesto individual, pones en cuestión la actitud de aquellos que permanecen sobre el terreno  objetivo de la política y que intentan, ya sea bien o mal, decidirse por motivos objetivamente válidos, mereces  entonces una consideración objetiva. Ya no dices: haría mejor con abstenerme, sino que dices a los otros: es preciso abstenerse. Confieso que me ha apenado leer en L´Express el resumen de una conferencia que has dado a los estudiantes y en el que me calificas públicamente como equivocado. Sí, tomo la interpretación en lenguaje periodístico –y estoy seguro de que has hablado cortés y amistosamente de mí-. Créeme que no se trata de una cuestión de susceptibilidad. Constato simplemente que las palabras que puedes pronunciar si no contra mí,  al menos contra mi actitud presente, tienen de inmediato su repercusión  en la derecha y toman una significación objetiva que no engaña. No  puedes hacer nada contra esto: cualquier cosa que digas, aunque procedas de forma fina y delicada, se convertirá siempre en esto: un filósofo yerra hoy al pronunciarse sobre el Pacto Atlántico, la política del gobierno francés, etc.,  etc. O mejor dicho, él puede pronunciarse si remite sus opiniones a los bloques o partidos que se oponen, pero no si juzga una política más peligrosa que otra. En una palabra: el filósofo hoy no puede tomar actitud política. Esto no significa criticar mi posición en nombre de otra posición, sino intentar neutralizarla, ponerla entre paréntesis en nombre de una no-posición. Pretendes que es preciso saber lo que es el régimen soviético para elegir. Pero como se elige siempre en la ignorancia y no nos está reservado  a nosotros saberlo, sería mala fe  convertir esta dificultad  de principio en una dificultad empírica. Y además, sobre todo, no se trata para nosotros de entrar en el P. C., sino de reaccionar como nosotros pensamos en conciencia en relación a temas urgentes como <el ejército europeo>, la <guerra de Indochina>, etc., etc. Tú me reprochas ir demasiado lejos, acercarme demasiado al P. C. Es posible que tengas razón en este punto y que yo esté equivocado. Pero  yo te reprocho, e incluso más severamente,  que hayas abdicado en circunstancias en las que es preciso decidir como hombre, como francés, como ciudadano y como intelectual tomando tu filosofía como coartada. Pues no eres más filósofo, Merleau, que yo o que Jaspers (o que cualquier otro). Se es <filósofo> cuando se ha muerto y cuando la posteridad no es otra cosa  que algunos libros. Mientras vivamos, somos hombres que, entre otras cosas, escribimos obras de filosofía. Tu lección del Colegio de Francia no era en absoluto convincente si pretendías en ella definir al filósofo: en este sentido, te equivocaste por completo. Y para abordar el primer problema, esta cuestión previa: ¿algo como la filosofía es posible? Sería admirable si se tratara solamente  de un retrato del pintor hecho por él mismo. E incluso de una autojustificación. Pero, en fin, tomándola como tal, ella te impediría juzgar a los no-filósofos. No podría tratarse sino de una zoología: la especie <filósofo> quedaría descrita y fijada (suponiendo que se aceptaran tus premisas) y ella lindaría con otras especies. La comunicación parecería difícil entre ellas: tú abordabas el problema al  fin de la exposición, pero a mi parecer no lo tratabas. Y, después de todo, ni una palabra de tu lección permitía saber si la <presencia reflexiva>  de la que hablabas era una característica accidental, histórica, patológica o, por el contrario, un elemento fundamental. No reconozco como mía esta <presencia reflexiva>; mi ser-ahí, como decimos, no es de esta clase, lo que puede querer decir que yo no soy filósofo (y así lo creo) o que hay otras maneras de ser filósofo. Es absolutamente imposible,  en consecuencia, criticar mi actitud, como tú lo  has hecho en la conferencia que  L´Expressesume, en nombre de esta pseudo-esencia filosófica que no es, desde mi puntode vista, sino una extrapolación de tu propia psicología y de su proyección en el campo de los valores y de los principios. 

Mi conclusión: tu actitud no puede ser  ni ejemplar ni defendible, es el resultado del puro ejercicio de tu derecho a elegir  para ti lo que te conviene mejor. Si intentas criticar a cualquiera  en nombre de esta actitud, le sigues el juego a los reaccionarios y al anticomunismo, y esto es todo. No deduzcas de esto que creo que mi posición no sea criticable. Lo es seguramente y desde todos los puntos de vista: a condición de que los puntos de vista sean ya políticos, es decir, que traduzcan una toma de posición objetiva y fundada sobre motivos objetivos. Un M. R. P. puede criticar mi apreciación de la guerra de Indochina, un socialista puede criticar mi concepción del P. C. Pero nadie tiene el derecho de hacerlo en nombre de la epojé fenomenológica. 

Lo que me molesta en tu caso es que no te he visto intervenir ni a favor de los Rosenberg ni a favor de Henri Martin, ni en el fondo contra los arrestos de comunistas (tu presencia en el Comité de Defensa de las libertades es verdaderamente demasiado reflexiva para que pueda considerársela eficaz)  ni contra aquellos que pretenden la internacionalización de la guerra de Indochina (me refiero a tu actitud presente, ya que antes de tu cambio brusco de 1950 habías condenado apasionadamente esta  guerra). Esto son reacciones humanas ante exigencias inmediatas. Sólo quien  ha satisfecho estas exigencias puede, a mi parecer, criticarme en  Les temps modernes, es decir, plantear un diálogo político. En una palabra, yo antepongo a mi crítico una cuestión previa: ¿y usted, qué hace usted hoy? Si no  haces nada,  no tienes  el derecho de criticar políticamente, simplemente tienes el derecho de escribir tu libro, y es todo. Estate seguro de que lo  digo sin ninguna ironía. Quiero decir: tu elección para ser rigurosa debe limitarse a la pura reflexión sobre la historia y la sociedad. Pero no tienes el derecho a jugar con dos  barajas. Y si quieres que te diga mi opinión completa, es únicamente una pasión subjetiva la que te hace tomar esta actitud contradictoria (contradictoria porque pretendes destruir una política –la de las gentes que piensan como yo-  renunciando a proponer otra). Pretendes condenar lo más rápidamente posible a los que se arriesgarían a condenarte.

No me apetece ni tengo derecho a  condenar tu posición actual, estoy dispuesto a reconocer que tu posición y la mía son perfectamente compatibles y que pueden coexistir incluso hoy. Pero precisamente por esto, condeno vigorosamente y sin vacilar tus tentativas para condenarme. No les concedería en ningún momento la hospitalidad de Les temps modernes, pues entonces me arriesgaría a confundir a mis lectores. Todas las tendencias de izquierdas serán admitidas aquí: quiero decir que todas aquellas que admitan: 
1. que los problemas políticos afectan a todos los hombres y que no está permitido eludirlos ni siquiera bajo el pretexto de que son irresolubles. 
2. todas aquellas que –sea cual sea  su severidad con el P. C.- consideren que no es lícito desconsiderar a un partido que obtiene entre 5 y 6 millones de votos. Estas dos condiciones me parecen excluir rigurosamente tu actitud actual. Te señalo por otra parte que mi <cambio> de actitud no significa ningún cambio en la clientela de  Les temps modernes. Pocas suscripciones nuevas, pocas bajas, las renovaciones habituales. Creo que esto significa que yo he cambiado al mismo tiempo que nuestro público. ¿Te acuerdas, por contrario, de la irritación creciente de los lectores cuando rehusabas tomar partido sobre la guerra de Corea? Este punto de vista también cuenta: tu posición para los lectores de la revista parecía un paso atrás, una manera de protegerse: entiendo que tú  te  quieras justificar: pero  esto no tiene arreglo, me parece (ni por otra parte como mis propios motivos); ellos quieren que se les explique la situación a partir de los principios objetivos que piensan tener en común con la revista. 

Esto es lo que quería decirte. Me gustaría que no veas en esto un gesto inamistoso (para decirlo claramente, el gesto inamistoso es más bien el que tú has llevado a cabo dando esta conferencia  contra mí y sin avisarme salvo por una insinuación que negligentemente dejaste caer en nuestra conversación en el Procope. Esto es lo que el Castor llamaba <un indiscreto abuso de confianza>. Pero no pienso reprochártelo). Simplemente, bien considerado, me parece que tu posición tal y como es hoy no puede exponerse en Les temps modernes. No nos has acompañado en ninguno  de nuestros esfuerzos (Rosemberg-Henri MartinIndochina-Libertades, etc.), no alcanzo a ver entonces en nombre de qué podrías criticarnos desde el interior del equipo.

Desearía, querido Merleau, que todo  esto permanezca sobre el terreno ambiguo de la política y que no olvides por tan poca cosa nuestra larga amistad. 
Muy afectuosamente 
J. P. Sartre 
P. S. Mi respuesta concierne evidentemente al artículo político. Para las notas, me reservo mi opinión, por supuesto, pues no me dices si tú pretendes hacer notas a-políticas o elegir este camino para introducir una <oposición> en Les temps modernes.



2. M. Merleau Ponty. 
París, 8 de julio (1953). 



Querido Sartre: el asunto de la conferencia de la que me hablas tres veces en tu carta (<filosofía y política hoy>) estaba fijada desde hacía meses, como lo ponen de manifiesto los programas impresos por el Colegio filosófico. Habiendo tenido lugar el 29  de mayo, te volví a ver  dos días después en la reunión de  Les temps modernes, y te habría hablado más extensamente si lo hubieras querido. Antes de la misma, y cuando te la anuncié en el Procope, no había pensado exponerte punto por punto lo que iba a decir: pero esto son cosas que ocurrieron en la conversación entre  nosotros. Se sobreentendía, era algo acordado entre tú y yo, que preparaba un artículo de política para la revista y tú no podías encontrar extraño que adelantara en una conferencia algunos fragmentos de lo que debía aparecer pronto en Les temps modernes. Porque se trataba de fragmentos. Hablando poco más de una hora, no hablé de tu posición política más que en el último cuarto de hora. Y en las 14 páginas de notas que había preparado y que tengo ante los ojos sólo hay dos sobre ti y dos páginas de conclusiones en las que doy mi punto de vista sobre el compromiso. Te adjunto un resumen de la conferencia (en las que doy a los dos últimos parágrafos más importancia de la que realmente tuvieron). Te desafío a que me digas entonces qué hay de chocante en la misma. En  Lyon, en la Sorbona, en el Colegio filosófico, en el extranjero, siempre he discutido públicamente tus tesis (y en el Colegio filosófico hace dos o tres años las de El segundo sexo). Ciertamente, el desacuerdo entre tú y yo era mucho más sensible en esta ocasión. Pero el tono no era diferente. No estuve solamente cortés, faltaría más, sino que los oyentes percibieron la amistad por  tu pensamiento que se mostraba en mi manera de ponerlo en cuestión y así me lo dijeron. En fin, fui muy precavido para no decir nada que haya sido inspirado por nuestras conversaciones privadas y que no haya sido explicitado en tus textos públicos. Para hacer una conferencia sobre ti, la materia no me faltaría: no he dicho ni la décima parte de lo que podría decir a propósito de tus recientes estudios políticos, y, por ejemplo, ni siquiera entré en la discusión sobre las nociones de clase, de partido, etc. Me limité a poner una señal indicadora. Si los reaccionarios se alegran de una divergencia de este género, hay entonces dos actitudes a tomar al respecto. Una es la de sacar argumentos para transformar la divergencia en hostilidad: es lo que tú haces, y esto es hacerlos jueces de nuestros debates. La otra consistiría en mostrar que lo que me separa de ti no nos sitúa en dos campos opuestos. Es lo que yo te proponía y lo que tú rechazas. 

No estando de acuerdo contigo, ¿qué podía hacer? Si hubiéramos acordado conjuntamente una actitud política de la revista, habría sido inamistoso –o más bien habría sido una traición- discutirla públicamente. Pero jamás has discutido conmigo la mínima de tus decisiones políticas. Me presentaste como algo decidido el proyecto de abandonar Francia en caso de ocupación (no olvido que me ofrecías ayudarme en este caso, pero no estabas dispuesto a poner en cuestión la decisión misma). Algún tiempo más tarde, me enteré casualmente, en el curso de una conversación, que habías decidido quedarte en cualquier caso. Es verdad que estas decisiones tenían un cariz puramente personal; pero como lo tenía la orientación de Les temps modernes. Conocí por la prensa la creación del RDR y tu posición actual en relación al P. C. leyendo la revista. (Lo que incluso me valió el ridículo de decir y de escribir que tú tan sólo pensabas en una unidad de acción con el P. C. a partir de  objetivos limitados,  y de  defenderte ardorosamente sobre esta base, para enterarme tardíamente por ti mismo, en el curso de una conversación que no habríamos tenido si yo no te la hubiera solicitado, que el trabajo conjunto con los comunistas te había conducido más allá de este punto de partida y que, por ejemplo, ya no considerabas válidas tus obras publicadas). ¿Cómo podría yo estar vinculado por posiciones que considerabas tan celosamente  tuyas? Si encuentras inamistoso que las haya discutido, yo encuentro muy poco amistoso el silencio en el cual las has mantenido. Talento e importancia literaria aparte, que no son ahora objeto de discusión, nos debíamos consideración mutua, porque yo estaba comprometido por lo que tú publicabas sobre política casi en la misma medida en que tú lo estabas por mí (nadie fuera de la revista ha imaginado nunca que yo viviera al margen de tu desarrollo). El día en que fue preciso hablar del famoso affaire de los Campos, te entregué un texto pidiéndote que lo firmaras conmigo. Tú jamás has hecho algo parecido respecto a mí. Pero el actuar así era factible, desde luego. Pero implicaba que me concedieras al menos pleno derecho a discutirte públicamente. Hasta tal extremo que,  verbalmente y por escrito, citabas Humanismo y terror a tu manera, nombrándome, no sin malicia, para vincular mi caso al de Lefort, y, de pasada, mencionabas, no sin sarcasmos (<conocemos la cantinela>, decías), a los desgraciados que sitúan lo social entre el en-sí y el para-sí, reconociéndome los lectores más perspicaces en estas líneas. Para renunciar a hablar de tus tesis, era preciso que yo renunciara a tener una opinión. 

Precisamente, según tú, no debo tener opinión. Debido a una <mutación brusca> que datas de 1950, me habría retirado de la política para dedicarme a la filosofía, decisión tan poco contestable como la de ser alpinista, pero que, como ésta, no puede tener sentido político ni ofrecerse como ejemplar. Como entonces sería una contradicción discutir una  posición política en nombre de una <noposición>, <jugar en dos tableros>, no podría hacer un artículo de política más que para <condenar lo más rápidamente posible a quienes podrían condenarme>, porque no estoy de acuerdo conmigo mismo, asuntos personales que los lectores no serían capaces de entender. 

Lo que tú denominas mi <mutación  brusca> es sobre todo un brusco despertar de tu atención y mi decisión  <subjetiva> una pequeña quiebra en el mundo <objetivo> que te construyes desde hace algún tiempo. No he variado jamás sobre la voluntad de dedicarme a la filosofía y te lo dije un día, hacia 1948, cuando me preguntabas por qué no  abandonaba la enseñanza. He hecho Les temps modernes durante muchos años, como,  durante la guerra, el boletín del movimiento Sartre durante meses, considerando siempre los hechos desde la teoría… Cuando escribía editoriales sobre Indochina o sobre la huelga general, nunca lo hacía sin malestar, pues casi era inevitable referirse a estos asuntos: habitualmente eran muy breves y las hacía porque se relacionaban con el resto. Y no he puesto mi nombre en  Les temps modernes porque no he querido convertirme en un escritor reconocido  por ello, de la misma manera que, después de la guerra, no seguí tu consejo de entrar en el CNE y de escribir en Les lettres françaises porque no deseaba convertirme oficialmente en un escritor de la resistencia. 

No renuncié en 1950, desde ningún punto de vista, a escribir sobre política. Al contrario, he pensado siempre que La prosa del mundo debiera tener una segunda parte sobre el catolicismo y una tercera sobre la revolución. Di en septiembre de 1951, en Ginebra, una conferencia en la que una buena parte era política, lo cual es meritorio dado el ambiente. 

He decidido desde la guerra de Corea, y se trata de otro asunto, no volver a escribir sobre los sucesos a medida que se presentan. Tanto por las razones que se derivan de este periodo cuanto por otras razones que  son permanentes. Dejemos a un lado éstas. No son decisivas (1). El compromiso sobre  cada suceso tomado aisladamente se convierte, en periodo de tensión, en un sistema de <mala fe>… Hay acontecimientos que permiten o más bien exigen que se les juzgue inmediatamente y en ellos mismos: por ejemplo, la condena y la ejecución de los Rosenberg… pero el suceso casi nunca puede ser apreciado más que en el contexto de una política que  modifica su sentido, siendo entonces artificioso y tramposo provocar el juicio sobre cada aspecto de una política en lugar de considerarla en su desarrollo y en su relación con aquella de su adversario: esto permitiría considerar en detalle lo que no puede apreciarse en general o al contrario reflejar de mala manera a partir  de pequeños hechos verdaderos lo que, visto en su conjunto,  está en la lógica de la lucha. Hemos admitido, tú y yo, que aquí radicaba la trampa inadmisible del anticomunismo, y también la trampa de la política comunista. Si no firmamos la llamada de Estocolmo es porque conducía a aceptar, con una condena de la bomba atómica que ningún hombre honesto, y es así, podía eludir, una solución favorable a la URSS en todas las situaciones de fuerza. Y es también lo que me impedido tomar posición sobre la guerra de Corea o sobre la invasión de Laos. Al considerar la situación en Corea del  Sur, se justifica cómodamente la intervención política de Corea del Norte. Al considerar la invasión de Laos aisladamente, se tienen por  quienes la defienden tanta  simpatía como antipatía por quienes se oponen a ella. Pero aquí no se acaba la cuestión. En una situación mundial de tensión, e incluso sin imaginar ni de lejos que la URSS mueva todas las fichas, es artificial –y artificioso- hacer como si los problemas se presentaran uno a uno y disolver lo que es históricamente un conjunto en una serie de cuestiones locales. Si se desea la coexistencia, no puede exigirse que el mundo capitalista entienda como <movimientos sociales> lo que, sobre el terreno, es también ocupación militar, y, si se hace, es que no se desea la coexistencia, sino la victoria de la URSS. Si, porque la invasión de Corea del Sur y de Laos son también movimientos sociales, tú dices que no son más que esto, que la trampa está en las cosas, no en la política comunista, entonces ya no es por la paz por lo que apuestas, sino por la victoria  mundial del comunismo, preferentemente sin guerra, y tú no cuentas para mantener la paz sino con la indecisión del mundo capitalista. He aquí la razón por la que no estaba enfadado porque esta amenaza pesara sobre la política comunista, incluso estando en contra de la internacionalización de la guerra de Indochina, y no tuve ganas de escribirlo en el momento sobre la invasión de Laos. La coexistencia y la paz tienen estas exigencias. Es preciso creer que no estaba totalmente equivocado y que, no habiendo firmado la llamada de Estocolmo, no nos pasábamos al campo de los partidarios de la bomba atómica, puesto que los comunistas nos propusieron a continuación para firmar textos mucho menos equívocos, que el Vietminh renunció a su ofensiva, los norcoreanos aceptaron el armisticio y hemos visto diseñarse por fin una verdadera política de distensión. Al comprometerse sobre cada suceso, como si se tratara de un  test de moralidad, para proponer tu política, sin darte cuenta o sin decírselo a tus lectores, te niegas alegremente a un derecho de rectificación al que ninguna acción seria renuncia, y, sobre todo, los gobiernos comunistas, más  capaces todavía que los otros de revisar sus decisiones, y finalmente te encuentras solo con las posiciones que los comunistas han abandonado, -lo que demuestra que las mismas no eran sólo mantenidas para ellos, y que, negándose a aprobar su acción militar, la izquierda no-comunista jugaba su papel que es el de favorecer una política de distensión. Una vez más, si dices que no tenemos que preocuparnos del aspecto que toman los acontecimientos a los ojos del anticomunista, y que esto significaría hacer el juego a los reaccionarios, haces desaparecer el mundo capitalista y no trabajas por la  coexistencia. Es por esto por lo que he sugerido muchas veces hacer en la revista antes que tomas de posición apresuradas, estudios de conjunto, en resumen, dirigirse prioritariamente a la cabeza y no al corazón del lector, lo que además está más de acuerdo con nuestra forma de hacer y con el de la revista. Pretendía con ello esa acción de escritor que consiste en hacer el vaivén entre el acontecimiento y la línea general, y no en afrontar (en el imaginario) cada acontecimiento como si fuera decisivo, único e irreparable. 

Este método está más próximo de la política que tu método del compromiso continuo  (en el sentido cartesiano). O,  incluso, es más filosófico porque la distancia que establece entre el acontecimiento y el juicio que se hace desarma la trampa del laberinto permitiendo ver claramente su sentido. No tenía entonces ninguna necesidad de separar la filosofía del mundo para seguir siendo filósofo –y nunca lo he hecho. Es  preciso que hayas escuchado con mucha prevención la lección de apertura de la que hablas para haberla comprendido como lo has hecho. Tuve cuidado al elegir con cuidado hablar de Sócrates para mostrar que el filósofo no es un productor de libros y que está en el mundo. Ataqué a quienes ponen la filosofía fuera del tiempo, e hice de ello tan poco una coartada que podrás leer en el texto que te envío entre otras cosas: “el absoluto filosófico no radica en ninguna parte, él no existe jamás, sino que consiste en defender en cada acontecimiento…” (2). Teniendo que hablar de la filosofía al comienzo de un curso de filosofía,  pensaba que era legítimo considerar inductivamente algunos ejemplos empíricos de <filósofos>. Encontré que la relación establecida era equívoca, y no llego a comprender cómo podrías contestarme al respecto, al considerar  la historia de los filósofos y de sus tonterías. Pero intenté señalar que el equívoco es propio de la mala filosofía y que la buena filosofía tiene una ambigüedad sana porque ella constata el acuerdo de principio y la discordancia entre lo que considera uno mismo, los otros y lo verdadero, y que es tan paciente que  hace caminar como puede todo esto. He dicho que así comprendida podía ser extraña al político profesional (3), pero no a los hombres (ironía de las cosas, pensaba, escribiendo estas palabras, en tu discurso de Vel d´Hiv que Suzou había oído mientras yo estaba con mi madre en Menton, y en el que el público se sintió conmovido hasta el punto de que se generaba una libertad peligrosa, inusitada en política). De esta concreta filosofía no tenemos que mostrar que es posible  puesto que ella es el hombre mismo como ser paradójico, encarnado y social. Si no existe, no habría nada que decir ni que hacer, no habría nada valorable y todo sería indiferente. Me preguntas si se trata de una elección fundamental: se trata de algo más que una elección pues es lo que las hace todas posibles, es el hecho mismo del vivir humano  al que, como tú dices, estamos <condenados>. No hay en ello ni esencia del filósofo, ni mito, ni fantasma justificador, no creo que estas ideas me sean propias ni que te sean tan extrañas. Que esto, en mi caso, se transforme en presencia reflexiva es la opinión de algunos que, ante la  dificultad de concertarlas, tienden a permanecer en su caparazón. En el caso de otros, como en el tuyo, la dificultad provoca antes bien un arranque de afirmación, y se lanzan sobre todo a separarlo todo. Pero no dudo que son parecidos, y sería preciso, para poner en duda esto, olvidar todo lo que has escrito, es decir, todo lo que eres hasta el presente, en todo caso todo lo que hace que se te escuche. 

No acepto entonces el beneficio  de esta pura bondad  que se reserva ordinariamente a los animales y a los enfermos y que te recomienda permitirme hacer filosofía a condición de que esto no consista sino en su pasatiempo. Incluso si la misma no escogiera entre el comunismo y el anticomunismo, la filosofía es una actitud en el mundo, no una abstención, no es en absoluto privilegio del filósofo de profesión, y éste la manifiesta fuera de sus libros. Pasé toda una tarde redactando un manifiesto para Auriol a propósito del arresto de Duclos y de las persecuciones contra los comunistas. Se me proponía al respecto firmar uno, naiv y astuto, que no buscaba sino la forma. Preferí hacer uno que denunciaba, en la campaña anticomunista del gobierno, un artilugio para escamotear las discusiones sobre el ejército europeo, la política atlantista, etc. Siempre he dicho que el Comité de Defensa de las Libertades debía estar abierto a los comunistas de cualquier orientación. He dicho también que el Comité no tenía que negociar con ninguna organización el envío de representantes oficiales. Si los comunistas piensan  que esto significa prohibir su acceso al Comité, es que buscan comprometerlo antes que colaborar en el mismo, es que conciben la política de la unidad-trampa. Contrariamente a lo que tú dices, he firmado a favor de los Rosenberg la solicitud hecha por un abogado del Consejo de Estado, y en el que el memorando era excelente –llegando a hablar en la reunión del Vel d´Hiv organizada por los comunistas la tarde misma en que la ejecución tuvo lugar, y que parecía dirigida para que Eisenhower no concediera la gracia, como si su ferocidad no hubiera sido suficiente. He firmado hace poco tiempo a favor de los intelectuales turcos que el gobierno turco mantiene en prisión, quiere hacer juzgar sumariamente, y a favor de un Francés de Marruecos al que la administración suprime la nacionalidad porque ha sido expulsado por el general Guillaume. En una conferencia  organizada por los estudiantes por el Comité de la defensa de las Libertades, dije sustancialmente a los estudiantes que me agradecieron mediante una nota firmada por sus responsables: defended a los comunistas, no seáis comunistas. Se habrá dado un gran paso el día en que en las administraciones, en las empresas, se descubra que hay un núcleo de gentes absolutamente resueltas a defender las libertades, incluso en beneficio de los comunistas y que sin embargo no son comunistas. Esta línea no es fácil de mantener, pero menos es nada. Ella no te autoriza a decir que yo <tiendo a la marginación> del P. C. o que “eludo los problemas políticos bajo el pretexto de que son inrresolubles”: los analizo desde la perspectiva de que no es preciso ser comunista o anti, con la esperanza de que estas dos posiciones serán superadas por la evolución de la política internacional. La expresión  izquierda no comunista, que te gusta emplear, no puede tener otro sentido. En cuanto a ti, la reduces cada vez que la usas, como la piel de zapa. Si para merecer autorización y discutir contigo es preciso haber intervenido no solamente a favor de los Rosenberg y contra los arrestos del último año, sino también, y especialmente, a favor de Henri Martín y en el momento  de la invasión de Laos,  no alcanzo a comprender que nadie sino tú mismo pueda discutir contigo en  Les temps modernes. 

Tales son los pensamientos que tengo y por los que quería aquí, no en otro lugar, si te parece, no  justificar,  sino  explicitar mi conducta. No me vanaglorio de estar sin  psyché  (ni sin preocupaciones o sin emociones, tu amistad podría haberlo creído por lo que ocurrió este invierno). Pero, como tu afirmas sobriamente, esto no interesa a  los demás. Lo que importa es lo que puede encontrarse de verdadero, de  sólido, de válido para todos los que examinan severamente un <estado de alma> total. Ahora bien, reconozco que todo lo que acabo de escribirte se sostiene, y que, para no ver en ello sino fantasías morosas y falsas perspectivas, es preciso que estés tú mismo muy seguro de ti. Tu proceder, que consiste en interpretar a los otros psicológicamente en definitivo análisis, implica que confundes el curso de tus pensamientos con el curso de las cosas. ¿Acaso crees estar ante en el centro del mundo, piensas que eres el único que escapa al psiconalálisis existencial y que la cólera que manifiestas sea irreprochable? Piensas que tu silencio hacia mí es un mérito. No estoy de acuerdo. Algunas palabras que me has dirigido mostraban sobre todo ironía: como cuando me dijiste, en un tono glacial, que mi lección de apertura era <divertida> -con un tono irritado, a propósito del Colegio, <espero que subviertas un poco todo esto>, -con  un tono cargado de violencia que las reflexiones sobre la relación entre el en-sí y el para-sí eran <demasiado vagas>, que si tú fueras hoy profesor y explicaras  El ser y la nada  o la  Percepción tendrías la impresión de estarte traicionando. Era suficiente para hacer temblar, suficiente para aclarar tu posición. Tú no me discutes, tú me censuras. Justo lo contrario de lo que he hecho siempre en relación a ti. No voy a cambiar, como dices, <por tan poco>. Pero es preciso  ante todo que sientas que tu conducta, vista desde afuera, es altamente <psicológica>, que justamente tu presunción de actuar siguiendo principios objetivos es la forma más arrogante de la <ley del corazón> y que, en fin, tu subjetividad se asienta muy fuertemente en la imagen lamentable que tienes de mí desde 1950. 

Desde la guerra de Corea, la causa de la izquierda estaba cada vez más bloqueada en el comunismo, la del no comunismo tendía a confundirse con la reacción, porque la política <dura> de Stalin y la política belicista de América la determinaban. Desde el principio, tú y yo hemos respondido a esta situación de maneras diferentes. Tú pensaste que era  preciso decidirse y que se debía si no elegir uno de los partidos, preferir al menos una política como <menos peligrosa>. Desde mi punto de vista,  sobre el terreno militar, ambas estaban próximas, y he pensado que era preciso rechazar cualquier opción en este sentido, combatir contra toda explotación bélica de la situación (me han encantado los primeros artículos de Dzélépy, que he sentido como propios) y explotar por el contrario toda posibilidad de distensión. ¿Fomentaba esta actitud mi gusto por la teoría? Veamos. No soy un ángel. Pero la tuya no era menos personal, ni más ejemplar. Porque no son las relaciones objetivas del universo político las que han llevado a elegir, es tu ser-ahí: has querido estar presente día tras día  en los acontecimientos, contra viento y marea, porque <cada uno es responsable de todo ante todos>, lo  que no quiere decir que tú hayas estado presente en el acontecimiento total  de estos últimos años (está muy claro para mí que no te has implicado) y es el corazón tu manera más personal de sentir tus relaciones con el mundo y con el tiempo  que nos ha tocado vivir. ¿Era  mi silencio equívoco? Habiendo señalado los enemigos públicos, aceptando comprometerte en cada episodio, pareces situarte más claramente. No eras menos sospechoso a fin de cuentas porque había algo de falaz en tu compromiso en cada episodio (como lo he dicho siempre), algo de confuso en la mezcla de un pacifismo incondicional (que era tu posición al principio) y de un pacifismo condicional (aquel de los comunistas) y en tu deslizamiento poco a poco de la unidad de acción a partir de objetivos limitados a la simpatía global. Yo no he querido que el acontecimiento me obligara a escribir y tú no has querido adoptar una actitud más distante. No comprendo de dónde sacas el derecho de censurarme: me censuras únicamente por no ser como tú. Y, puesto que tienes tan poca consideración, es preciso que sepas que también se puede estar <molesto> ante tu actitud. Lo estuve el día en el que te vi decidido a emigrar en caso de invasión: decididos a emigrar, habríamos rendido justicia más liberalmente al comunismo en nuestros artículos y exhortado al público a apreciar con ello el verdadero valor  del que nosotros mismos nos habríamos asegurado de evitar los inconvenientes. Nuestro desacuerdo hoy no tiene otro cariz: continuar llamándose no comunista con la convicción de que, si la guerra no tiene lugar, la democracia popular vendrá inevitablemente, y que será preciso en esta perspectiva trabajar -<avalar> el marxismo, como me dijiste más o menos en abril-, esto ya significa vivir y escribir espiritualmente en la democracia popular. En los dos casos, un porvenir paralizado, y que se mantiene en secreto, implica la actitud presente, confiriéndole algo de clandestino. Cuando se sabe demasiado sobre el porvenir, no se está en el presente. De modo que no estando censurando, sino respondiendo a tu censura, tengo el derecho a decir que hay tanto de pasividad en tu  actitud como en la mía. Tienes mucha facilidad en construir y situarte en el porvenir que te interesa. Yo vivo antes bien en el presente, y considerándolo impreciso y abierto, tal y como es. Esto no significa que yo construya otro porvenir  (se podría hacer y máxime cuando la ruptura de Europa con América y el cambio político de la política comunista en Rusia como en otros lugares son cosas probables). Lo que no soy es un <hombre rebelde> y mucho menos un héroe. Mi relación con el tiempo se hace sobre todo a partir del presente, esto es todo.  No pienso imponerte mi opinión. Digo solamente que tiene su valor y no admito que se considere un defecto. 

En cuanto a la relación con el mundo <objetivo> y con la historia, que conviertes en el único criterio, no estoy tan equivocado. No quiero elogiarme demasiado: no podía prever ni la muerte de Stalin, ni sus consecuencias, y es un poco por casualidad que mi  ser-ahí  haya sido acertado. Deberías admitir al menos que no estaba tan desencaminado al poner entre paréntesis el período que se abrió con la guerra de Corea y que se cierra actualmente y que tu propio ser-ahí te ha jugado por el contrario varias y muy malas. Todo esto te ha hecho permanecer desatento a muchas cosas: Les temps modernes no han dicho, desde marzo, ni una palabra sobre la nueva política de la URSS –<Los comunistas y la paz> abordan el problema comunista en una situación-límite, en consecuencia bajo la forma de una alternativa (el Partido tal como es o la atomización del proletariado) y como ocurre en una situación de urgencia, tomas posición sin ocuparte demasiado del contenido, sin examinar la vida del Partido desde hace cuarenta años, ni su ideología, ni su  historia. A lo largo de este tiempo, la situación se simplifica, la vida y la  historia del Partido continúan. Acaso hubieras estado más cerca de las  cosas cumpliendo con la verdadera función política del escritor, que consiste en mostrarse en las circunstancias con las dificultades de objetivarse ante los otros: haciendo las <Memorias de una rata repulsiva>. 

Ahora comprenderás lo que puedo pensar de la conclusión de tu carta. Comprende que jamás te solicité que aceptaras de antemano el artículo que preparo. Pero rechazarlo de antemano,  hacer callar a alguien que también ha tenido sus lectores y que ha contribuido también a hacer de la revista lo que es, retirarle la palabra en el momento en que la cambia, porque manifiesta un desacuerdo y para no explicitarla, impedirle escribir sobre las mismas cuestiones que ha tratado otras ocasiones, he aquí lo que yo califico como un <imperceptible abuso de confianza>. Jamás he creído  tener, en relación a la dirección de la revista, estos <derechos morales> de los que hablabas a menudo y a los que todavía te referías hace un mes por teléfono. Al contrario, estoy bien seguro de reclamar lo que se me debe cuando deseo escribir en ella todavía una vez, aunque tan sólo fuera para que los lectores pudieran apreciar en textos, y no por rumores, nuestras diferencias reales. No siquiera tendrás que escribir una respuesta: el artículo tratará esencialmente del marxismo, y del comunismo, y de tus análisis solamente en la medida en que lo exige el estudio de la fase reciente. Te será fácil mantener la línea de la revista en una entradilla –e incluso por qué 18no decir que te mantienes al margen. Éstas son ahora las responsabilidades que no pueden eludirse. Lo desees o no, en algunos meses tendrás en mano este artículo, y veremos, –sabiendo como sabes que no lo entregaré a ninguna otra revista- si te atreves a censurarlo. Nada ha cambiado en la revista, decías al comienzo de este invierno. Al menos una cosa: hasta el presente nosotros no censurábamos más que a los colaboracionistas y a los indignos nacionalistas. En cuanto a la crónica de la que te había hablado, y que imaginaba sobre asuntos muy diversos, pensaba en ello para continuar en Les temps modernes –y para ganar algo de pasta. Tu carta me indica que el primer asunto carece de valor para ti. ¿No supondrás, imagino, que sea suficiente el segundo para aceptar una censura? 

Me hablas de tu amistad. Mira por dónde... Te he escuchado decir (o al Castor) que ya no creías en las relaciones personales, que no existían sino relaciones basadas en el trabajo en común. ¿Cómo podrías hablar de amistad, si no fuera por condescendencia, en el momento en que pones fin a este trabajo? Cuando pienso en todos estos años, descubro por tu parte muchos favores –y puedes creerme que no me olvido ni de  uno- En cuanto a la amistad no estoy seguro. Para mí, al contrario, no te reduces a la conducta que te veo tomar y no tienes necesidad de <hacer  méritos> continuamente para que te garantice mi amistad. 

M. Merleau-Ponty. 


P. S. 1. Antes de partir, Lefort me ha enseñado el segundo texto que ha  hecho. En el momento en que tu carta me ha llegado, iba a escribirte al respecto. Esta respuesta es tal que, no pudiendo solicitar correcciones a Lefort, porque se encuentra dolido, con motivos a mi parecer, no deseo rogar a favor de la inserción como lo había hecho en el Procope. Le he advertido y te informo para que todo quede claro. Pero, ciertamente, el incidente se ha pasado de la raya. 

Ha jugado un papel importante en nuestro disentimiento. Tú no has comprendido cuánta libertad dejaba yo a un antiguo alumno –incluso en relación a mí mismo-, ni que haciéndole suprimir cinco páginas  y dejándole que te enviara el resto había intentando conciliar esta libertad con lo que te debía. Espero que no te refieras a Lefort  cuando escribes que yo te he criticado <indirectamente>. Rotundamente no. Ni maniobra, ni <golpe bajo>. 
3. Habiendo visto a  Germaine en la revista antes de recibir tu carta, como ella me preguntaba acerca de los números próximos, he debido decirle que, de común acuerdo, habíamos juzgado preferible, a causa de diferencias políticas, que sean enteramente compuestos por ti. He añadido (sin que haya recibido tu respuesta, creía que la cuestión estaba zanjada) que esto no cambiaba nada mis relaciones con la revista; que preparaba un artículo y que haría sin duda una crónica el invierno próximo. Dejo las cosas en este punto. No me concierne a mí informar a Germaine (ni a Julliard, a quien a partir de ahora no iré a ver para recoger la mensualidad). 
4. El alboroto comienza. Anne-Marie Cazalis va diciendo que una carta tuya, fechada en Venecia, la ha informado de nuestra <desavenencia> (ella le pregunta a la gente de  qué < partido> es y declara que no todos los errores son tuyos). No creo nada  de una palabra de todo esto. Pero tú algunas veces pones en el haber de los otros informaciones que no valen otra cosa que lo que son. 

1) Escribir sobre el acontecimiento del día, cuando no se milita en un partido (e incluso cuando, miembro de un partido, uno se sitúa en la filosofía) exige e impide a la vez que se elaboren los principios. Tu comentario sobre el 28 de mayo te ha hecho desear escribir tu libro sobre la historia y te impide todavía comenzarlo. 

2) Comprendes bien que las últimas palabras eran exageradas en 
tu interpretación. 

3) Al menos oficialmente. He citado, hablando a los estudiantes, la opinión de Lenin, recordada por Gorki, a propósito de los músicos, que se puede aplicar a la literatura y a la  filosofía: … no puedo escuchar a menudo música, me excita, me inclina a decir tonterías encantadoras y a admirar a quienes, viviendo en un infierno, pueden  crear tal belleza. Ahora bien, hoy es imposible admirar a nadie, os cortarían la mano de un mordisco. Es preciso golpear las cabezas, golpear sin piedad,  aunque estemos contra toda violencia desde el punto de vista teórico. Ah, función endiabladamente difícil. Me gusta el tono franco de esta divergencia que no implica hostilidad. 



RESUMEN DE LA CONFERENCIA 

(Este texto, en el que M. Merleau-Ponty resume la conferencia cuyo contenido le reprochaba Sartre, estaba junto a su carta del 8 de julio de 1953). 

1) Concepción <clásica> de las relaciones entre filosofía y política. La filosofía como posesión del universal incluye la política. 

2) Hegel. El filósofo en principio no hace sino totalizar el movimiento del mundo y su autocomprensión. En realidad, él es quien decide que tal estado del mundo es <maduración de la realidad> y que todo lo que vendrá luego no es sino <historia congelada>. 

Por cuanto la historia es en consecuencia un disfraz de la filosofía, Hegel permanece subrepticiamente clásico y no pone en cuestión el poder filosófico de totalizar –mientras que Engels en su Feuerbach muestra que la idea del Estado perfecto anula el movimiento revolucionario de la dialéctica. Aparte de esto, la filosofía se convierte después de Hegel en experiencia elucidada: la filosofía “cabeza del proletariado> en Marx, el  filósofo <cobaya de la existencia>  (Kierkegaard). 

3) Marx. Para rejuvenecer la filosofía, Hegel consideraba la filosofía acabada y decadente. Marx  toma el mundo como comenzado y destituye a la filosofía de su papel de última instancia. –Pero ella no está subordinada a la historia sino en que pretendería separarse de ella. Como actividad práctico-crítica, va y viene entre el hecho y el sentido, vive e incluso <se realiza> en la historia. La espera de  una nueva diosa en la  Disertación sobre Epicuro y Demócrito. Se trata de mostrar a las <verdades> su pasión y a las <pasiones> su <verdad> (XVIII Brumario). Cuando se alcance la superación de un tiempo que es definido por su <falta de decisión>, la racionalidad renacerá o más bien nacerá. 

La vinculación entre lo real y lo racional se consigue por la existencia misma del proletariado, que es un efecto del capitalismo, pero también el inicio de un cambio radical de las relaciones con la naturaleza y con los hombres, el problema y la solución dadas conjuntamente, la revolución presente, el porvenir en el presente, la decisión ya tomada, el <espectro del comunismo> (Manifiesto) que se extiende por Europa. La existencia del proletariado, la conquista por él del poder y, en la perspectiva, el fin de las clases son un solo suceso-norma que es la realización de la filosofía y el regulador de la política. En este sentido, hay un clasicismo marxista: <destruir> precisamente para <realizar> la filosofía. 

4) La actualidad.  
Caracterizada por 
La crisis de la idea de revolución. 
La decadencia acelerada del liberalismo. 

a) crisis de la idea de revolución. –El criterio del compromiso válido no es (Lenin) el incremento de la  <conciencia> del proletariado, sino la salvaguarda de sus <intereses> (Hervé)  –intereses sobre los cuales se puede engañar. En efecto, en Europa (no  en Asia) desde 1945 las revoluciones se hacen <por arriba>. La violencia revolucionaria se presenta como defensa de un orden establecido (los opositores condenados como criminales de delitos comunes). En estas condiciones, ¿puede  existir conciencia de emancipación, y objetivamente el poder está conquistado por el proletariado? ¿El régimen es del proletariado o para el proletariado? Y, en el segundo caso, ¿no existe distancia entre el poder y el proletariado, siempre objeto de la historia? ¿No hay plusvalía, sino que se camina hacia una sociedad homogénea? ¿El regulador de la política funciona en este caso? Es para realizarlo por lo que se destruye el universal filosófico. ¿Es hacia un grado mayor de verdad hacia donde evoluciona la conciencia?

Síntomas: generalización del secreto,  tránsito de lo clandestino a lo crítico, de la acción revolucionaria a la acción terrorista, del revolucionario profesional al aventurero, al menos  si tenemos en cuenta los tipos que provocaban la simpatía de un simpatizante comunista como Malraux (Borodine), -política de la cultura: comparación de  textos <clásicos> de Engels, incluso Lenin, Lukács sobre el arte y la literatura, que reconocían una fuerza de expresión distinta de su valor de empleo en la lucha inmediata, y concepciones como las de Jdanov. 

Esto permite dudar que estas sociedades nuevas puedan reivindicar la <misión histórica> de <realizar> la filosofía. 

b) decadencia acelerada del liberalismo. Es siempre más cierto que una política de la conciencia es engañosa:  crítica de la libertad-ídolo, nada de homenajear al <mundo libre>, asunto que se reserva finalmente a los amigos de la libertad y que se convierte entonces en un emblema de guerra.

Existe siempre solidaridad entre la filosofía y la política, pero en el mal, no en el bien: no consiguen vivir conjuntamente, se amalgaman juntas. La conciencia quiere ser experiencia, pero las cosas no responden a esta petición. 

5) La posición de Sartre. 
La noción de compromiso refleja filosóficamente esta situación: identifica la libertad y la acción, sitúa la circularidad de una ausencia que es presencia (se es libre para comprometerse) y de una presencia que es ausencia (uno se compromete para ser libre). A falta de la mediación analizada por Marx, la inmediatez del adentro y del afuera. Si definitivamente uno no se introduce en otro, puede desembocarse ya en un subjetivismo ya en un objetivismo extremo. 

De partida, concepción relativamente optimista del compromiso: no se trata de elegir entre las  políticas existentes. Sino de elaborar otra concepción <total> (Creación de LTM – Más tarde RDR). A medida que la situación se tensa y que la realidad política se aleja del esfuerzo que se hacía para reordenarla y cambiar su sentido el compromiso se transforma, si no en aceptar como definitiva la formulación por antítesis (comunismo-anticomunismo), al menos en señalar una preferencia. Es decir, para dar una respuesta parcial, ocultando los motivos de esta respuesta (<por razones que son las mías y no las suyas>). 

Dificultad de esta posición: si las razones son diferentes, lo que se elige lo es también. Motivos de Sartre: la paz y el destino del proletariado –motivos de los comunistas: la paz bajo condiciones y el poder del proletariado comprendido como dictadura del partido-. Entonces, o bien el acuerdo es un malentendido, o bien el comunismo en  la actualidad está más cerca de una filosofía del compromiso que de la filosofía marxista de la historia (hecho que explica que Sartre, no marxista, esté más cerca de los comunistas que muchos de quienes se llaman marxistas). Sartre dice acaso lo que los comunistas dirían si pensaran su acción hasta el final. ¿Pero por qué entonces no lo dicen y se reclaman siempre partidarios de la filosofía proletaria de la historia? Acaso esta ideología les es necesaria para que la jerarquía actual aparezca como premisa de la sociedad sin clases. Sartre considera ante todo al comunismo como oposición a la sociedad burguesa y muestra que el proletariado ya no tendría defensores sin esta oposición. El comunismo en el poder es otra cosa y plantea otras cuestiones. Mientras que no sea pensado y recurra a  una filosofía que la expresa mal, la situación permanecerá confusa. 

Idéntica paradoja en la política de la cultura: la concepción de la literatura comprometida vincula la literatura y la acción más estrechamente que lo hicieron Engels y Lukács, considerados como representantes del clasicismo marxista. Ellos tienen por el escritor de  la sociedad de clases un respeto que también es desprecio: Balzac es reaccionario, pero precisamente sus pasiones reaccionarias les hacen ver y reflejar crudamente a los hombres nuevos del siglo XIX. Sartre no comprende ni este respeto ni este desprecio: no comprende que el escritor, si se piensa como hombre, se salva como escritor. Sitúa la literatura y la acción política conjuntamente sobre el plano único del acontecimiento, porque pertenecen al mismo ejercicio, al  mismo tiempo. En verdad, la política comunista de la cultura es más <existencialista> que los escritos teóricos de Lukács. ¿Hay verdaderamente acuerdo entre su <existencialismo> involuntario o inconsciente y el existencialismo consciente de Sartre? Conclusión. Desde mi punto de vista, el compromiso no puede llegar a aceptar ni siquiera provisionalmente los dilemas presentes en la política actual. Lo que quiere decir, no que no sea preciso el compromiso, sino que no puede llegar hasta la opinión sobre los hechos que afectan en realidad a los dos bloques. Esto no significaría un fracaso  del compromiso que tomaría de una parte a los sujetos y de otra parte el campo de los acontecimientos diplomáticos (y)/o militares, sino que el rechazo de decir sí o no a los acontecimientos uno por uno no dejaría lugar más que a la subjetividad o a la filosofía separada. Pero en realidad nosotros no vivimos en dos órdenes, aquel de la conciencia y aquel del acontecimiento-cosa. No hay filosofía separada y el plano de los acontecimientos es un límite al que sólo  puede llegar el jefe de Estado o del partido en ciertos momentos decisivos.  La mayor parte de la acción se juega entre las relaciones entre ambos, entre los acontecimientos y los pensamientos puros, ni en las cosas ni en los espíritus, sino en la amalgama espesa de las acciones simbólicas que operan menos por su eficacia que por su sentido. A esta zona pertenecen los libros, las conferencias, pero también las reuniones. puede afirmarse recíprocamente cuando se ponen en circulación armas críticas, instrumentos de conciencia política, incluso si no sirven en la actualidad y no descentran a los adversarios que están advertidos. La acción misma política de Sartre permanece como <una acción de descubrimiento>, se desarrolla y permanece como sus libros, como los buenos libros, en tanto que invita a pensar. Ésta sitúa en una luz inigualable la crisis de las relaciones entre filosofía y política que es también una crisis de la filosofía y una crisis de la política. 
(las últimas líneas son casi textuales). 




3. J-P. Sartre. 
29 de julio de 1953 según el matasellos 
Querido Merleau: 


Tu carta merece ciertamente una  respuesta punto por punto. Pero preferiría, por mi parte, hacerlo de viva voz. Para mí, este intercambio de críticas escritas ha tenido como efecto positivo el de <vaciar el absceso>, como se dice, o de comenzar a vaciarlo. Era preciso que ciertas cosas fueran escritas por una y otra parte para  que adquirieran una forma  más meditada. Pero a la larga la ventaja puede transformarse  en inconveniente ya que siempre se endurece lo que se piensa mientras se escribe. No estaba ciertamente en mis intenciones llevar a cabo una requisitoria y estoy seguro que tampoco entraba en las tuyas. Si nosotros nos vemos, el mero hecho de vernos y de escucharnos contribuirá a limar las aristas y a suavizar la dureza de las <acusaciones> respectivas. Regreso el 18 por la mañana y si me envías una nota o me telefoneas el mismo día, estoy a tu disposición cualquier tarde. 

Sólo hay una cosa que quiero decirte porque preparará nuestro encuentro. Por Dios, no interpretes mal mis entonaciones o mi semblante, como haces, como malintencionada o apasionada. No sé si mi estado era <glacial> cuando te hablé de tu curso en el Colegio de Francia, pero lo que sé es que había 26apreciado mucho tu lección con la que conectaba realmente (Michele te lo puede decir). Si han surgido reservas es después de la lectura del opúsculo impreso (tú me lo enviaste) y a la luz  de nuestra discusión. No se refieren por otra parte a la lección en tal que tal, sino a lo que se transpiraba en ella de tu actitud actual. Si he podido parecerte glacial es porque siempre he tenido una especie de timidez para felicitar. No sé hacerlo y soy consciente de ello. Es seguramente un rasgo de carácter y te lo confieso, pero no tiene nada que ver con lo que has podido deducir de tu observación. Cuando te dije que tenía la impresión de llevar a cabo una traición si expusiera El ser y la nada, quería decir que la mera exposición hoy, en una situación en plena evolución y que todos hemos vivido y repensado día tras día, es decir, diez años más tarde, de una filosofía que nació en su momento de puras reflexiones sobre la filosofía clásica y  no-marxista me parecería hacer volver atrás a los estudiantes que querrían seguirme, reenviarles a una época en la que se podía pensar sin referencia al marxismo (o al menos en la que se creía poder hacerlo), mientras que la obligación del filósofo  hoy es afrontar a Marx (exactamente como su  obligación a la altura de mediados del siglo pasado era afrontar a Hegel). 

Bien: ¿significa esto que desapruebe  El ser y la Nada?  Ni por un momento. ¿Qué la considero una obra de juventud? Desde ningún punto de vista. Todas las tesis de El ser y la Nada me parecen tan justas como en 1943. Digo simplemente que ellas tenían en el 43 el porvenir abierto ante ellas. Repetirlas hoy sin darles este porvenir que implicaban es a la vez traicionar mi pensamiento actual y traicionarlas. Dicho de otra forma: es preciso que escriba hoy un libro sobre la Historia y la Moral (y la política) que permita, a partir de su consideración, reafirmar sin traicionar El ser y la Nada hasta en sus detalles. Comprende que esto se mantiene lejos de un arrebato  pasional. ¿Y qué expresaba mi semblante cundo te hablé?  Lo ignoro, pero cualquiera que me conozca mejor que tú me habría encontrado sin duda <convencido>, pero seguramente no apasionado (en el sentido en el que tú te lo tomas). Resulta que Michele estaba presente mientras te hablaba del Colegio de Francia, <vas a cambiar todo eso, etc…>. Le he preguntado si tenía el gesto irritado y está sorprendida por el asunto. Ella  sabe bien que se trataba de una frase  sin importancia. Detesto el escándalo y las nimias iniciativas audaces de los profesores por parecer modernos y no podría cambiar seguramente el Colegio de Francia si perteneciera a él. Son cosas que se dicen riendo pero que no merecen una hora de preocupación. Y pienso igualmente que has tenido razones sobradas para entrar en él y yo lo habría hecho en tu lugar: ¿por qué habría entonces de estar irritado? (<Yo lo habría hecho en tu lugar> no quiere decir si yo hubiera sido tú –sino por ejemplo: si yo no hubiera hecho teatro y ganado lo suficiente con el teatro para abandonar la enseñanza. Por supuesto, si esto me hubiera sido posible). Y es absolutamente falso que te haya censurado alguna vez. Recuerda por el contrario el desarrollo de nuestra <disputa>: ¿quién se preocupó el primero? ¿Quién discutió en primer  lugar? ¿Quién criticó? Tú. Yo me he defendido, y es a continuación de tu conferencia cuando te apuntado, a mi vez, algunas observaciones sobre tu actitud. Por  otra parte, me reprochabas el otro día que supusiera gratuitamente y por principio que estabas siempre y en todo de acuerdo conmigo. Hoy me reprochas que dedico mi tiempo en censurarte. Sé que estos dos juicios no  son incompatibles, pero  sería preciso matizarlos un poco para mantenerlos conjuntamente. 

Todo esto no para decirte que no me interpretes, sino que seas prudente y no lo hagas a partir de principios  a priori. Te doy una clave para la próxima entrevista: siento nuestro desacuerdo y estaré con la actitud más conciliadora. Te ruego que no busques cólera alguna ni ninguna reivindicación. Si me he referido <tres veces>, como señalas, a la conferencia que pronunciaste, no creas en verdad que es porque estoy dolido a causa de ello. Estoy convencido de que hablaste de mí amistosamente. Es por la razón siguiente: objetivamente se dice que <es preciso que Merleau-Ponty encuentre la actitud de Sartre tan grave para desembocar en la desaprobación pública de su colaborador y amigo>. ¿Quién? Tú dices: los reaccionarios. En ningún modo y no los hemos hecho nunca jueces de lo nuestro. Pero me lancé a una empresa: equivocado o con razón, pretendía incitar en la medida de mis posibilidades a algunos intelectuales para formar una izquierda aliada con el comunismo. Tu actitud explotada por la derecha actúa necesariamente sobre estos intelectuales que te consideran como un freno. Y no hace falta decir que poco importa lo que se haya escrito sobre esto o aquello en L´Express, lo que cuenta es que actúas contra mí. La amistad de tu tono no tiene nada que ver con esto. O más bien sí, es algo que agrava el asunto: <En verdad que tiene que encontrar todo esto grave. Ved las preocupaciones que toma y su amistad por Sartre. Pero ha decidido que  sería necesario decir esto, etc., etc, etc…>. En cuanto a los murmullos que  circulan sobre nuestra discusión, te ruego en serio que creas que no tengo  absolutamente nada que ver.  No he hablado ni escrito a nadie más allá de tres o cuatro personas que son, como suelo decir, <de mi familia> (Bost, Castor, Michelle). 

Todo esto no aborda el fondo de  la cuestión, sino solamente mis sentimientos. Querría verte para salvar nuestra amistad y  no para acabar de perderla, he aquí lo que quiero que sepas. Aguarda, todavía una aclaración. Lo que yo he dicho es que las relaciones personales no tenían un sentido concreto más que si ellas se fundaban sobre propósitos comunes. Quería condenar con esto ciertas relaciones (justamente las del tipo contrario a las que tengo contigo) que mantengo con ciertas gentes. Se va a cenar juntos y se habla en torno a una mesa sin otro tipo de lazo que el de pertenecer a la <inteligencia de izquierdas>. Pero esto nunca significa que la única relación entre las personas sea el trabajo. A través de propósitos comunes  nacen las relaciones (confianza, simpatía, intimidad, <proximidad de caracteres>, e incluso conversaciones sobre muchas cuestiones, cenas, viajes, etc, etc.).  ¿No se reduce esto a una perogrullada? ¿Merece la pena concluir que soy un imperialista, un feudal que tiene el corazón demasiado seco para no preocuparse de la gente sino en función del trabajo que hacen para él y de su utilidad? Dejemos esto: de cualquier manera, soy tu amigo y quiero seguir siéndolo. Pienso que podrás reconocerte a ti mismo como <pasional> cuando escribes que te empujo hacia la salida de la revista, mientras que tú has abandonado la dirección a pesar de mí antes de mi regreso de Saint-Tropez. 

Bueno, hasta pronto (acaso recibas  estar carta después de mi regreso, 
problemas del correo italiano) y cuídate. 
J. P. Sartre. 

No comprendo por qué no quieres cobrar los 25.000 francos si no es causa de tu enfado. Me has hecho una proposición: he aquí el medio que propongo para aceptarlos y permanecer en la revista. Te he respondido: no me parece que sea un buen medio. Lo que significaba: busquemos entonces otros. 
Esto es todo. 




Fuente:  La traducción de se ha hecho por Cristina Ballestín y J. L. Rodríguez García a partir del texto de las Lettres d´une rupture, publicadas en el número 320 de Magazine Littéraire. http://riff-raff.unizar.es/files/las_cartas_de_la_ruptura.pdf